for3c2

 

Nicholas Wade se queda corto

 

P1060568a-com

 

Cualquiera que haya leído el microensayo ”Las razas no existen” (y la inteligencia tampoco, ¿no?) en este mismo sitio web habrá comprendido que mi intención no era simplemente abundar en la opinión de que hay diferencias cognitivas entre las razas. Afirmaba y sigo afirmando sin vacilación alguna, por si no hubiera quedado claro, que unas razas son efectivamente superiores a otras. Superiores por el hecho de que su cerebro les permite manejar mejor la realidad en función de sus intereses, superiores porque saben contener mejor sus impulsos en aras del bienestar futuro, superiores porque el comportamiento promedio de sus individuos se traduce en sociedades que funcionan más armoniosamente, superiores porque han demostrado y siguen demostrando una creatividad intelectual que nos deja perplejos.

 

Con la definición de racismo que vemos en la mayoría de los diccionarios, me veo forzado así a reconocer que soy racista. Qué le vamos a hacer. Sin embargo, me atrevería a decir que en la práctica el uso del término se reserva para aquellos casos en que esa postura se manifiesta en forma de desprecio y hostilidad hacia la raza considerada inferior, y hasta de pérdida de algunos de sus derechos. Debería haber un término para diferenciar el racismo pasivo de la variante activa, realmente agresiva psicológica o físicamente. De hecho hubo un tiempo, a principios del pasado siglo, en que para designar la modalidad pasiva se utilizaba el término racialista. Con el paso del tiempo se perdió ese matiz, de forma que hoy día los diccionarios Oxford y Webster engloban las dos acepciones en la entrada “racism”, pero diferenciándolas claramente. En el DRAE hacen algo parecido, pero de forma bastante más críptica; les convendría actualizar las definiciones.

 

Todo lo que sea acuñar o rescatar términos que permitan usar con más precisión el lenguaje nos facilitará el debate de ideas, de modo que me considero con derecho a recuperar la palabra racialismo para referirnos a la simple convicción de que unas razas son superiores a otras. Y al establecer esa distinción me considero también con derecho a proclamarme racialista por oposición a quienes fomentan el odio hacia otras razas, los verdaderos racistas. Si algunos se empeñan en seguir considerándome racista, anteponiendo las definiciones de diccionario al sentido común, me parece muy bien. A la gente le encantan las etiquetas, pues que sigan usándolas para difuminar a su antojo los distintos matices de la realidad.

 

Tras las numerosas críticas recibidas a raíz de la publicación de la primera edición de su libro Una herencia incómoda, Nicholas Wade podría haber elegido la  estrategia de desvincular las dos acepciones abarcadas al hablar de racismo, pero dio por buena la confusión semántica consagrada en la definición oficial de ese término. Para evitar que le acusaran de racista, optó por distanciarse tanto del racismo puro y duro como del racialismo, y se refugió en una postura no supremacista que le ha hecho caer en un relativismo insulso que desvirtúa el sentido último de todo cuanto nos expone en su libro.

 

En efecto, resulta frustrante, a la vez que muy revelador del poder aplastante del lobby de los académicamente correctos, leer en el prefacio que Wade reescribió en respuesta a esos indignados de la mala ciencia que “se pueden describir las diferencias evolutivas entre poblaciones humanas sin proporcionar el menor soporte para el racismo, la opinión según la cual existe una jerarquía de las razas y que algunas son superiores a otras”. Esta desafortunada frase da a entender que las numerosas pruebas científicas aportadas en la primera mitad de la obra no autorizan a justificar ese racialismo que el autor no sabe o no quiere distinguir como variante del racismo oficial. El autor decidió correr una maratón para al final detenerse a pocos metros de la meta.

 

La claudicación de Wade se hace humillante cuando en la página siguiente nos dice que la raza “se fundamenta en la sutil cualidad de la frecuencia relativa de los alelos. [...] Este hecho científico sólo pone de relieve la unidad genética de la humanidad”. O sea, a partir de la obviedad de que detrás de las razas debe haber como mínimo (frecuencias de) alelos diferentes, se nos sugiere que el concepto de alelo es sólo una sutileza que no empaña la realidad de un concepto de resabios metafísicos como es esa “unidad genética” de todos los seres humanos.  En el primer capítulo volvemos a toparnos con ese extraño constructo: “En ningún lugar la unidad esencial de la humanidad se halla escrita de manera más clara e indeleble que en el genoma humano”. Peor aún, en un momento dado, de la capacidad de todo ser humano para aprender cualquier lengua si se expone a ella a una edad temprana deduce que “la naturaleza humana es la misma en todo el mundo”.

 

De hecho, todo el texto de Una herencia incómoda está plagado de cautelas y malabarismos innecesarios, a modo de paraguas contra unas críticas que le iban a llover al autor sí o sí, porque en estos casos ponerse a la defensiva es siempre contraproducente.  Podemos citar como ejemplos que Wade:

 

-  Cae en la falacia criticada en el punto 9 del argumentario presentado en el microensayo antes citado (aquí) cuando nos recuerda que la inteligencia está determinada por multitud de genes (p. 14).

 

- Nos advierte de que “Una puntuación más alta del CI [cociente intelectual] no hace a los asiáticos orientales moralmente superiores a las demás razas” (p. 15): ¿a qué viene esa irrupción de la moral en unos párrafos centrados en algo muy distinto como son las facultades cognitivas?

 

- Sugiere que la relación observada entre el número de copias del promotor del gen que codifica la enzima MAO-A y la raza (que haría más violentos a los africanos) nada significa en el fondo porque, literalmente, “los caucásicos pueden portar el alelo agresivo de otros genes que todavía no se han identificado” (p. 66). Ello equivale a afirmar, como una manifestación del relativismo aquí criticado, que el descubrimiento de cualquier relación causal entre genes y comportamiento en una determinada raza debería permanecer siempre en el limbo de las simples hipótesis por si acaso se descubren en el futuro otras relaciones causales de parecida naturaleza en otras razas.

 

- Considera “sutiles” (término que parece emplear a menudo como sinónimo de desdeñables/inexistentes) las diferencias entre razas por el hecho de que “Hay sólo un corto número de casos conocidos en los que un determinado alelo de un gen se presenta únicamente en una raza” (p. 105), cuando antes ha insistido en que lo que de veras nos diferencia son las proporciones relativas de los distintos alelos de los miles de genes que nos constituyen: ¿qué tiene de especial, respecto a esa afirmación general, que haya unos  cuantos alelos cuya proporción sea de cero en todas las razas menos una?

 

- Ve la paja en el ojo de Steven Pinker y no ve la viga en el propio: “[En su libro Los ángeles que llevamos dentro] Pinker se desvía de la conclusión, a la que con tanta energía ha llegado, de que las poblaciones humanas se han hecho menos violentas en los últimos milenios”. Lo que ocurre es que Pinker (por influencia del igualitarismo buenista según él mismo confiesa, lo cual es bastante alarmante en un autor tan prestigioso en el mundo de la tercera cultura) niega que haya habido una divergencia evolutiva significativa y reciente (últimos 10 000 años) entre las razas. Wade, por el contrario, necesita que haya habido cambios recientes como argumento esencial (y justificado sin duda por numerosos estudios) de su opinión de que las razas existen y están siguiendo derroteros diferentes, pero él también se desvía en el último momento de la conclusión inevitable. Como dije antes, llega al final de la maratón, pero no cruza la meta.

 

- Nos dice también Wade (p. 197) que “Hay pruebas razonables de que la confianza tiene una base genética, aunque todavía ha de demostrarse si varía de manera significativa entre los grupos étnicos y las razas”. Sin embargo, sí existen pruebas sólidas de la existencia de una diferencia significativa entre los niveles de oxitocina –hormona mediadora del grado de confianza- de las mujeres caucásicas y las de origen africano.

 

- En sus consideraciones sobre el cociente intelectual (p. 202), tras varias concesiones metodológicas algo cuestionables, nuestro autor llega a la conclusión de que la puntuación de los afroamericanos podría llegar a valores situados en torno a 90, y apostilla “Entonces la brecha no es tan grande como la que separa a los americanos de origen asiático [105] de los de origen europeo [100], acerca de la cual nadie parece preocuparse”. Aquí topamos de entrada con un error matemático incomprensible, pues el autor acaba de decirnos que la diferencia entre los americanos de esas dos procedencias es de 5 puntos a favor de los asiáticos. ¿Es 10 una cifra menor que 5? Pero aparte de eso, cabe preguntarse ¿es realmente desdeñable una diferencia de 10 puntos respecto a los europeos y de 15 respecto a los asiáticos? En este último caso estamos hablando nada menos que de una desviación estándar; la misma diferencia, por cierto, que separa a los judíos askenazíes de los europeos en general, con los resultados que todos conocemos en términos de éxito social e intelectual.

 

- Critica a los autores de la archicitada obra Why Nations Fail, porque a su juicio no se arriesgan a proponer ninguna explicación general plausible de las razones que llevan a algunas sociedades a dotarse de instituciones inclusivas, mientras otras parecen condenadas a verse dominadas por élites extractivas. Como Acemoǧlu y Robinson no se atreven a señalar factores genéticos o geográficos como posibles causas, escurren el bulto señalando que la historia se despliega siempre de forma contingente (p. 208). He aquí otro ejemplo de sumisión –consciente o no- al tabú del determinismo genético. Y otro caso en que Wade critica lo que él mismo hace: no llegar hasta el final. 

  

- Critica a Jared Diamond, autor de Armas, gérmenes y acero, porque sus ideas están “enjaezadas al caballo galopante del determinismo geográfico, que a su vez está concebido para apartar al lector de la idea de que los genes y la evolución pudieron haber desempeñado algún papel en la historia humana reciente” (p. 237). Es menester reconocer que Diamond, como Pinker, se caracteriza por coquetear continuamente con opiniones que presuponen algún tipo de diferencias entre razas, pero prefiere explicar el funcionamiento de las sociedades exclusivamente en función del entorno geográfico para no ser acusado de racista. Wade tiene aquí toda la razón pues, como bien señala, la evolución tiene que ver con la interacción entre el determinismo geográfico y el genético. Tómese esto como un ejemplo más de las contradicciones que provoca la interferencia de la ideología buenista en los avances de la ciencia. Pero Wade, una vez más, sigue sin ver la viga en su propio ojo.

 

Los casos de Pinker, Diamond y Acemoǧlu-Robinson serían simples variantes de  una tendencia general claramente perceptible para quien quiera verla y bien resumida por el propio Wade cuando nos dice que  “Los expertos [...] no emplean realmente la cultura sólo en su significado aceptado de comportamiento aprendido. En cambio, es una palabra que sirve para todo y que incluye posibles referencias a un concepto que no se atreven a discutir: la posibilidad de que el comportamiento humano tenga una base genética que varíe de una raza a otra.” (p. 195).

 

El sesgo aparentemente optimista de Wade en cuanto al grado real de libertad de las sociedades para evolucionar en un sentido u otro -sesgo indisociable de su relativismo defensivo- resulta patente cuando nos señala que “La naturaleza tiene muchos diales que girar a la hora de establecer las intensidades de los diversos comportamientos humanos y muchas maneras distintas de llegar a la misma solución”. Hubiese podido añadir “y tiene también por tanto muchas probabilidades de llegar a distintas soluciones en distintas situaciones histórico-geográficas”. Y podríamos seguir diciendo que "y esas soluciones, por efecto del azar, diferirán de la óptima la mayoría de las veces, y diferirán también en su grado de cercanía al punto óptimo”. Quiero decir con esto que la idea de llegar a “la misma solución” hace sospechar que, aunque lo niegue, Wade sí está pensando en algún tipo de superioridad. 

 

En lo que a los “diales” se refiere, creo que la idea con más dinamita del libro no es tanto el latiguillo de que “la evolución humana ha sido reciente, copiosa y regional” como la afirmación, más difuminada en el texto, de que pequeñas variaciones en las proporciones de alelos entre las distintas razas pueden dar lugar a no tan pequeñas variaciones en el comportamiento promedio de los individuos y, como fenómeno emergente, a grandes variaciones en el funcionamiento global de las sociedades. El mecanismo de la influencia de los genes en la sociedad no sería, no tiene por qué serlo, una excepción en el panorama general de una naturaleza aficionada a desconcertarnos con puntos de inflexión, masas críticas, cambios de fase, trayectorias caóticas y otras discontinuidades por el estilo entre puntos caprichosos de equilibrio (véase a este respecto el microensayo Historicismo y biología). 

 

Mayo de 2015

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

< 

 

Descripción: hitcounter