Nicholas Wade se queda corto
Cualquiera que
haya leído el microensayo ”Las razas no existen” (y la inteligencia
tampoco, ¿no?) en este mismo sitio web habrá comprendido que mi
intención no era simplemente abundar en la opinión de que hay diferencias
cognitivas entre las razas. Afirmaba y sigo afirmando sin vacilación alguna,
por si no hubiera quedado claro, que unas razas son efectivamente superiores a
otras. Superiores por el hecho de que su cerebro les permite manejar mejor la
realidad en función de sus intereses, superiores porque saben contener mejor
sus impulsos en aras del bienestar futuro, superiores porque el comportamiento
promedio de sus individuos se traduce en sociedades que funcionan más
armoniosamente, superiores porque han demostrado y siguen demostrando una
creatividad intelectual que nos deja perplejos.
Con la
definición de racismo que vemos en la mayoría de los diccionarios, me veo
forzado así a reconocer que soy racista. Qué le vamos a hacer. Sin embargo, me
atrevería a decir que en la práctica el uso del término se reserva para
aquellos casos en que esa postura se manifiesta en forma de desprecio y
hostilidad hacia la raza considerada inferior, y hasta de pérdida de algunos de
sus derechos. Debería haber un término para diferenciar el racismo pasivo de la
variante activa, realmente agresiva psicológica o físicamente. De hecho hubo un
tiempo, a principios del pasado siglo, en que para designar la modalidad pasiva
se utilizaba el término racialista.
Con el paso del tiempo se perdió ese matiz, de forma que hoy día los
diccionarios Oxford y Webster engloban las dos acepciones en la entrada “racism”,
pero diferenciándolas claramente. En el DRAE hacen algo parecido, pero de forma
bastante más críptica; les convendría actualizar las definiciones.
Todo lo que sea
acuñar o rescatar términos que permitan usar con más precisión el lenguaje nos
facilitará el debate de ideas, de modo que me considero con derecho a recuperar
la palabra racialismo para referirnos a la simple convicción de que unas
razas son superiores a otras. Y al establecer esa distinción me considero
también con derecho a proclamarme racialista por oposición a quienes fomentan
el odio hacia otras razas, los verdaderos racistas. Si algunos se empeñan en
seguir considerándome racista, anteponiendo las definiciones de diccionario al
sentido común, me parece muy bien. A la gente le encantan las etiquetas, pues
que sigan usándolas para difuminar a su antojo los distintos matices de la
realidad.
Tras las
numerosas críticas recibidas a raíz de la publicación de la primera edición de
su libro Una herencia incómoda, Nicholas Wade podría
haber elegido la estrategia de desvincular
las dos acepciones abarcadas al hablar de racismo, pero dio por buena la confusión
semántica consagrada en la definición oficial de ese término. Para evitar que
le acusaran de racista, optó por distanciarse tanto del racismo puro y duro
como del racialismo, y se refugió en una postura no supremacista que le ha
hecho caer en un relativismo insulso que desvirtúa el sentido último de todo
cuanto nos expone en su libro.
En efecto, resulta
frustrante, a la vez que muy revelador del poder aplastante del lobby de los académicamente correctos,
leer en el prefacio que Wade reescribió en respuesta a esos indignados de la mala ciencia que “se
pueden describir las diferencias evolutivas entre poblaciones humanas sin
proporcionar el menor soporte para el racismo, la opinión según la cual existe
una jerarquía de las razas y que algunas son superiores a otras”. Esta desafortunada
frase da a entender que las numerosas pruebas científicas aportadas en la
primera mitad de la obra no autorizan a justificar ese racialismo que el autor
no sabe o no quiere distinguir como variante del racismo oficial. El autor
decidió correr una maratón para al final detenerse a pocos metros de la meta.
La claudicación
de Wade se hace humillante cuando en la página siguiente nos dice que la raza
“se fundamenta en la sutil cualidad de la frecuencia relativa de los alelos.
[...] Este hecho científico sólo pone de relieve la unidad genética de la
humanidad”. O sea, a partir de la obviedad de que detrás de las razas debe
haber como mínimo (frecuencias de) alelos diferentes, se nos sugiere que el
concepto de alelo es sólo una sutileza que no empaña la realidad de un concepto
de resabios metafísicos como es esa “unidad
genética” de todos los seres humanos.
En el primer capítulo volvemos a toparnos con ese extraño constructo:
“En ningún lugar la unidad esencial de la humanidad se halla escrita de manera
más clara e indeleble que en el genoma humano”. Peor aún, en un momento dado,
de la capacidad de todo ser humano para aprender cualquier lengua si se expone
a ella a una edad temprana deduce que “la naturaleza humana es la misma en todo
el mundo”.
De hecho, todo
el texto de Una herencia incómoda
está plagado de cautelas y malabarismos innecesarios, a modo de paraguas contra
unas críticas que le iban a llover al autor sí o sí, porque en estos casos
ponerse a la defensiva es siempre contraproducente. Podemos citar como ejemplos que Wade:
- Cae en la falacia criticada en el punto 9 del
argumentario presentado en el microensayo antes citado (aquí) cuando nos recuerda que la
inteligencia está determinada por multitud de genes (p. 14).
- Nos advierte de que “Una
puntuación más alta del CI [cociente intelectual] no hace a los asiáticos
orientales moralmente superiores a las demás razas” (p. 15): ¿a qué viene esa
irrupción de la moral en unos párrafos centrados en algo muy distinto como son
las facultades cognitivas?
- Sugiere que la relación
observada entre el número de copias del promotor del gen que codifica la enzima
MAO-A y la raza (que haría más violentos
a los africanos) nada significa en el fondo porque, literalmente, “los
caucásicos pueden portar el alelo agresivo de otros genes que todavía no se han
identificado” (p. 66). Ello equivale a afirmar, como una manifestación del
relativismo aquí criticado, que el descubrimiento de cualquier relación causal
entre genes y comportamiento en una determinada raza debería permanecer siempre
en el limbo de las simples hipótesis por si acaso se descubren en el futuro
otras relaciones causales de parecida naturaleza en otras razas.
- Considera “sutiles”
(término que parece emplear a menudo como sinónimo de desdeñables/inexistentes)
las diferencias entre razas por el hecho de que “Hay sólo un corto número de
casos conocidos en los que un determinado alelo de un gen se presenta
únicamente en una raza” (p. 105), cuando antes ha insistido en que lo que de
veras nos diferencia son las proporciones relativas de los distintos alelos de
los miles de genes que nos constituyen: ¿qué tiene de especial, respecto a esa
afirmación general, que haya unos
cuantos alelos cuya proporción sea de cero en todas las razas menos una?
- Ve la paja en el ojo de Steven Pinker y no ve la viga en el
propio: “[En su libro Los ángeles que
llevamos dentro] Pinker se desvía de la conclusión, a la que con tanta
energía ha llegado, de que las poblaciones humanas se han hecho menos violentas
en los últimos milenios”. Lo que ocurre es que Pinker (por influencia del
igualitarismo buenista según él mismo confiesa, lo cual es bastante alarmante
en un autor tan prestigioso en el mundo de la tercera cultura) niega que haya
habido una divergencia evolutiva significativa y reciente (últimos 10 000 años)
entre las razas. Wade, por el contrario, necesita que haya habido cambios
recientes como argumento esencial (y justificado sin duda por numerosos
estudios) de su opinión de que las razas existen y están siguiendo derroteros
diferentes, pero él también se desvía en el último momento de la conclusión
inevitable. Como dije antes, llega al final de la maratón, pero no cruza la meta.
- Nos dice también Wade (p.
197) que “Hay pruebas razonables de que la confianza
tiene una base genética, aunque todavía ha de demostrarse si varía de manera
significativa entre los grupos étnicos y las razas”. Sin embargo, sí existen
pruebas sólidas de la existencia de una diferencia significativa entre los
niveles de oxitocina –hormona
mediadora del grado de confianza- de las mujeres caucásicas y las de origen
africano.
- En sus consideraciones
sobre el cociente intelectual (p. 202),
tras varias concesiones metodológicas algo cuestionables, nuestro autor llega a
la conclusión de que la puntuación de los afroamericanos podría llegar a
valores situados en torno a 90, y apostilla “Entonces la brecha no es tan
grande como la que separa a los americanos de origen asiático [105] de los de
origen europeo [100], acerca de la cual nadie parece preocuparse”. Aquí topamos
de entrada con un error matemático incomprensible, pues el autor acaba de
decirnos que la diferencia entre los americanos de esas dos procedencias es de
5 puntos a favor de los asiáticos. ¿Es 10 una cifra menor que 5? Pero aparte de
eso, cabe preguntarse ¿es realmente desdeñable una diferencia de 10 puntos
respecto a los europeos y de 15 respecto a los asiáticos? En este último caso
estamos hablando nada menos que de una desviación estándar; la misma
diferencia, por cierto, que separa a los judíos
askenazíes de los europeos en
general, con los resultados que todos conocemos en términos de éxito social e
intelectual.
- Critica a los autores de
la archicitada obra Why Nations Fail, porque a su juicio no se arriesgan a proponer
ninguna explicación general plausible de las razones que llevan a algunas
sociedades a dotarse de instituciones inclusivas, mientras otras parecen
condenadas a verse dominadas por élites extractivas. Como Acemoǧlu y
Robinson no se atreven a señalar factores genéticos o geográficos como posibles
causas, escurren el bulto señalando que la historia se despliega siempre de
forma contingente (p. 208). He aquí otro ejemplo de sumisión –consciente o no-
al tabú del determinismo genético. Y otro caso en que Wade critica lo que él
mismo hace: no llegar hasta el final.
- Critica a Jared Diamond, autor de Armas, gérmenes y acero, porque sus
ideas están “enjaezadas al caballo galopante del determinismo geográfico, que a
su vez está concebido para apartar al lector de la idea de que los genes y la
evolución pudieron haber desempeñado algún papel en la historia humana
reciente” (p. 237). Es menester reconocer que Diamond, como Pinker, se
caracteriza por coquetear continuamente con opiniones que presuponen algún tipo
de diferencias entre razas, pero prefiere explicar el funcionamiento de las
sociedades exclusivamente en función del entorno geográfico para no ser acusado
de racista. Wade tiene aquí toda la razón pues, como bien señala, la evolución
tiene que ver con la interacción entre el determinismo geográfico y el
genético. Tómese esto como un ejemplo más de las contradicciones que provoca la
interferencia de la ideología buenista en los avances de la ciencia. Pero Wade,
una vez más, sigue sin ver la viga en su propio ojo.
Los casos de
Pinker, Diamond y Acemoǧlu-Robinson serían simples variantes de una tendencia general claramente perceptible
para quien quiera verla y bien resumida por el propio Wade cuando nos dice
que “Los expertos [...] no emplean
realmente la cultura sólo en su
significado aceptado de comportamiento aprendido. En cambio, es una palabra que
sirve para todo y que incluye posibles referencias a un concepto que no se
atreven a discutir: la posibilidad de que el comportamiento humano tenga una
base genética que varíe de una raza a otra.” (p. 195).
El sesgo
aparentemente optimista de Wade en cuanto al grado real de libertad de las
sociedades para evolucionar en un sentido u otro -sesgo indisociable de su
relativismo defensivo- resulta patente cuando nos señala que “La naturaleza
tiene muchos diales que girar a la
hora de establecer las intensidades de los diversos comportamientos humanos y
muchas maneras distintas de llegar a la misma solución”. Hubiese podido añadir
“y tiene también por tanto muchas probabilidades de llegar a distintas
soluciones en distintas situaciones histórico-geográficas”. Y podríamos seguir
diciendo que "y esas soluciones, por efecto del azar, diferirán de la
óptima la mayoría de las veces, y diferirán también en su grado de cercanía al
punto óptimo”. Quiero decir con esto que la idea de llegar a “la misma
solución” hace sospechar que, aunque lo niegue, Wade sí está pensando en algún
tipo de superioridad.
En lo que a los
“diales” se refiere, creo que la idea con más dinamita del libro no es tanto el
latiguillo de que “la evolución humana ha sido reciente, copiosa y regional”
como la afirmación, más difuminada en el texto, de que pequeñas variaciones en
las proporciones de alelos entre las distintas razas pueden dar lugar a no tan
pequeñas variaciones en el comportamiento promedio
de los individuos y, como fenómeno emergente,
a grandes variaciones en el funcionamiento global de las sociedades. El
mecanismo de la influencia de los genes en la sociedad no sería, no tiene por
qué serlo, una excepción en el panorama general de una naturaleza aficionada a
desconcertarnos con puntos de inflexión, masas críticas, cambios de fase,
trayectorias caóticas y otras discontinuidades por el estilo entre puntos
caprichosos de equilibrio (véase a este respecto el microensayo Historicismo y biología).
Mayo de 2015
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