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Sobre el uso de la fuerza

 

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El espectáculo de los agentes de la guardia civil desbordados por los inmigrantes en la valla de Melilla tras intentar rechazar a estos con la simple ayuda de sus brazos en combate cuerpo a cuerpo marca un hito como culminación del proceso de feminización y desconcierto ideológico de la sociedad europea. Las imágenes revelan una claudicación patética de los responsables políticos ante el empuje testosterónico de las hordas subsaharianas, pero al mismo tiempo mueven a risa por el contraste que supone la yuxtaposición de unos agentes uniformados cual comandos especiales y unos negros medio desnudos que se les mean en la cara. Está claro que las fuerzas de la benemérita no aguantarán mucho tiempo la humillación que supone aparecer en las teles de medio mundo acatando las órdenes de simular que podrás poner freno a centenares de inmigrantes asustándoles con espráis y dándoles cachetes en la nuca.

 

Mientras tanto, nuestro ministro Fernández Díaz se devana los sesos para encontrar una varita mágica que permita rechazar a los inmigrantes sin lastimarles, sin tan siquiera tocarles. Y la Comisaria europea de Cooperación Internacional, Ayuda Humanitaria y Respuesta a las Crisis nos deleita desde los elegantes despachos bruselenses con perlas perogrullescas como la declaración de que "El hecho de que haya un muro significa que no hemos sabido enfrentarnos al problema". O sea, "Españoles, comeos el marrón vosotros solitos, que aquí solo nos ocupamos de los problemas que tienen fácil solución y nos permiten salir del trabajo a las tres de la tarde".

 

En lo que respecta a las actuaciones policiales aquende las fronteras, en Cataluña ha bastado que una mujer pierda un ojo para que los Mossos se vean desprovistos de la posibilidad de usar pelotas de goma en lo sucesivo. A partir de ahora usarán unos "proyectiles viscoelásticos que no rebotan y que se deforman al impactar". Cabe dudar de que el impacto en el ojo de uno esos proyectiles se limite a anestesiar solo unos segundos el globo ocular sin dejar ninguna otra secuela, pero es que además todo hace pensar que, cuando uno de esos proyectiles le cause a un vándalo quemacontenedores un pequeño hematoma en el brazo, la policía se verá forzada por la opinión mediática a emplear como balas pelotas de ping-pong. Volveremos a ver a un centenar de rambos de pacotilla retrocediendo temblorosos ante cuatro chavales encapuchados y envalentonados por las últimas decisiones buenistas del poder judicial, mientras por encima de sus escudos salen escupidas a poca distancia livianas esferitas blancas. A todo esto, la oposición lo tiene muy fácil: según salgan las cosas, criticará al Gobierno por demasiado duro con los manifestantes o por su falta de previsión y preparación para controlar a los violentos.

 

Las democracias occidentales se han empeñado en arrebatar al Estado la posibilidad de usar la fuerza, pero el Estado no puede sino perder toda credibilidad si sus cada vez más torpes amenazas de intervención física o bien no se materializan, o bien se cumplen de forma irrisoria. Es como si el ministerio del Interior enviase a un combate de boxeo para representarle a un tipo con las manos atadas a la espalda. De hecho, hay mucho de morboso en esa costumbre que han adquirido los ciudadanos de enceder la tele para deleitarse con el enésimo episodio de la serie "Mira como machacan a la poli". Las cifras cantan: por cada manifestante herido suele haber un par de policías con lesiones; parece como si el Estado estuviese ahí no para impedir la violencia sino para encajarla y esperar a recibir dos hostias para dar una. La policía está ahí no para detener a los indeseables, sino para demostrar lo bueno que es el Estado con los malos. El mundo al revés, una vez más, como síntoma de una Europa moribunda, cuyos dirigentes están preocupados sobre todo por su propia imagen antes que por el bienestar de los ciudadanos. Así seguirá siendo mientras ello les resulte rentable electoralmente, pero no parece que esa situación vaya a durar mucho tiempo. La correlación de fuerzas está cambiando, como demuestran desde la elección de Manuel Valls como primer ministro en Francia hasta el imparable ascenso del grotesco UKIP en el Reino Unido. 

 

Como en tantas otras ocasiones, los gobernantes se aferran a la ilusión de las soluciones intermedias, pero es difícil encontrar un punto intermedio entre usar y no usar la fuerza, sobre todo si el principal objetivo es respetar la integridad física de quienes se enfrentan a la policía. Cualquier seudosolución de ese tipo, como el uso de gas pimienta, acaba dejando al Estado en ridículo, lo desprestigia. La Europa de la gente buena debe ser coherente, esto es, debe asumir que desea un Estado-gallina y mostrarse dispuesta entonces a aceptar alegremente que el continente se vea invadido por millones de subsaharianos, y que en las calles de sus ciudades los indignados más radicales incendien cuantos edificios se les antoje bajo la impávida mirada de las "fuerzas del orden", que estarán ahí solo para vigilar que la cosa no se desmadre, o sea, por ejemplo, para evitar que los niñatos suelten una bomba nuclear sucia en la Puerta del Sol. Y mientras el resto de los ciudadanos a joderse.

 

Muchas veces, además, la desagradable sensación de no tener más opción que la fuerza física es el resultado de la inoperancia previa de estructuras de Estado que deberían haber actuado sin contemplaciones para imponer el cumplimiento de las leyes vigentes. El problema es que hemos llegado a un punto en que cualquier medida seria de coacción preliminar en ese sentido (no meros blufs verbales) será interpretada con seguridad como una agresión, esto es, como una medida del todo asimilable a la fuerza física. El Estado ha claudicado ya hace tiempo en lo que atañe al ejercicio de la coerción penal: cientos de chorizos de cuello blanco no llegan a pisar la cárcel, multitud de dirigentes autonómicos desobedecen con total impunidad medidas aprobadas por un Congreso elegido democráticamente y fallos dictados por el Supremo y el Constitucional.

 

En España observamos también que el poder es muy reacio a emplear la fuerza en forma de coerción económica. Por ejemplo, el sufrido ciudadano tiene que soportar continuamente las agresiones decibélicas perpetradas por moteros sin escrúpulos que saben que su exhibición de poderío testicular les sale gratis. Si se les multara con 2000 euros se acabaría el problema, del mismo modo que el endurecimiento de las multas y demás sanciones por infracciones de tráfico ha tenido un efecto drástico en la mortalidad vial. Lo mismo se podría hacer con los propietarios de perros que nos van adornando las aceras con excrementos de distinto color y consistencia.

 

Pues bien, esa dejación de responsabilidades en la aplicación de formas de coerción penal y económica la estamos pudiendo constatar en un Gobierno que se suponía fuerte, de derechas, con mayoría absoluta, lo que significa que el país, aunque cueste creerlo, ha alcanzado ya el máximo de gobernabilidad de que es capaz. Con unos mandatarios así, que no han hecho más que demostrarnos su resistencia a usar la fuerza que les otorgan las leyes, los aprendices de golpista interpretan lógicamente que el Estado no se atreverá nunca dar el paso adicional y más arriesgado de usar efectivamente el capital de violencia legítima que posee por definición, ni en defensa de sí mismo ni en defensa de los intereses de la mayoría de la población. En consecuencia, es fácil profetizar que, cuando Oriol Junqueras haga la declaración unilateral de independencia de Cataluña al día siguiente de ganar por la mínima las previsibles elecciones plebiscitarias, el Gobierno no se atreverá a detenerle por golpista y se colocará a sí mismo en una disyuntiva mucho peor como será la de optar entre enviar los tanques a la Diagonal o, lo más probable, lavarse las manos y abandonar a su suerte a la mitad de la población catalana.

 

Cabe establecer una analogía con la función de control monetario que ejerce el BCE. Este tiene el monopolio de la creación de dinero, que vendría a ser el equivalente al uso de la fuerza pues imprimir toneladas de billetes es una operación gigantesca de impulso artificial de la sociedad hacia otra dimensión. Hasta ahora el BCE ha sabido mantener su credibilidad, fundamentalmente a partir de las palabras mágicas de Draghi "Haré lo que haya que hacer y, créanme, será suficiente". Rajoy haría bien en copiar al Presidente del BCE y recuperar algo de credibilidad recordando que tiene el monopolio de la fuerza y que su Gobierno está también dispuesto a hacer todo lo necesario para evitar el desmembramiento de España. Y todo el país, pero en particular los catalanes unionistas, nos veríamos bastante aliviados si rematara también esa advertencia con la apostilla "Y, créanme, será suficiente". 

 

 

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Mayo de 2014

 

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