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Socioma mínimo

 

Hace poco Craig Venter fue noticia de nuevo por haber dado a luz una criatura bautizada como JCVI-syn1.0, el primer microorganismo dotado de un genoma sintético. La importancia que los medios han atribuido a ese avance, teñida del habitual alarmismo ante todo lo que suene a vida artificial, no se corresponde sin embargo con la opinión de muchos expertos, para quienes la hazaña de Venter es básicamente un simple alarde técnico. Al fin y al cabo, lo que ha hecho su equipo es empalmar aproximadamente un millón de pares de bases en el mismo orden en que ya lo hacía la naturaleza en Mycoplasma mycoides, exceptuando la pequeña travesura de incluir en el código el nombre de los autores del trabajo y tres citas con ínfulas filosóficas.

 

         El valor de estas investigaciones no radica en la tan cacareada artificialidad, que no es tal, sino fundamentalmente en otros dos aspectos. En primer lugar, se trata de una prueba de principio que abre la puerta a una síntesis a la carta de secuencias genéticas de gran utilidad práctica, por ejemplo en los procesos de fabricación de vacunas. Venter ha declarado que la producción de una vacuna contra la gripe podría así acelerarse espectacularmente, hasta el punto de que se podría reaccionar a una pandemia no en cuestión de meses, como acaba de ocurrir, sino en tan solo unos días.

 

         Y en segundo lugar, un aspecto que apenas se ha resaltado es que la intención original de Venter era determinar el genoma mínimo que debe tener una bacteria para sobrevivir.  Eligió para su trabajo Mycoplasma genitalium, y empezó a inactivar uno por uno sus 485 genes para determinar cuáles eran indispensables. Consiguieron ver que en torno a un centenar eran prescindibles, pero el problema es que esta bacteria crece muy lentamente, y el trabajo se eternizaba. Ante esa situación, optó por pasar a trabajar con M. mycoides, de crecimiento mucho más rápido. Su genoma es mayor, pero paralelamente las técnicas de síntesis de ADN habían avanzado también muy rápidamente, y compensaban con creces ese inconveniente. Ahora, logrado eso, se trataría de empalmar genes a la carta, genes modificados que optimicen la función de los naturales. 

 

         Sin embargo, a Venter le ha salido competencia. Se llama MAGE (Multiplex Automated Genome Engineering), y es una técnica algo menos espectacular que la vida sintética pero probablemente mucho más útil, porque va directa al grano. Se evita el laborioso proceso de síntesis de genomas enteros y se opta por aprovechar lo que hay, pero insertando miles de constructos artificiales sintetizados como variantes de unas cuantas secuencias implicadas en la producción de un determinado compuesto.  La cantidad del producto de interés sintetizado se impone como criterio de selección de las bacterias así manipuladas. Creando miles de millones de variantes de solo 24 genes, los autores del invento han conseguido multiplicar por cinco la producción de licopeno en E. Coli en solo tres días.  Esta técnica de turboevolución artificial representa sin duda un salto cualitativo de la biotecnología, mucho más prometedor para esa industria y mucho más interesante conceptualmente que la fuerza bruta de Venter.

  

         En cualquier caso, la idea de Venter de descubrir un genoma mínimo, esa quintaesencia de la capacidad de un organismo para sobrevivir como ente autónomo, me ha hecho concebir un experimento mental difícilmente viable en la práctica, pero creo que de indudable interés.  Podríamos dedicarnos a despojar a la sociedad, una por una, de muchas de esas actividades que el sentido común nos dice que son totalmente prescindibles en la sociedad en que vivimos. Al final del proceso, nos quedaríamos con lo que podríamos considerar el socioma mínimo, el conjunto mínimo de trabajos y actividades que cualquier sociedad desarrollada necesitaría para sobrevivir.  Y si he dicho desarrollada es porque no se trata de propugnar un retorno a la era de las cavernas, sino de aprovechar solo los progresos realmente incuestionables de la humanidad, como los enormes avances de la medicina o todas las posibilidades que brinda la web.

 

         Pero la vida cotidiana nos ofrece continuamente ejemplos de actividades cuya desaparición en nada nos afectaría, o que incluso celebraríamos. Y no se trata solo de los planes E. Esa es la parte más polvorienta y cutre del asunto, pero hay otros detalles a estas alturas plenamente identificados con la calidad de vida, incluso con cierto glamour, y que sin embargo para un extraterrestre inteligente serían tan incomprensibles como para nosotros pueda serlo el olisqueo de orines entre perros. Así, no puedo evitar una sensación de absoluta perplejidad cuando salgo a la calle y me cruzo con un montón de bicis que han costado miles de euros, conducidas por narcisos pertrechados con equipos que les han costado otro tanto, a ser posible en familia para ocupar gran parte no ya de la calzada, sino de la acera. Sigo rascándome la cabeza cuando, en un bar cualquiera, abro el periódico y leo que el contribuyente ha pagado 137 millones euros para se identifiquen los huesos de gente asesinada hace 70 años. Leo también un poco más allá que las ayudas a las prácticas ombliguistas del cine español ascienden a un centenar de millones de euros anuales. A propósito de cine, recuerdo que los doblajes al catalán nos cuestan 15 millones al año, cifra que supongo que habrá que multiplicar ahora por dos o tres después de la imposición del doblaje del 50% de las películas a esa paleolengua. Asqueado, cierro el periódico y salgo de nuevo a la calle, donde ahora me toca lidiar con un embotellamiento de montones de coches, muchos de los cuales están ahí gracias a los 5000 millones inyectados en el sector. A lo largo de mi recorrido urbano hacia el trabajo, paso por una zona pija llena de restaurantes donde una cena ridícula cuesta cien euros por cabeza, ¿realmente es necesario que haya centenares de miles de personas malgastando el tiempo en diseñar y mantener en funcionamiento ese tipo de locales? Una vez en el curro, el choque con la prescindibilidad es continuo, desde las reuniones interminables organizadas por jefes que se aburren, pasando por esas fotocopiadoras con un 90% de funciones innecesarias que hacen que estén continuamente averiadas, hasta los formularios que debemos rellenar poco menos que para ir al váter. De vuelta a casa, creyéndonos ya relajados, nos sorprenderá una propuesta de la comunidad de vecinos para construir en la entrada una rampa de acceso para minusválidos, pese a que en el edifico no vive ningún discapacitado. Por último, el zapeo televisivo nos mostrará una retahíla interminable de cadenas nacionales y autonómicas dedicadas a competir entre sí infantilizando al máximo a la audiencia.  

        

         Alguien debería hacer un inventario de todas esas actividades que nos hacen despilfarrar dinero y recursos, y no solo a los directamente implicados, sino indirectamente a todos. Porque si se estimula una burbuja inmobiliaria, por ejemplo, los afectados positiva o negativamente no son solo los compradores y los vendedores sino, como estamos pudiendo comprobar, toda la sociedad.  Después de la que ha caído, no es de recibo seguir sosteniendo que, cuando se trata de dinero privado, todo está permitido. Mentira. El despilfarro privado acaba siendo siempre, por una vía u otra, despilfarro público, perjuicio público. El despilfarro privado es un síntoma de que sobra dinero privado, y si sobra dinero privado a espuertas y no hay productividad ni riquezas naturales que lo justifiquen, eso significa que el Estado no está cumpliendo su deber de distribuir la riqueza con un mínimo de equidad. 

 

         Probablemente estemos simplemente ante un caso más de la ley 80/20: el 20% de las actividades humanas reportarían el 80% de la felicidad. El 80% restante serían el tributo a pagar por haber llegado a ser demasiados en este diminuto planeta: trabajos concebidos solo para dar de comer y poco más a una población excedentaria cada vez más depauperada, trabajos sin más valor añadido que esa estricta supervivencia de la carne redundante en un entorno de pan y circo. O sea, pese a que es una perogrullada, parece que hay que recordarlo una y otra vez: no es que falte trabajo, es que sobra gente (inmigrantes o no). Sobra mucha, mucha gente. Y tampoco hay que creerse que la panacea ante eso es un nuevo modelo productivo, concepto que por otra parte ha quedado ridiculizado por la realidad desde el momento mismo en que salió de la boca de Zapatero. Las actividades realmente productivas no son algo que pueda instaurarse por decreto sino, por lo general, el subproducto serendipitoso de una combinación de avances tecnológicos imprevisibles y una clase empresarial más o menos civilizada. Y España, a la cola del mundo en número de patentes por habitante, pero a la cabeza en cuanto al número de empresarios chorizos por habitante, nunca conseguirá nada semejante.  

   

         Como es fácil entender, este tipo de reflexiones no son ajenas al contexto de crisis que nos rodea. El gran debate del momento en Europa gira en torno a los recortes necesarios para corregir los voluminosos déficits que han propiciado los Gobiernos no tanto para salvar a los bancos como para inundar la sociedad de actividades inútiles que mantuvieran a los trabajadores entretenidos o directamente anestesiados con subsidios para evitar estallidos sociales. Y es que en estas crisis, según concluyen Kenneth Rogoff y Carmen Reinhardt en su libro This time is different, y a diferencia de lo que sostiene la propaganda oficial, por cada dólar dedicado a lo primero se suelen dedicar diez a lo segundo.  Una conclusión parecida puede extraerse de un gráfico injustamente ignorado (a diferencia de esa tontería de la reforma laboral) que apareció en las páginas salmón de El País del 27 de julio pasado, en el que se reproducen datos del FMI. En él se observa que los rescates financieros representan solo un 8% entre las causas del repunte de la deuda pública en los países avanzados, mientras que la suma de estímulos fiscales (8%) y prestaciones por desempleo (28%) quintuplica esas ayudas a los bancos. Es interesante observar también en el gráfico que la pérdida de ingresos por disminución del crecimiento y el incremento del pago de intereses contribuyen a ese deterioro de la situación con un 25% y un 11%, respectivamente. Si estos últimos porcentajes se suman al 28% destinado a los parados, resulta que unas dos terceras partes del endeudamiento vertiginoso de los Estados se deben a factores que podríamos calificar de demográfico/mecánicos, que escapan en gran medida al control de los Gobiernos y que reflejan la dinámica inherente a cualquier fenómeno caracterizable como una bola de nieve. Y eso, francamente, no es nada tranquilizador, porque significa que el margen de actuación de nuestros gobernantes, siendo ya escaso, va a seguir reduciéndose en un futuro inmediato. Solo nuestro Gran Cretino puede pretender parar una roca de tres toneladas rodando ladera abajo colocando unas ramitas a su paso.

 

         Es cierto que el componente relacionado con los subsidios de paro no debería ser en principio una fatalidad, pues los Gobiernos tienen en su mano la posibilidad de imponer condiciones más estrictas para beneficiarse de ellos, pero en el caso de España los dos millones de inmigrantes de más acogidos en los últimos años es una pesada carga cuya inercia los convierte en un factor cuasimecánico, sobre todo si el único obstáculo en su camino van a ser unos gobernantes buenistas cuyo primer objetivo es que nos olvidemos lo antes posible de que los metieron aquí para facilitar sus pelotazos urbanísticos y con el cuento de que iban a salvar nuestras pensiones. La prueba de ello es la reciente medida de prolongar indefinidamente la ayuda de 420 euros a los parados sin cobertura: una suma mensual de 420 euros por un millón de inmigrantes innecesarios (la cifra oficial de inmigrantes en paro es de 600 000, pero la cifra real seguro que es mayor) durante los próximos años totaliza 5000 millones anuales, o sea, el equivalente a la cantidad que va a robarles el Gobierno a los funcionarios. ¿Nadie es capaz de recordarle en voz alta al ínclito Caldera los argumentos que profirió para defender la entrada masiva de inmigrantes? 

 

         Parece muy difícil, como decía, perfilar el socioma mínimo de las sociedades industrializadas. Pero es posible concebir un primer paso para ello, que consistiría en determinar el socioma real de distintos países. Así, en términos generales, podríamos representar visualmente el socioma como un enorme cromosoma con miles de genes, cada uno de los cuales representaría el porcentaje de personas dedicadas a un trabajo o actividad, o el porcentaje del PIB correspondiente. Algunos de esos genes estarían inactivos y otros activos, con la actividad proporcional al porcentaje en cuestión. A modo de ejemplo, el socioma español podría comprender porcentajes como los siguientes: 20% de parados, 5% de burócratas autonómicos, 2% de hurgadores de fosas de la guerra civil, 2% de forenses dedicados a analizar el ADN de los huesos, 4% de profesores de paleolenguas, 15% de camareros, 10% de obreros abriendo y cerrando zanjas, 3% de diseñadores de mobiliario urbano, 6% de organizadores de grandes ferias internacionales y similares, 5% de periodistas, 5% de tertulianos, 3% de coordinadores de las autonomías, 2% de redactores de informes para la Generalitat y demás... Quizá, al final, habría un 20% de pringados dedicados a tareas productivas. No es de extrañar que no tengamos nada que exportar. Nos hemos acostumbrado a vivir del cuento, nos hemos acostumbrado al trueque de chucherías como medio de vida tercermundista. España es un enorme mercadillo de servicios inútiles, donde vendedores y compradores razonan en estos términos: “me pagas 1000 euros para que te enseñe a hablar catalán, y a cambio te pago 1000 yo también para que desentierres los huesos de mi abuelo y... y ahora que lo pienso, ¿por qué no me queda dinero para pagar esos medicamentos fabricados en Alemania que tanto necesito? No lo entiendo, ¿acaso no hemos contribuido con 2000 euros al PIB nacional? No es justo, los alemanes son unos egoístas”.

 

        Planteadas así las cosas, quizá no sea necesario determinar el socioma mínimo. Es preferible ser pragmático y, como en el caso de la tecnología MAGE, ir directos al grano. Si lo que queremos es optimizar el funcionamiento económico de la sociedad, o la felicidad de los ciudadanos, vayamos a por el socioma óptimo. Evidentemente, no es posible organizar un inmenso laboratorio en el que someter a presión selectiva a millones de variantes de determinados tramos del socioma, pero nada nos impide comparar el funcionamiento real de los países y sus respectivos sociomas mediante métodos de programación lineal. El resultado pondría claramente de manifiesto las actividades más nocivas para el crecimiento y/o la felicidad y permitiría formular políticas económicas basadas en la evidencia.  Pero no seré yo quien caiga en la ingenuidad de creer que los políticos estarían dispuestos a aplicarlas.

 

 

 

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