EL TAMAÑO NO EXISTE
No
es la primera vez que un Premio Nobel alude a la supuesta diferencia del tamaño
del miembro viril entre las “razas”. El contexto informal en que se hicieron esas
declaraciones no ha de impedirnos manifestar nuestra más enérgica repulsa ante
este nuevo ataque contra la dignidad del hombre caucásico, que adquiere tintes
humillantes cuando la comparación se extiende a los varones de origen asiático.
La mayor longitud
del pene de los negros, como todo el mundo sabe, es sólo un mito (1, 2). Un factor que ha contribuido sin duda a
este equívoco es la metodología empleada en los diferentes estudios al
respecto. Para empezar, el concepto de “centímetro” ha sido cuestionado por
destacados especialistas. Incluso la idea misma de longitud es controvertida
pues, vamos a ver, ¿qué distancia hay entre los habitantes de un punto de la
Tierra y los situados en sus antípodas: la correspondiente a la línea recta que
pasa por el centro del planeta, o la de la semicircunferencia que los une por
la superficie? (3)
En segundo
lugar, los instrumentos de medición usados son de muy distinto tipo, y a nadie
se le escapa que un factor aparentemente tan banal como el color de la cinta
métrica empleada puede tener un efecto psicológico importante que influya en la
llegada de sangre al pene y, por consiguiente, en su turgencia.
Otro
mecanismo que sin duda interviene es el de las profecías autocumplidas. El
hombre blanco, sabiendo el tipo de comparación a que va a ser sometido,
experimenta una sensación de inseguridad que hace que su pene se retraiga,
mientras que los africanos, envalentonados por la imagen que de ellos se ha
propalado, se abalanzan a los investigadores para que se la midan. (Véase The power of hope en 4)
Esas
mujeres de vida promiscua que no tienen reparos en contar a sus amigas, entre
risas de alborozo y envidia, los más y los menos de sus amantes no hacen sino
reproducir los tópicos circulantes, como el de que las mujeres que prueban
negros ya no vuelven con ningún blanco. Reflexionemos un instante: del mismo
modo que el color de la cinta métrica puede afectar al objeto medido, cabe
suponer que la cantidad de melanina cutánea de quien te la hinca (me limito a reproducir aquí la jerga empleada por las
autoras de esos relatos) puede distorsionar la percepción del tamaño del
asunto. Interviene aquí, claro está, ese
otro mito de que la mujer necesita orgasmos vaginales para quedar satisfecha y
de que un requisito fundamental para ello es que el compañero tenga un buen paquete.
Sin embargo, no es necesario ser feminista para reconocer que la mayoría
de los orgasmos de mujer son clitorídeos y que la satisfacción que procuran
esos dos tipos de orgasmo, según podemos confirmar los hombres en los instantes
de apogeo de nuestra masculinidad, es similar.
Una
destacada representante de esos círculos de mujeres que confunden sus
dificultades para gozar con el color de lo engullido se preguntaba
maliciosamente hace poco por qué en las películas pornográficas intervienen
tantos negros y brillan por su ausencia en cambio los hombres orientales. Pues bien, señora mía, no es necesario ser un
especialista en semiótica visual para darse cuenta de que una verga negra
contrasta mucho mejor con el cuerpo blanco de las protagonistas de ese género
de filmes y, como es obvio, con el material biológico finalmente eyectado. No
hay mayor misterio.
Aunque
ampliamente empleado –y por desgracia una y otra vez olvidado- para rebatir a quienes
sostienen que la inteligencia depende del color de la piel, (5) no podemos dejar de
utilizar aquí el argumento de que, también en relación con la variable –no punch intended- aquí abordada, las
diferencias entre razas son mucho menores que las diferencias dentro de cada
raza (6)
Es decir, si la variación en una es de 10 a 18 centímetros, y en la otra de 15
a 23, la diferencia entre las medias de esos intervalos, como cualquiera puede
ver, es desdeñable. Es más, dirán algunos, no es tal diferencia.
Por
último, no nos cansaremos de repetirlo: cultura, cultura, cultura. Si a los
blancos se nos sumergiera a partir de la adolescencia en un ambiente de alta
frecuencia de estímulos sexuales, como ocurre en general en África, dado que la
función crea el órgano, en poco tiempo incluso esa diferencia desdeñable, de
existir, desaparecería. Y aunque no se
dieran esas circunstancias, imaginemos que en Europa, así como en algunos
países se agujerean y deforman los labios (faciales) de las adolescentes
insertando en ellos discos de madera progresivamente más grandes, existiera una
costumbre popular consistente en someter el pene de los niños a dispositivos de
estiramiento durante la noche. No cabe duda de que se conseguirían así miembros
de unas dimensiones que nada tendrían que envidiar a los de ébano. Por añadidura, las técnicas quirúrgicas de
alargamiento del pene forman parte de la oferta habitual de servicios de mejora
del cuerpo en los países industrializados, esto es, son parte de la cultura, y
sus efectos tienen por consiguiente tanto o más mérito que los determinados
genéticamente.
De hecho,
hay un argumento definitivo para demostrar que la genética no tiene nada que
ver con todo esto. El dato clave nos lo
aportan dos gemelos a los que se sometió a un estricto régimen de mediciones biométricas a lo largo
de su vida. Todo parecía discurrir normalmente, hasta que un buen día uno de
ellos se la cortó al otro, que sobrevivió de milagro. Ya lo ven, el ambiente
puede explicar la diferencia entre todo y nada.
Pedro Caldera del Haba
Catedrático de Fisiometría de la
Universidad Libre de Navalmoral de la Mata