SISIFICADORES

 

Enfermedades, guerras, catástrofes naturales... En la lista de amenazas para la humanidad que podría confeccionarse mediante un sondeo callejero brillaría sin duda por su ausencia un factor que desde hace tiempo está propagándose silenciosa y masivamente entre nosotros, y que no es otro que ese porcentaje creciente de ciudadanos cuyo trabajo consiste en dificultar o deshacer el trabajo hecho por otros, obligándoles a sufrir el castigo de Sísifo.

Ya se sabe, no todo el mundo tiene la suerte de poder ganarse la vida con una profesión provechosa para la sociedad, pero hay un sinfín de ocupaciones que son más o menos inertes para nuestros semejantes y que no obstante cumplen a la perfección su función de coartadas para garantizar ese grado mínimo de distribución de la riqueza que posibilita la paz social y alimenta la ficción de la igualdad de oportunidades. Sin embargo, cada vez son más quienes, despreciando esas alternativas inertes, casi siempre por razones pecuniarias o de prestigio, adoptan como signo de identidad laboral el disfraz de, por ejemplo, consultor, asesor financiero o, salvando las distancias, acordeonista callejero o profesor de euskera. Por desgracia esos individuos tienen una gran versatilidad y pueden adaptarse a cualquier profesión o puesto de responsabilidad: todos podríamos señalar en nuestro entorno laboral a más de una persona que, por ineptitud o por pura holgazanería, no hace más que impedirnos trabajar pidiendo informes innecesarios, encargando evaluaciones periódicas de aspectos secundarios u organizando reuniones exasperantes.

Ahora bien, esos individuos son sólo la punta del iceberg, pues sus posibilidades de engañar al personal serían escasas si no fuera por la complicidad de quienes desde instancias más altas fomentan el recurso a ellos. Es el caso típico del gerente que, por temor a adoptar una decisión que sólo le reportará la ira de sus empleados, contrata a un hatajo de consultores que se dedicarán a obstaculizar el trabajo del personal durante varias semanas para finalmente, en el mejor de los casos, decirnos lo que ya sabíamos, y en el peor, obsequiarnos con un diagnóstico alejado por completo de la realidad y unas soluciones a la medida de los deseos de la dirección. Pero en último término la ayuda más inestimable para todos esos parásitos es la que consiguen de muchos políticos que establecen el marco legislativo idóneo para que puedan reproducirse como ratas. La variopinta cadena de elementos excesivamente vagos, prudentes, temerosos u oportunistas que resulta de todo ello configura un sector de la población que, con independencia de su nivel de ingresos, sobrevive y medra a costa de los demás.

Este tipo de consideraciones justificaría quizá una nueva taxonomía de las actividades profesionales, de tal manera que la tradicional distinción entre quienes generan plusvalía y quienes se la apropian podría ser reemplazada por la diferenciación entre los productores de minusvalía y las víctimas de esta peculiar forma de extorsión. ¡Cuántos ingresos recaudaría el Estado, y sin duda con criterios más equitativos, si aplicara un IVS (impuesto sobre el valor sustraído)! Por ejemplo, el Gobierno vasco dedica cada año 36 millones de euros a la enseñanza del euskera. Si no fuera porque el Gobierno español se dejó despojar hace tiempo de las competencias necesarias para evitar ese tipo de despilfarro, se podría idear un impuesto disuasorio contra tales iniciativas. Se podría calcular el número de horas perdidas aprendiendo euskera (en general infructuosamente), y cuantificar de alguna manera el coste de oportunidad correspondiente. En términos monetarios, la cosa está clara: gracias entre otras cosas al tan envidiado Cupo vasco, se absorbe dinero de todos los contribuyentes (nacionalistas o no, vascos o no) y se canalizan hacia ciudadanos vascos nacionalistas. Y en términos de tiempo cabe interpretar que cada año el gobierno vasco prefiere dedicar, pongamos, un millón de horas a dificultar la comunicación entre la gente (las lenguas son el peor enemigo del lenguaje) antes que a mejorar la sanidad o la asistencia a los ancianos (En 2004 Hacienda tuvo que inyectar 80 millones extraordinarios para aliviar la situación de la Sanidad vasca). Un impuesto estatal sobre el valor sustraído de esa y otras maneras por los gobiernos locales sería una medida muy en consonancia tanto con el afán de justicia social que se supone que debe presidir la acción de cualquier gobierno socialista como con esa eficiencia económica que suelen encarecer los gobiernos de derechas.

Huelga decir que el argumento básico contra los desvaríos nacionalistas es el que subraya que sólo existen derechos individuales, no derechos de pueblos o territorios. Pero esa idea es reiteradamente ignorada por los nacionalistas, es difícil saber si porque no encuentran el modo de rebatirla o porque el esfuerzo requerido para asimilarla supera su capacidad intelectual. Pues bien, bajemos del plano abstracto de los derechos de las personas al más concreto del bolsillo de los nacionalistas, a ver si conseguimos de una vez que dejen de externalizar el coste real -económico y humano- de sus caprichos identitarios.

Así pues, una manera de blindar la crítica de los nacionalismos consiste en enmarcarla en la crítica general de quienes nos hacen perder el tiempo, sea cual sea el mecanismo por el que nos obliguen a ello (la vida es demasiado corta, y el mundo demasiado complicado, como para seguir permitiendo que esos tipos se salgan impunemente con la suya). Ahora bien, en lo que se refiere en concreto al uso de las lenguas, para que ese blindaje sea coherente, es necesario asumir que en determinadas circunstancias el español deberá ceder ante otros idiomas mayoritarios, fundamentalmente el inglés. No le faltaba razón a Albert Branchadell al exigir esa actitud como garantía de calidad del internacionalismo lingüístico. Se equivocaba en cambio al suponer que quienes criticamos el uso de las lenguas periféricas en el Congreso de los Diputados somos también defensores acérrimos del español en las instituciones europeas.

En realidad, exceptuando la mencionada exigencia de coherencia a los defensores de toda tendencia que favorezca a las grandes lenguas espontáneamente -repito, espontáneamente, eso también nos diferencia de los provincianos lingüísticos-, Branchadell erraba en todo lo demás. Acusando al internacionalismo lingüístico de antidemocrático, nos venía a decir que los hablantes de lenguas minoritarias deben tener más derechos que los de lenguas mayoritarias. Esa aberración está en la base del modelo de enseñanza impuesto en Cataluña, basado exclusivamente en el catalán: eso sí es poco democrático. De nuevo, se atribuyen más derechos a las lenguas que a las personas. Pero es que, además, se incurre en el error de identificar inferioridad e injusticia, lo que puede conducirnos a conclusiones algo aberrantes: en efecto, si admitimos que el catalán, por tener menos hablantes que el castellano, tiene derecho a robárselos a éste (porque imponerse por la fuerza de las leyes y las subvenciones económicas equivale en este caso a robar), y si complementamos esa idea con otra premisa difícilmente rebatible como la de que las personas tienen más derechos que las cosas, cabe colegir que el hecho de que un individuo tenga menos dinero que otro le autorizará a arrebatarle ese plus de riqueza. Considerando este planteamiento, no se entiende la permanente indignación de los catalanes ante lo que califican de expolio por parte de las regiones más pobres de España. El victimismo catalán, si fuera consecuente, conduciría a la revolución, pero la única revolución que se observa en Cataluña es la de la autocomplacencia y el consenso de un pueblo chiruquero y conformista hasta la médula. No está lejos el día en que el tripartito se verá reemplazado por un Pentapartit del gran consens. O sea, el partido único.

 

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