¿SENTIDO COMÚN O SINSENTIDO?
(El
teleologismo catalanista se estrella en Quebec)
La
postura del Gobierno contra el separatismo catalán se basa fundamentalmente en
el hecho de que el referéndum propuesto es incompatible con la Constitución.
Frente a ello, los independentistas enarbolan el "sentido común":
nada hay más lógico y más demócrata que consultar al pueblo para saber lo que
desea. Este planteamiento populista está teniendo mucho gancho, a juzgar por la
gran cantidad de personas que lo aceptan sin rechistar aun siendo contrarias a
la independencia. A poco que recapacitemos, sin embargo, nos daremos cuenta de
que esa apelación al sentido común se queda maliciosamente a medio camino. Ya
va siendo hora de obligar a los nacionalistas a ser coherentes, a hacerles
recorrer íntegramente ese trayecto para que vean que lo que les espera al final
es justamente lo contrario de lo que pretenden.
Recordemos
la derrota sufrida por el Partido Quebequés en Canadá el pasado 7 de abril.
Dicha debacle es muy significativa por sí misma, pero más aún si la enmarcamos
en la evolución seguida por el voto independentista en los últimos 35 años.
Así, en el referéndum de 1980 votaron a favor de la independencia el 40% de
quienes acudieron a las urnas; en una segunda consulta organizada 15 años
después rozaron el 50%, pero hace unos meses el PQ obtuvo solo el 25% de los
votos en las elecciones que de forma oportunista convocó la primera ministra.
Es más, solo un mes antes de los comicios ese partido estaba empatado con los
liberales, pero el día de las elecciones la diferencia entre ambos fue nada
menos que de 16 puntos.
¿Qué
demuestra eso? Muy sencillo, que el voto independentista no tiene por qué
seguir una trayectoria triunfalmente ascendente. Peor (o mejor) aún, ese voto
puede experimentar una enorme volatilidad incluso en el contexto de unas mismas
elecciones. Los catalanistas deliran cuando interpretan un aumento abrupto de
la intención de voto separatista en pocos meses como la manifestación de una
necesidad histórica. O sea, además de reaccionarios, nos han salido marxistas.
Pero
lo más inquietante es que la mayoría de los constitucionalistas han incorporado
a sus planteamientos el teleologismo que impregna el discurso de los
separatistas. La firmeza de Rajoy es solo aparente: ha sucumbido a la
propaganda nacionalista, toda vez que no se le ocurre cuestionar esa mayoría
contundente que los catalanistas postulan como inevitable e irreversible para
el día después; lo único que cuestiona es el procedimiento seguido para sacarla
a la luz. Al darla por buena tácitamente, la única manera de evitar que le
acusen de antidemócrata es remitirse a una fuerza mayor como es la
Constitución. Frente a la necesidad histórica, en definitiva, no ha sabido
hacer otra cosa que esgrimir machaconamente la necesidad de la Ley. Ya lo dijo
en su día: ni con 500 cafés se podrá sortear el texto fundamental. Esto no es
un choque de trenes, esto es un choque de necesidades metafísicas.
Huelga
decir que para los oídos de la opinión pública catalana, pero también para los
de la progresía federalista/terceraviista del resto de España, cualquier
referencia al imperio de la ley constituye una música sospechosa, de tintes
wagnerianos, por oposición a las cautivadoras melodías folkies que gasta la
hiperdemocracia asamblearia. De ahí la necesidad urgente de contraatacar y, sin
negar que es preciso defender la legalidad, adoptar paralelamente un discurso
orientado ante todo a desmontar la trampa democrática tendida por los
separatistas. Dicho discurso podría resumirse diciendo que solo se reconocerán
como dignas de respeto democrático las mayorías que satisfagan las cinco
condiciones siguientes:
1 - No verse precedidas por una etapa de décadas de control
ideológico-lingüístico.
2 - Sobrepasar muy holgadamente el umbral del 50%. No parece un abuso
exigir dos tercios de los votos, entre otras cosas porque esa es la mayoría que
prevé para las dos cámaras el artículo 168 de la Constitución si se quiere
reformar este texto.
3
- Verse precedidas durante varios lustros de sondeos rigurosos que demuestren
que se trata de mayorías afianzadas. Cada sondeo que situase el apoyo a la
secesión por debajo del 50% pondría el marcador a cero pues demostraría la
fragilidad del sentimiento independentista. Recordemos que la historia reciente
otorga a los independentistas catalanes un suelo del 20% y un techo del
50%.
4 - Haber respetado las reglas de juego básicas: nada de rebajar de
repente la edad de voto a los 16 años.
5 - Reconocer que en el nuevo país independiente se concederá
exactamente el mismo derecho a la independencia o la reunificación con España,
con arreglo a los cuatro criterios precedentes, a cualquier parte del
territorio que lo desee. Con esto se estaría aplicando ni más ni menos que el
mismo principio de divisibilidad establecido por el Tribunal Supremo de Canadá
(que hace allí las veces de Constitucional) como condición de cualquier nuevo
referéndum en Quebec.
El
punto 1 está destinado a ser calificado de subjetivo por los separatistas, pero
conocemos de sobra los numerosos atropellos cometidos por la Generalitat a lo
largo de los últimos 30 años, desde la represión lingüística en todos los
ámbitos, pasando por el adoctrinamiento de los escolares, la manipulación de
sondeos y el sesgo informativo de los medios de comunicación catalanes, hasta
el incumplimiento de sentencias del Supremo y el Constitucional.
La
lógica democrática de los requisitos 2 y 3 es abrumadora si pensamos en el mal
efecto que causaría un partido que entre sus promesas electorales incluyera la
decisión de ocupar irreversiblemente el poder en caso de ganar con más del 50%
de los votos. Eso no los convertiría en más demócratas que nadie sino en
dictadores, pero los nacionalistas razonan de ese modo impunemente.
La
necesidad de incluir el punto 4 demuestra lo lejos que ha llegado la desfachatez
de los nacionalistas catalanes, que saben muy bien que la franja de 16 a 18
años, especialmente rica en cerebros
lavados por su propaganda, es crucial para inclinar la balanza lo justo para
obtener una ajustadísima mayoría.
Por
último, el punto 5 apela a un mínimo sentido de la coherencia y es difícilmente
rebatible como ejemplo de la norma básica “No impidas hacer a otros lo que tú
mismo exigiste como derecho”.
Exceptuando
la primera y cuarta condiciones, los requisitos apuntados siguen la estela de
la orientación general facilitada por el Supremo de Canadá. El Gobierno estaría
por tanto limitándose a aplicar virtualmente la jurisprudencia más reciente y meditada
disponible sobre el tema como un sucedáneo informal (carente de validez
jurídica en nuestro país pero con un valor práctico inestimable en esta
coyuntura) del resultado de un eventual proceso de reforma de la Constitución.
Ahora
bien, dicho todo ello, llegamos a un giro crucial en este razonamiento.
Supongamos que los nacionalistas catalanes se tranquilizan un poco, que dentro
de un par de años se acaba modificando la Constitución para permitir que las
autonomías convoquen referéndums, que Cataluña se apresura entonces a hacerlo y
que vence la opción de la autodeterminación. ¿Habrían avanzado algo en sus
pretensiones los nacionalistas? En la práctica ni un milímetro, pues Cataluña
no cumpliría la mayoría de las cinco condiciones estipuladas, cualquiera que
fuese el resultado del referéndum, de unas elecciones plebiscitarias o de
cualquier otra variedad esperpéntica de (ex)presión popular que se inventaran.
El largo y tedioso camino de reforma constitucional no habría servido de nada.
Ante esa perspectiva, la opción más razonable para el Gobierno es subrayar que
su “inmovilismo” responde a la firme convicción de que es preciso que se
satisfagan todos esos requisitos y de que, en vista de que ni es así ahora ni
puede serlo a medio plazo, no hay ninguna necesidad urgente de iniciar
negociaciones para revisar el articulado de la Constitución.
En
cualquier caso, imponiendo a priori
las cinco condiciones el Gobierno podría distanciarse de un discurso legalista
que, por monotemático, le está haciendo perder apoyos. Es más, si tuviera
agallas podría incluso declarar que está dispuesto a reformar la Constitución
siempre que se garantice que se reflejarán en ella esas condiciones sin
atenuante alguno. El previsible rechazo de las mismas propiciaría un
interesante debate que pondría en evidencia a los separatistas y a sus
compañeros de viaje y permitiría pasar a dominar la situación acusándoles a
ellos de inmovilistas y antidemócratas por no admitir unos requisitos acordes
con ese sentido común que tanto ensalzan. El Estado habría pasado a dominar los
dos frentes abiertos en esta batalla: el de la legalidad, como hasta ahora,
pero también el de la legitimidad, en el que los nacionalistas creen haberse
hecho fuertes. Eso permitiría, llegado el caso, justificar medidas drásticas
como el envío de la Guardia Civil el 9N para desmontar las urnas o la detención
de Artur Mas, pues tales decisiones se enmarcarían de forma natural en el
derecho del Estado a defenderse de unos golpistas que se habrían retratado ya sobradamente
como antidemócratas al rechazar las condiciones que impone el "sentido
común" para conocer la opinión real y sostenida -no coyuntural- de los
habitantes de Cataluña.
Julio de 2014
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