C3C

 

"LAS RAZAS NO EXISTEN" (Y LA INTELIGENCIA TAMPOCO, ¿NO?)

 

-1- Sin embargo, ya en 2004, Francis Collins, copresentador del genoma humano junto con Craig Venter cuatro años antes, reconoció en un artículo publicado en Nature Genetics que  “no es estrictamente cierto que la raza o la etnia no tengan un sustrato biológico”. Se basaba para decir eso (no entraremos a valorar la cautela políticamente correcta que revela la construcción gramatical de la frase: sumar dos negaciones para que se note menos la afirmación) en un estudio de genética de poblaciones realizado en 2002 por Noah Rosenberg y publicado en Science. En ese trabajo se utilizaron más de mil muestras de genomas de 52 poblaciones de todo el mundo. Un algoritmo informático complejo clasificó las muestras en función de más de 4000 alelos distintos dispersos por el genoma, estableciendo así varios grupos claramente diferenciables por su perfil genético, y esos grupos, oh sorpresa, coincidían con las razas con las que se habían identificado las personas que habían proporcionado las muestras. Dicho de otro modo, un programa informático, actuando a ciegas, puede determinar si una persona pertenece a una raza u otra. Y no a razas asignadas por los investigadores basándose en sus “prejuicios”, sino a la raza a la que uno haya dicho pertenecer.

-2- Sin embargo, sin necesidad de potentes ordenadores, hacía ya mucho tiempo que se sabía que había diferencias bioquímicas entre las razas, por ejemplo en lo relativo a la tolerancia a la lactosa, la tolerancia al alcohol, la resistencia a la malaria, la resistencia al VIH, los grupos ABO. Hay diferencias también en el porcentaje de portadores de distintos alelos de los genes que codifican la fosfatasa ácida, las haptoglobinas, las beta-lipoproteínas, etcétera (Genética de las poblaciones humanas, Cavalli-Sforza & Bodmer). Y hay centenares de enfermedades cuya incidencia depende marcadamente de la raza, entre ellas las que presenta como ejemplo esta página de Wikipedia.

-3- Sin embargo, muchos ensayos clínicos de fármacos se hacen diferenciando las características raciales para evitar que lo que no funcione en los caucásicos, por ejemplo, se descarte alegremente para los negros. Gracias a eso, por ejemplo, los afroamericanos disponen ahora de un nuevo fármaco – BiDil- contra la insuficiencia cardiaca. Los IECA, otro tipo de fármacos antihipertensivos, funcionan en los blancos pero no en los negros.
                            La Pharmacogenetics for Every Nation Initivative (PGENI) tiene como objetivo identificar en los grupos étnicos principales de diversos países las variantes genéticas que más influyen en su distinta respuesta a los fármacos (efectos terapéuticos y adversos), centrándose al parecer en la Lista de medicamentos esenciales recomendada por la OMS. Los objetivos de esta iniciativa ponen de manifiesto que se ha asumido ya como algo normal que las poblaciones de los distintos países difieren estadísticamente lo suficiente como para que tenga sentido personalizar (“nacionalizar”) las recomendaciones de uso de los medicamentos.
                            Con ocasión del Día Mundial de la Hepatitis 2011, por ejemplo, la PGENI difundió un mapa de la respuesta de la hepatitis C al tratamiento con interferón. Se ve claramente que las poblaciones subsaharianas y mexicanas poseen un alelo del gen IL28B que hace que respondan peor al interferón. Los pacientes con la versión “buena” del gen responden el 70% de las veces, mientras que los que poseen la versión mala lo hacen solo el 30% de las veces.

-4- Sin embargo, hace ya una década que está en marcha el proyecto internacional HapMap, cuya finalidad es cartografiar los haplotipos (combinaciones de genes o marcadores genéticos que se encuentran muy próximos en los cromosomas y tienden a heredarse juntos) de las poblaciones. Esta iniciativa reemplazó al Proyecto Diversidad del Genoma Humano, que apenas tuvo recorrido tras la lluvia de críticas recibidas por parte de quienes consideraban que los datos que se obtuviesen se emplearían para consolidar el concepto de raza. Para desembarazarse de esas connotaciones, se decidió rebautizar el proyecto y plantearlo como la búsqueda de diferencias genéticas “entre poblaciones” que facilitasen el diagnóstico de enfermedades y permitieran personalizar mejor los tratamientos.
                            Pese a la maniobra, y no podía ser de otra manera, los datos aportados por el proyecto no hacen más que corroborar una y otra vez las muchas diferencias genéticas existentes entre las razas.  Un ejemplo bastante significativo es este mapa de haplogrupos en Europa. Llaman la atención el claro gradiente existente de norte a sur, la proximidad genética de griegos y balcánicos a las poblaciones de Turquía y Oriente Medio, y la práctica ausencia en Europa central y oocidental del haplogrupo E, masivo sin embargo en el norte de África.

-5- Con ese telón de fondo, es pertinente recordar que ya dentro de una misma raza la mera diferencia del escuchimizado cromosoma Y -unas decenas de genes operativos, la mayoría redundantes- determina las amplias diferencias entre hombre y mujer que todos conocemos. De hecho, un  estudio realizado en ratones ha demostrado que hay miles de genes que se expresan de distinto modo en los dos sexos, es decir, basta un puñado ridículo de genes para que el perfil global de la actividad génica se transforme radicalmente. Ahora bien, paradójicamente, nos empeñamos en negar a priori la influencia de centenares o miles de genes en el comportamiento y la inteligencia de las distintas razas? El pensamiento políticamente correcto nos obliga a suponer que los genes responsables de cambios en la apariencia física se han segregado sin llevar nunca al lado otro gen o genes con influencia en la personalidad. Estadísticamente, cualquier genetista sabe que eso es harto improbable, aunque sólo sea porque la mayor parte de los genes que poseemos se expresan en el cerebro ("Los científicos no lo tienen fácil para encontrar genes específicos del cerebro... Muchos de ellos son solo variantes de viejos temas, nuevas configuraciones más precisas de viejas proteínas”, en The Birth of the Mind - How a tiny number of genes creates the complexities of human thought, Gary Marcus, Basic Books, 2004). Qué curioso sería que la evolución se hubiese encargado de supervisar durante decenas de miles de años (cual demonio de Maxwell) la más mínima mutación para garantizar que ninguna de las diferencias en el fenotipo físico se acompañara de cambios del comportamiento y las facultades cognitivas... Para garantizar que todos fuésemos “iguales”.

(Actualización, julio de 2014) Veamos otro ejemplo de lo mismo. Los afectados por el síndrome de Williams sufren todo tipo de problemas físicos. Sus rasgos faciales son inconfundibles. Algo curioso es que su marcado retraso mental no les impide asimilar un vocabulario muy rico. Son extremadamente sociables (por ejemplo, no presentan sesgo emocional alguno frente a personas de otras razas) y sienten auténtica pasión por la música. El origen de todo es la pérdida de un fragmento de unos 15-25 genes en el cromosoma 7. Ese número de genes equivale apenas a una milésima del total. Vemos por tanto que una diferencia de aproximadamente 0,1% puede traducirse en un montón de rasgos fenotípicos altamente peculiares, y que esos rasgos son tanto físicos como mentales. Muy probablemente lo que ocurre no es que una parte de esos genes afecte a funciones mentales y otra parte a aspectos físicos, sino que cada uno de esos genes, o la mayoría, influya por diversos mecanismos, pleiotrópicamente, tanto en el desarrollo físico como en la capacidad mental. 

-6- En apoyo de lo anterior, es obligado referirse a un experimento llevado a cabo por D.K. Belyaev. Veamos cómo describe Richard Dawkins ese experimento en su maravilloso libro The Anscestor's Tale, un ameno recorrido retrógrado por los antecesores ("concestores") del hombre:

 

 “Usando zorros plateados, Vulpes vulpes, mantenidos en cautividad, D.R. Belyaev y sus colegas seleccionaron a los más dóciles y consiguieron resultados espectaculares. Domesticando juntos a los más mansos de cada generación, Belyaev consiguió en un lapso de 20 años zorros que se comportaban como border collies, que buscaban activamente la compañía del hombre y movían la cola cuando alguien se les acercaba. No parece muy sorprendente, pero la velocidad a la que se produjo esa transformación resulta llamativa. Menos previsibles aún fueron los subproductos de esa selección de los más mansos. Estos zorros genéticamente domesticados no solo se comportaban como collies, sino que se asemejaban a los collies [...]. Desarrollaron unas simpáticas orejas largas y suaves; cambió su perfil de hormonas sexuales; [...]; sus niveles de serotonina aumentaron... “.

 

                            A ello hay que añadir otros cambios, como fueron una disminución de los niveles de cortisol (hormona asociada al estrés), la aparición de manchas blancas en el pelaje y hocicos más cortos. Esa combinación de rasgos se obtiene también domesticando caballos, cerdos, ovejas y vacas. (Sobre la traducción de esto en el ser humano, véase el microensayo C3C “Laboratorio asiático”).

 

                            Vemos, por tanto, que la selección, deliberada o fortuita, de un determinado comportamiento trae aparejada la selección de ciertos rasgos físicos. Y a la inversa, claro está. Simplemente porque los genes con influencia en el cerebro y en el aspecto físico están desperdigados al azar por el genoma, de modo que la selección empírica de unos arrastrará a otros.

-7- Según leo en un artículo de National Geographic (febrero de 2012) sobre la genética del perro, ha sido una sorpresa constatar recientemente que la enorme diversidad de razas de esta subespecie de Canis lupus depende de variaciones que afectan solo a un puñado de genes. Una posible explicación, se dice en el artículo, es que a lo largo del proceso de domesticación y selección de rasgos, las mutaciones que fortuitamente tuvieron un gran efecto habrían sido inmediatamente seleccionadas por el hombre aunque solo fuera por su originalidad, pero seguramente para aprovecharlas con fines de caza, pastoreo, defensa, etc. Pero eso viene a corroborar una vez más que pequeñas variación genéticas pueden trastocar totalmente la morfología y la conducta de cualquier organismo.          

-8- Pensar que un 0,1% de diferencias genéticas entre razas es una bagatela, por ejemplo, no tiene ningún sentido: eso supone aproximadamente 3 millones de nucleótidos, y se acumula la evidencia de que un solo nucleótido puede causar diferencias notables de comportamiento (Scientific American Mind, April/May 2006), que eventualmente determinarían sociedades totalmente distintas (la mayoría quizá inviables):

 

“Cori Bargmann… ha estudiado dos variantes del nematodo del suelo Caenorhabditis elegans que se diferencian por sus hábitos alimentarios. Uno es solitario y busca alimento a solas, mientras que el otro es social y busca comida en grupo. La única diferencia entre ambos es un solo aminoácido en lo que por lo demás son proteínas receptoras idénticas. Cuando se transfiere el receptor de un gusano social a uno solitario, este se hace sociable“.

 

“Otro ejemplo es el cortejo del macho en la mosca de la fruta.. Hay una proteína clave, fruitless, que determina ese comportamiento instintivo, y que se expresa de distinto modo en los machos y en las hembras... Las moscas hembra que expresan la variante de los machos tienden a cortejar y montar a otras hembras, o a machos modificados genéticamente para producir un olor a hembra mediado por una feromona”.

 

- “Después de 21 generaciones, eran 30 veces más agresivas que los controles, utilizando como criterio un índice de su combatividad. No solo iniciaban más enfrentamientos, y estos duraban más, sino que eran más feroces, sometiendo y volteando a sus oponentes en lugar de limitarse a perseguirlos y golpearlos. El análisis del genoma reveló que las moscas agresivas expresaban en su cerebro una mayor actividad de la enzima CYP6a20. Esta enzima es producida por un solo gen. (Véase aquí la referencia).

                                                Vemos por tanto que abundan los casos en los que un solo gen o incluso una mutación que afecte a un solo aminoácido puede transformar radicalmente a un animal, convirtiéndolo en solitario, en homosexual o en un elemento mucho más agresivo. De ahí lo absurdo de creer que un 99,9% de similitud genética implique la inexistencia de diferencias comportamentales.

 

-9- Lo contrario de la pleiotropía es que un rasgo fenotípico esté determinado por multitud de genes. Así ocurre con la estatura, determinada por unas 200 regiones del genoma. La complejidad de la interacción entre esos genes no le impide a nadie, que yo sepa, admitir la observación empírica de que la altura de las personas está estrechamente relacionada con la de sus progenitores. La obesidad también está determinada por centenares de genes (unos 600, según estimaciones con los datos actuales), y sin embargo todos padecemos la dictadura de la recuperación ineluctable de peso tras cualquier dieta, o sea, todos sufrimos la fuerza del determinismo encarnada en la sensación de hambre y preferencia por alimentos hipercalóricos. Ahora bien, un argumento habitual entre quienes niegan la verdadera magnitud de la influencia genética en la inteligencia consiste en resaltar los muchísimos genes de los que depende. Sí, probablemente son muchos, pero que alguien me explique, por favor, por qué extrañas razones el determinismo múltiple ha de acabar desembocando en el indeterminismo.  No hace falta ser programador ni matemático para entender que, si en una ecuación la variable dependiente depende de un centenar de factores, a cada conjunto específico de valores de esos factores le corresponderá siempre el mismo resultado.
                            Las mentes más retorcidas podrán objetar que la evolución a lo largo del tiempo de una variable en función de otras que en algunos casos dependen a su vez directa o indirectamente de ella es, como se ha demostrado, muy sensible a cualquier diferencia infinitesinal de las condiciones iniciales. Pero no se entiende que esas oscilaciones deban traducirse sistemáticamente en menos determinismo. Con el mismo derecho podría yo suponer lo contrario, de modo que no ha lugar a esa réplica.

-10- Sabemos desde hace poco que los humanos no africanos compartimos un 1%-4% de los genes con nuestros primos neandertales, como consecuencia de los cruces que hubo entre unos y otros en los pocos miles de años en que coincidieron, hace alrededor de 30 000 años, en la gélida Europa. La incorporación de un porcentaje tan importante de genes nuevos supuso sin duda un enriquecimiento de nuestro genoma, tanto por la mayor variabilidad que eso significa como por el hecho de que esos genes tenían que estar especialmente adaptados al clima y la orografía. Por razones simplemente estadísticas, cabe pensar que muchos de esos genes (o variantes de genes) conferían ventajas cognitivas, ventajas de las que solo nos hemos podido beneficiar los no africanos.  Uno de los regalos recibidos fue al parecer una variante del gen de la microcefalina, proteína implicada en el desarrollo cerebral. Esa variante se propagó a la velocidad del rayo, hasta el punto de que hoy día la poseen el 70% de los no africanos, y eso solo puede explicarse asumiendo que dicha variante confiere una enorme ventaje selectiva, aunque por ahora se desconozca cuál.
 

-11- Otra falacia que hacen circular los temerosos del determinismo genético es que las mutaciones se propagan muy lentamente, de modo que en las aproximadamente 4000 generaciones que se han  sucedido desde que salimos de África no puede haber habido grandes cambios entre los genomas de dos personas cualesquiera, por más alejados que sean sus lugares de origen. Pero hace ya años que sabemos que eso no es así. Aconsejo la lectura de este artículo, del que entresaco un par de frases:

 

“Los investigadores analizaron los genomas de 209 personas de Nigeria, Asia oriental y Europa. En las tres poblaciones hallaron numerosos indicios de un proceso de selección reciente... Solo una quinta parte de las 700 regiones genéticas identificadas eran comunes a por lo menos dos de los grupos; el resto eran características de una sola población. Ello respalda la idea de que se trata de adaptaciones recientes”.  1

 

                            Otros estudios también han demostrado que el ser humano sigue evolucionando, los hombres siguen diferenciándose unos de otros, y las razas divergiendo, y ello a un ritmo no precisamente irrisorio: unos 1800 genes están sufriendo transformaciones por presiones selectivas (no como consecuencia de la simple deriva genética) en este momento (http://www.pnas.org/cgi/content/full/103/1/135 ).                         

                            Ejemplos de rasgos propagados por selección natural con gran rapidez en los últimos milenios o decenas de milenios son la tolerancia a bajos niveles de oxígeno entre los tibetanos, “nacida” hace solo unos 3000 años; el incremento del grosor del pelo entre las poblaciones de Asia oriental como posible adaptación al frío, de resultas de la aparición de una nueva versión del gen EDAR; o la aparición de la piel blanca, proceso en el que intervienen 25 genes relacionados con la melanina.

                            Por último, no olvidemos el experimento descrito en punto 6 supra: si en 20 años se puede hacer aflorar una asociación tan brutal entre el aspecto y el comportamiento de los zorros, ¡qué no habrá ocurrido durante los 100 000 años de evolución de nuestra especie, como resultado de innumerables estrangulamientos geográficos y aislamientos físicos de todo tipo entre los grupos humanos y de la presión de muy distintos ambientes!
                            A quien quiera conocer más a fondo el tema le remito al libro The 10,000 year explosion.
How Civilization Accelerated Evolution. Otra referencia interesante, accesible en línea, es este artículo de la sección de Ciencia del New York Times.

 

-12- (Actualización, julio de 2014) Según se explica aquí, la tolerancia a la falta de oxígeno entre los tibetanos, mencionada en el punto anterior, tiene su origen en un gen transmitido por los denisovanos, homínidos que llegaron a Asia mucho antes que Homo sapiens y que desaparecieron hace unos 40 000 años. La cifra de 3000 años antes citada como origen del desarrollo de esta forma de resistencia a las grandes alturas correspondería por tanto al momento de expansión de ese gen, que hasta entonces habría sobrevivido de forma marginal entre la población.

                            Lo importante de este descubrimiento es que demuestra que, tras su salida de África, la especie humana se ha cruzado no solo con neandertales sino también con otros tipos de homínidos. Eso supone la inyección, aquí y allá, de genes que habrían pasado por un proceso independiente –paralelo- de selección de cientos de miles de años antes de su incorporación a la especie humana. Añadida a la evolución gradual de Homo sapiens, por consiguiente, en distintos puntos del planeta encontraríamos un enriquecimiento específico de su genoma que podría explicar una parte de las diferencias entre razas. Cabe suponer que la mayoría de las veces esos genes o variantes genéticas habrán tenido algún tipo de valor adaptativo.

 

-13- Otra vía de escape a la que recurren los igualitaristas biológicos en los debates sobre la raza y la inteligencia consiste en afirmar que esta es un concepto escurridizo, poco menos que un constructo social, viniendo así a aplicar en este caso la misma táctica empleada con el concepto de raza. Ahora bien, no se entiende que, si es solo una entelequia, la inteligencia esté correlacionada con tantísimas cosas: positivamente con el rendimiento escolar, el nivel de ingresos a lo largo de la vida, el atractivo físico, la estatura, la miopía, la calidad del semen, la cantidad de materia gris cerebral, los trastornos obsesivo-compulsivos, etc., y negativamente con la agresividad, la religiosidad, la hipermetropía, la escrupulosidad, etc. Si algo no existe, si algo no corresponde a nada real, no puede ser que guarde relación alguna con un montón de factores, en su mayoría físicos, incuestionablemente objetivos y en su mayoría acordes con lo que dicta nuestra intuición o nos ha enseñado la experiencia. De la misma manera que es imposible establecer ninguna correlación entre las “dosis” de un remedio homeopático y cualquier parámetro objetivo, como por ejemplo sus efectos en un animal de laboratorio, la intensidad de su efecto placebo en el hombre o la aparición de efectos secundarios. Sin embargo, estoy seguro de que la mayoría de quienes niegan la realidad de las razas y de la inteligencia creen a pies juntillas que la homeopatía tiene efectos beneficiosos.

                            Por cierto, no puedo dejar de mencionar aquí el caso de una conocida que, habiéndome recordado con orgullo que los psicólogos habían atribuido a su hijo un cociente intelectual de 130, después de discurrir la conversación por otros vericuetos, se indignó súbitamente ante mis opiniones “racistas” porque, me dijo con gran aplomo, medir la inteligencia es una tarea imposible.

   

-14- Un nuevo reducto en el que se refugian los negacionistas genéticos es la epigenética.  La constatación de que el entorno influye en la expresión de los genes, por ejemplo mediante metilaciones y cambios de la longitud de los telómeros, sería al parecer un torpedo en la línea de flotación del determinismo genético. Ingenuos, no se dan cuenta de que lo que realmente ha hecho la epigenética es ampliar el determinismo más allá de los genes. Y es que hasta ahora se consideraba que lo no genético era sinónimo de manipulable, sobre todo  mediante la educación (tabla rasa), pero lo que se deduce de los nuevos descubrimientos es que de ese 50% de porcentaje aproximado de influencia de factores no genéticos que revelan los análisis de rasgos comportamentales entre pares de gemelos, una buena parte, quizá la mitad, se debe a procesos que intervienen antes del comienzo de los años de educación: alimentación y estrés de la madre durante el embarazo, características del parto, cariño recibido en los primeros meses de vida, infecciones sufridas durante la primera infancia, etc. Sí, es posible manipular algunos de esos factores, pero de ello no cabe esperar nada más allá de un efecto general beneficioso sobre la salud física y mental del individuo, y además eso es algo que solo pueden permitirse, y no todas, las mujeres de los países desarrollados. En esto ocurre como con las familias felices y las infelices: solo hay una manera de garantizar la buena salud del niño, pero hay mil riesgos que pueden hacer que se malogre su desarrollo, y mil riesgos por tanto de encontrarse finalmente con un estropicio u otro de carácter irreversible. O sea, hay maleabilidad “después” de los genes, sí, pero no la que a ellos les gustaría. Si se considera que indeterminismo equivale a disponer de un abanico de opciones de manipulación racional, está claro que el ganador es el determinismo.

 

-15- (Actualización, julio de 2014). Acaba de comprobarse (ver esto) que la inteligencia de los chimpancés tiene un importante componente genético. Concretamente, en torno al 54% de la variación del factor “g” (inteligencia general) se explica por los genes recibidos. Un detalle importante, según leo en la noticia al respecto publicada en ABC, es que ese efecto no se ve afectado lo más mínimo cuando el pequeño chimpancé es criado por una humana en lugar de la madre biológica. Que un “ambiente” tan radicalmente distinto no tenga influencia alguna en la heredabilidad es algo especialmente significativo, pues viene a corroborar por una vía inesperada –y por tanto con mayor fuerza probatoria- los resultados obtenidos con gemelos separados y criados en entornos muy distintos.

                            Otro detalle importante es que se confirma también de forma colateral la realidad del factor “g”, que viene a ser una síntesis de distintos indicadores de la inteligencia. Muchos nurturistas ponen en duda que ese concepto corresponda a algo real. Ahora bien, razonando en términos parecidos a como lo hacía en el punto 13, si resulta que hay habilidades de muy diverso tipo que tienden a aparecer juntas, negar alegremente a priori la existencia de un sustrato común a todas ellas revela escaso rigor científico. La reaparición de ese “constructo” en nuestro pariente el chimpancé en un contexto que exige la utilización de indicadores totalmente distintos es una agradable sorpresa, que destroza definitivamente la ya escasa credibilidad de que gozaban quienes se niegan a medir la inteligencia.

 

-16- (Actualización, julio de 2014). La reaparición en un primate próximo de porcentajes de heredabilidad que oscilan en torno al 50%, como en el caso del hombre, nos autoriza a especular con la posibilidad de que ese reparto equitativo de los determinantes de las facultades cognitivas entre genes y ambiente, mantenido a lo largo de millones de años (como mínimo los 6 millones de años transcurridos desde que nos separamos del chimpancé), constituya una ventaja evolutiva. Recordemos también que, vaya coincidencia, la heredabilidad de los cinco rasgos principales de la personalidad (extroversión, meticulosidad, neuroticismo, amabilidad y apertura a nuevas experiencias) oscila muy estrechamente en torno al 50%.

                            Todo lleva a pensar, por tanto, que desde hace muchos millones de años la naturaleza viene velando con primoroso cuidado por los primates, humanos y no humanos, para que no nos convirtamos ni en unos robots rígidamente programados desde el nacimiento, con el peligro asociado de extinción en caso de cambio radical del medio, ni en esa tabla rasa que muchos querrían que fuésemos al nacer, que nos dejaría demasiado expuestos a los caprichos de nuestro entorno inmediato. Es muy probable que los cambios epigenéticos sean precisamente los “botones” que pulse la naturaleza para jugar con el 50% modificable en función de la información que le llegue del ambiente a lo largo del desarrollo del individuo. En cualquier caso, todo ello huele bastante a principio antrópico: esta “explicación” de nuestra improbabilísima aparición en el universo se presta fácilmente para que la apliquemos también a nivel “micro” como explicación de ese reiterado hallazgo de un reparto de papeles fifty-fifty entre genes y ambiente. Si la naturaleza no hubiese hecho ese reparto, no habríamos llegado hasta aquí para contarlo. 

                            Por último, una propuesta de investigación algo rocambolesca: estudiar en el chimpancé la heredabilidad del equivalente a los cinco rasgos de personalidad arriba citados. ¿Un 50% también? Lo más divertido puede ser el proceso seguido para determinar las pruebas más idóneas para poner de relieve esos equivalentes (aunque no quiero pecar de adanista: quizá se haya hecho ya).

 

                   Como se ve, en este texto he reunido diversos argumentos teóricos que, partiendo de datos empíricos de diverso tipo, conducen sin escapatoria a la conclusión de que, a priori, sin conocer siquiera los resultados de estudios concretos sobre la raza y la inteligencia, estos dos conceptos han de corresponder forzosamente a algo real y han de estar relacionados. He intentado así cortar el camino de retirada que suelen usar los negacionistas genéticos para ignorar la evidencia aplastante en su contra que se deriva de la avalancha de datos que está generando la investigación del genoma. Como complemento de esta perspectiva, remito a textos anteriores en los que he aportado datos más concretos sobre:

-  Los fundamentos genéticos de la alta inteligencia de los judíos ashkenazis y la no tan buena inteligencia de los pueblos árabes (aquí).

-  La genética del comportamiento de los pueblos asiáticos (aquí).

-  Estudios de correlación entre el cociente intelectual de la población de una gran muestra de países y el rendimiento de sus escolares (aquí).

 

 

Más información sobre el tema aquí.

 

 

                                      20 de febrero de 2012

                                     

 

                                     

 

 

 

 

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