LA POESÍA COMO FARSA
ENTRÓPICA
Aparentemente opuestos, la ficción y el ensayo tienen sin
embargo como denominador común el hecho de que deben respetar el principio de verosimilitud. En este
sentido, sus opuestos serían los chistes y la poesía, que se caracterizan por
pretender desconcertar al lector y obligarle así a hacer un ejercicio de
interpretación, rápido e inconsciente en el primer caso, más lento y ambiguo en
el segundo. Otro rasgo común de esas dos facetas del ingenio humano es que,
como bien señaló Alan Turing, son ambas muy utilizadas por el hombre como arma
de seducción verbal ante las
mujeres, y no por casualidad son también una de las principales causas de
desesperación para los programadores que trabajan en el campo de la
inteligencia artificial. Así y todo, a nadie se le escapa que, pese a esas
similitudes, lo chistoso y lo poético son radicalmente antitéticos, tanto por
su contenido como por el contexto en que suelen manifestarse.
Especialmente ridícula es la solemnidad que
suele rodear a los recitales de poesía.
La brevedad de los poemas es una coartada perfecta para congregar en torno a la
narcisista prosopopeya de la poetisa a una curiosa fauna en la que coinciden
desde esnobs algo desorientados y sensibleros hasta amas de casa aburridas pero
interesadas en renovar su barniz de cultura. Asistir en religioso silencio a la
lectura de un texto sobre zoología se nos antojaría absurdo, pero es una
convención asumida que hacer eso mismo ante frases entrecortadas tan carentes
de sentido como cargadas de cursilería es la más alta expresión de esa cosa
llamada cultura.
Ahora bien, la diferencia radical entre los
contextos del chiste y la poesía no debe impedirnos reparar en la distancia
mucho mayor que separa a estas dos formas de comunicación cuando las analizamos
desde el punto de vista de los mecanismos hermenéuticos que activan en el
receptor. Lo chistoso, lo cómico,
necesita como cómplice un buen funcionamiento de ese resorte de la inteligencia
que nos permite elevarnos en cuestión de milisegundos de una situación de
ambigüedad a una solución inequívoca. Estamos a todas luces ante una de esas
situaciones de reducción súbita de la incertidumbre, esto es, de reducción de
la entropía. En el fondo, la operación mental es muy parecida a la que subyace
a los momentos eureka (aha moments) que nos asaltan en otras
circunstancias, particularmente en el ámbito de la ciencia, cuando toda una
serie de datos dispersos cristalizan de repente en un mecanismo lógico o una
ley que abrirá la puerta a toda una serie de predicciones.
En las comedias
de enredo, por ejemplo, es frecuente contraponer continuamente a un
personaje consciente de la trama que ha ido siguiendo el espectador a otro
totalmente ajeno a ella, que anda desorientado por la mucha información que el
guionista le ha negado. La clave de estas comedias es precisamente el
solapamiento en el tiempo y el espacio de asimetrías de este tipo en redes
interpersonales complejas, en las que el protagonista ahora lúcido será el
desconcertado por otro en la escena siguiente. Las sonrisas o carcajadas del público
vienen a ser pequeños momentos eureka de corrección automática de las
perplejidades vividas por los distintos implicados. En todo buen guion -sin limitarnos ahora a la
comedia- suele haber un suspense de fondo que culmina en una escena que todo lo
explica en un abrir y cerrar de ojos, un instante
epifánico que nos hace salir del cine con buenas vibraciones, pero por
desgracia cada vez es más difícil que ello ocurra.
Volviendo a la poesía, teniendo en cuenta lo
antedicho, está claro que nos hallamos ante un panorama radicalmente diferente.
El lector, o el asistente al recital de turno, se encuentra también ante unas
imágenes poéticas desconcertantes, pero en este caso no hay resolución del
caso, no se desemboca en una solución única por todos aceptada. No hay, por
consiguiente, reducción alguna de la ambigüedad. Es más, donde no había nada,
aparece incertidumbre. En definitiva, asistimos a una operación de aumento de
la entropía con premeditación, pompa y alevosía.
Además, si analizamos la génesis de la
mayoría de los poemas, descubriremos que la creatividad movilizada lo ha sido
simplemente para difuminar la realidad, lo cual no tiene demasiado mérito, pues
equivale a hacer una foto desenfocada. Hay muchas maneras de desenfocar una
foto, pero eso no convierte en buen fotógrafo a su autor, por más que luego se dedique durante horas a
fotochopearla para dar un toque artístico a lo borroso. El poeta suele partir
de un estímulo muy concreto, desde una anodina puesta de sol, pasando por una
estúpida resaca, hasta ese gesto nimio -pero para él inolvidable- de alguien de
su entorno, y a partir de ahí lanza en su mente un juego de combinaciones
aleatorias de palabras compatibles grosso
modo con el estímulo original. Entre esas distintas combinaciones, entre
esas distintas formas de desenfocar la realidad, dependiendo de su grado de
lucidez, de lo terminista que sea y de las ganas que realmente tenga de que se
le entienda, escogerá finalmente la que más se ajuste a sus caprichos estéticos
del momento. A partir de ese instante la
relación entre poeta y lector solo puede ser una relación entre dominador y
dominado. El poeta sabe a qué se refieren exactamente sus crípticos versos y se
siente así superior a sus lectores potenciales, que se verán obligados a hacer
un esfuerzo para adivinar el sentido real de las palabras sin la garantía de
llegar a saber nunca con seguridad si han desentrañado el poema.
El margen de discrecionalidad es amplísimo
en este juego que tiene mucho de sadomasoquismo, sobre todo porque el poeta
tiene la opción de no partir de referente alguno; es más, se considerará tanto
mejor poeta cuanto menos relación tengan sus palabras con la realidad. Y el
lector, por el mero hecho de dedicar parte de su tiempo a leer poesía, estará
por definición infinitamente abierto a cualquier interpretación, pero también
predispuesto a creer que ha sabido hallar el verdadero sentido de lo leído, en
lo que será a buen seguro una exégesis sesgada en función de su trayectoria
vital y sus más recientes experiencias. En cualquier caso, la incertidumbre
inicial ante el poema habrá tenido el efecto de encumbrar a su autor muy por
encima del pobre lector, aunque solo sea por su aparente capacidad para
expresar crípticamente lo inefable.
Por otra parte, los lectores más curtidos en
el consumo de esta variante cursi de la
literatura, lejos de limitarse a intentar resolver en la intimidad los
acertijos versificados y resignarse a no ver nunca totalmente disipada su
incertidumbre, se erigirán en críticos de los mismos para demostrar así que
están a la altura del poeta, y rivalizarán incluso con otros pedantes del ramo
para imponer su propia interpretación de las palabras. En los casos más
extremos, pugnarán incluso por superar en ingenio al autor atribuyéndole
freudianamente motivaciones que él nunca hubiese imaginado.
Si existiera algo parecido a una ética de la
comunicación, el antagonismo entre lo jocoso y lo poético sería igualmente
patente. Lo primero apela a la complicidad, mientras que lo segundo pone
distancia entre emisor y receptor, hasta podría decirse que es una forma de
incomunicación enmascarada como comunicación, o una forma de criptografía que
permitirá distinguir fácilmente a los elegidos de los legos en la materia.
En definitiva, el acto poético es una suerte
de antieureka, un acto de deconstrucción de la realidad. Lo cual, a primera vista, no parece
nada objetable, pues al fin y al cabo en eso radicaría la esencia del arte en
el caso de la pintura. Si no deconstruyeran el mundo de alguna manera, los
pintores tendrían que limitarse a presentarnos obras hiperrealistas. Es más,
podría decirse que, para nuestros contemporáneos, los mejores pintores son los
que saben distorsionar la realidad en su justa medida. Es decir, deconstruyen
la realidad, sí; ahora bien, respetando el código de un determinado estilo
pictórico o de su peculiar estilo personal, y sin jugar sucio con quienes
consumirán su arte. Adoptando como símil
un puzle, el pintor nos presenta las distintas piezas de forma desordenada, y
sin mezclar piezas de una imagen con las de otra. El poeta, por el contrario,
nos presenta una ínfima cantidad de piezas, quizá incluso pertenecientes a
distintas imágenes, se supone que con la intención de que reconstruyamos algo
más o menos coherente, pero con el objetivo real de regodearse en la seguridad
de que el lector no logrará adivinar nunca el sentido real de sus versos, entre
otras cosas porque muchas veces ese vínculo mínimo con la realidad -objetiva o
subjetiva- no habrá existido nunca.
El
poeta juega sucio porque se atribuye a sí mismo una libertad inconcebible
en otras formas de expresión artística: no solo se puede permitir el lujo de
hilar palabras ex nihilo, como un
simple ejercicio de eufonía, sino que tiene licencia para saltarse todos los
límites de la sintaxis. El resultado final, en consecuencia, tendrá mucho más
valor de cambio que valor de uso. Valor de cambio como signo de refinamiento
intelectual, de sensibilidad, de capacidad para comulgar con lo inefable; de
ahí que haya recitales de poesía, pero no de fragmentos de novela o de
ecuaciones matemáticas. De ahí también
la frecuente utilización de conjuntos de versos consagrados como memes
compactos para deslumbrar a los presentes en cualquier conversación. Derroches
gratuitos de agudeza y de memoria que, como se ha comentado, son muy valorados
por el objeto de galanteo.
Esta forma de enfocar la poesía nos permite
entender mejor unas palabras de Voltaire:
"Es imposible traducir la poesía. ¿Acaso se puede traducir la música?".
Todo poema es una impostura, una farsa en la que forzosamente se nos hurta el
contexto, y como bien sabe cualquiera que haya ejercido el oficio de traductor,
sin conocer el contexto es imposible traducir bien nada. Un poema traducido
acumula por consiguiente un doble engaño: el cometido por el autor, y el
perpetrado luego por su traductor.
Sin embargo, se atribuye a los traductores de poesía un mérito incluso mayor
que a los críticos de este género. Se supone que han sabido no solo captar sin
ninguna duda el significado último de cada verso, sino reproducir en otro
idioma el mismo proceso de deformación entrópica de ese significado. Si el
poeta se las ingenió para sugerirnos lo inefable, el traductor logrará una
hazaña imposible: convertir lo inefable en efable, pero garantizando que
conserve el sello de lo inefable. Más
tarde, críticos literarios y
traductores se confabularán para protagonizar entrevistas endogámicas, alabarse
mutuamente o entablar diálogos insulsos en revistillas de poca tirada. Pero el
cenit se alcanza sin duda en los debates que siguen a las presentaciones de la
última traducción (mucho mejor que cualquiera de las anteriores, por supuesto)
de la obra de algún eximio poeta; o, mejor incluso, de un poetastro apenas
conocido pero súbitamente reivindicado por traductor y editor como joya sin
pulir con el único objetivo de hacerse con un pequeño nicho en ese angosto
ecosistema poblado por ilustres farsantes de la palabra.
Noviembre de 2015
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