Negacionismo genético
Es comprensible que la mayoría de los personajes públicos que osan cuestionar
la igualdad genética de todos los hombres sean de edad provecta. No tienen
demasiado que perder profesionalmente y se acostumbran a soltar lo que de verdad
piensan, aunque la reacción de esta sociedad mojigata les haga luego
retractarse. Por el contrario, intuyo que entre quienes tanto se escandalizan
por esas opiniones hay muchos profesores e investigadores relativamente jóvenes
que necesitan hacer gala de buenismo sociobiológico como parte de sus méritos.
Tienen quizá hijos pequeños, una hipoteca que pagar y la perspectiva de esa
cátedra dentro de unos años… Mejor no alejarse del pensamiento anémico de un
estamento universitario cada día más conservador.
Eppur si muove. No es el
color de la piel lo que determina la inteligencia, en efecto. Lo que muy
probablemente sí la determina –en términos estadísticos- es el hecho de contar
o no en el linaje personal, remontándonos a lo largo de unas dos mil generaciones,
con antecesores pertenecientes a pequeños grupos de humanos que tras abandonar
África se vieron sometidos a una despiadada selección de los más aptos como
consecuencia de la última glaciación. Los estrangulamientos geográficos
inevitables en una Eurasia todavía por colonizar y el llamado efecto fundador
hicieron el resto, amplificando a un ritmo mucho mayor del que hasta hace poco
se creía cualquier pequeña ventaja fisiológica, cerebral o no, e incrustándola
así, sustancialmente incrementada, en etnias que el azar y la explosión
demográfica se encargarían de yuxtaponer mucho tiempo después.
Consideraciones teóricas de este tipo, como es fácil entender, desplazan la
carga de la prueba a los negacionistas de las diferencias. Ya va siendo hora de
que desliguemos la igualdad de derechos de la igualdad genética. Racistas son
los que para defender la primera necesitan creer tozudamente en la segunda.