A propósito de una
carta al director que el portavoz de EA en el ayuntamiento de Bilbao publicó en
El País (26 octubre 2005), señalando, después de dárselas de
erudito/académico/objetivo, que para considerar nación a un pueblo debería
bastar “el criterio de la voluntad de un pueblo, que sus miembros se consideren
a sí mismos una nación”; después, digo, de leer semejante necedad tautológica,
me he visto impelido a desempolvar un texto que escribí hace cuatro años, a
raíz del famoso y vomitivo lema vasco “ser para decidir”.
ENGENDROS
DE LA FALACIA NATURALISTA
Es de sobras conocido que la
capacidad humana para encontrar razones que justifiquen los propios deseos es
ilimitada, pero se diría también que esa diversidad de coartadas se reduce
drásticamente en cuanto pasamos de los deseos individuales a las aspiraciones
colectivas, como si la búsqueda de un consenso en torno al máximo común
denominador condujese irremisiblemente a basar cualquier esfuerzo legitimador
en un puñado de lugares comunes.
Uno de esos lugares comunes
son las que podríamos calificar de distorsiones oportunistas de la falacia
naturalista, esto es, de la operación consistente en deducir de lo que “es”
aquello que “debe ser”. Esta falacia ha sido amplia e injustamente utilizada
para desacreditar al movimiento naturalista, cuya interpretación del mundo con
arreglo a un determinismo “flou”, no dirigido, brinda quizá el marco más idóneo
para intentar articular cualquier propuesta ética en la actualidad. Como tantas
otras veces, ante una idea peligrosa, sus adversarios la caricaturizan para
poder atacarla más vistosamente. Pero en este caso, al actuar así, los críticos
de la falacia naturalista no reparan en que ésta no se encuentra donde a ellos
les interesa, sino en muchos otros ámbitos en los que está actuando a sus
anchas. Sus dos manifestaciones más flagrantes se resumen en el lema “ser para
decidir” y en la actitud “estar para exigir”.
En aras de la argumentación,
aludiré primero a esta última versión. La imposición de la presencia física
para exigir algo está a la orden del día. Desde los inmigrantes ilegales que
señalan que, como ya están aquí, tienen derecho a papeles y trabajo, pasando
por las tiendas de campaña instaladas en plena vía pública durante meses para
reclamar, y obtener, un trato privilegiado por parte de la Administración,
pasando también por el individuo que se planta con su guitarra en la terraza
del restaurante para obligarnos a conversar a gritos y luego nos amonesta
porque nos negamos a pagarle por las molestias causadas, hasta quienes se
inmolan a lo bonzo o se automutilan para “estar” así con toda seguridad en los
medios de comunicación. Parece que los poderes públicos y los ciudadanos no son
conscientes de hasta qué punto cualquier claudicación ante quienes así (no)
razonan socava gravemente la presunción básica de igualdad que debe informar la
actuación de la justicia en una democracia. La mera presencia física debe
interpretarse como una contingencia más, como puedan serlo el color de la piel,
la estatura, la lengua materna, etc., y el otorgamiento de privilegios sobre la
base de cualquiera de esas contingencias remite a usos propios de una sociedad
predemocrática. Toda concesión o tolerancia ante cualquier presión de esa
naturaleza admite pues una crítica general y otra particular. La primera se
resume en que, si se admite como válido un hecho contingente, podrán exigir
derechos especiales los tatuados, las personas de ojos azules, los nacidos en
verano, etc. Y la segunda guarda relación con la índole del hecho contingente
en cuestión: desde el punto de vista jurídico sería incoherente ceder a la
“extorsión por ubicación” en los casos citados y no hacerlo en otros, por
ejemplo ante un ocupa que penetrara en nuestra vivienda con la intención de
permanecer en ella indefinidamente.
Cabe replicar que detrás de
los “privilegios” exigidos a partir de la simple ubicación física hay muchas
veces unas necesidades objetivas que es preciso atender. Sin duda, pero esas
mismas necesidades las tienen muchas otras personas que permanecen en la
sombra. O todos o ninguno. Siempre será más democrático conceder un poco a
todos (por ejemplo, abriendo de verdad las fronteras a los productos del tercer
mundo) en lugar de algo más a unos pocos. ¿Es justo acaso que la mera
“visibilidad” otorgue derechos preferenciales?
¿Qué decir, después de todo
esto, acerca de la pretensión de decidir -o sea, hablando en plata, también en
este caso, exigir- a partir del hecho de ser? Mientras que la presencia de
alguien en un determinado lugar es algo que puede determinarse
incontrovertiblemente mediante los sentidos, ¿dónde demonios queda el ser? Es
decir, si el poder legitimador de la presencia física debe ser igual a cero si
no queremos abrir la espita de la inseguridad jurídica, ¿qué atención habrá que
dedicar a quienes enarbolan un ser vacuo, heideggeriano, para sustentar sus
reivindicaciones? Además, si mientras no se es no se puede decidir, ¿qué
sentido tiene reclamar la posibilidad de convocar a consultas especiales al
no-ser? ¿O acaso pretenden decidir para ser? O, peor, exigir (derecho de
autodeterminación) para decidir (la independencia) y ser por fin el ser que
querían. Pero eso es invertir los términos, por lo cual tendrían que admitir
que cualquier trocillo de su territorio-ser pudiera en cualquier momento en el
futuro exigir también la capacidad de decidir ser lo que le pasara por las
gónadas, ¿no es eso? De hecho, esa inversión de términos es ineludible pues nos
hallamos ante un razonamiento circular, tautológico, en el que se propone algo
visible, decidir, a modo de demostración de lo indemostrable, ser. Podemos
concebir multitud de razonamientos de ese tipo, como por ejemplo “ser para
comer”: bastará comer para demostrar que somos algo, pueblo, individuo, perro,
lo que sea. En suma, una burda artimaña para encubrir el archiconocido “por
narices”.
Si en el primer engendro de
la falacia naturalista se elige una contingencia como base de las exigencias
planteadas, en el segundo se recurre a la inmanencia. Entre lo concreto e
insignificante por un lado y la abstracción total de la realidad por el otro,
brilla por su ausencia toda consideración sobre las consecuencias previsibles
de la satisfacción de las demandas, por el simple motivo de que en ese terreno
los interesados tendrían todas las de perder. En otras palabras, lo contingente
y lo inmanente son precisamente espacios donde la razón no puede entrar, y
quienes ahí se refugian pueden dar rienda suelta a la demagogia sin rendir
cuentas de ningún tipo.