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METAESTESIAS

 

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Se entiende por sinestesia la percepción de un estímulo como proveniente de receptores sensoriales distintos de los realmente estimulados. El caso más conocido es el de quienes asocian los números a distintos colores. El fenómeno fue descrito por primera vez por Francis Galton, primo de Darwin, quien observó también que a menudo afectaba a varios miembros de una misma familia, lo que le hizo sospechar un origen genético. Algunas de las personas estudiadas por Galton asociaban los números a formas geométricas (fotografía, (1)). Al principio se creía que era algo más bien raro, que afectaba a una de cada 1000 o 10 000 personas, pero actualmente sabemos que es bastante frecuente: una de cada 50 personas presenta algún tipo de sinestesia.

 

Un hecho curioso es que la incidencia de sinestesias es entre siete y ocho veces mayor entre los artistas, poetas, novelistas y, en general, personas creativas por su capacidad de asociación de ideas. Si combinamos ese dato con la incidencia en la población general, eso significa que a más de uno de cada diez artistas/creadores se les cruzan literalmente algunos cables sensoriales.

 

Lo más fascinante es que en los últimos años se ha descubierto el eslabón neurológico que faltaba entre los genes y las sinestesias. Según explica un destacado investigador en este campo, Vilayanur Ramachandran, (2) el cerebro del lactante es un inmenso magma de conexiones. A lo largo del desarrollo se produce una poda masiva de forma diferencial, en función de los estímulos que lleguen del ambiente. Lo normal es que esa poda deje bien delimitadas las zonas de la corteza cerebral dedicadas a cada órgano sensorial, a cada zona corporal, pero en algunos casos una determinada variante de un gen puede hacer que esa poda no se produzca como debiera en zonas adyacentes destiadas a priori a recibir señales de distintas partes del cuerpo. El resultado será una interpretación equivocada del estímulo percibido...  O una mayor facilidad para asociar determinadas ideas a determinados estímulos. O a otras ideas, quién sabe, y ahí nos internaríamos en lo que es propiamente creación intelectual, no simplemente artística, muy meritoria, sí, pero fuente también de muchas fantasmadas. O nos hallamos aún ante un proceso de deriva no finalizada de los genes en cuestión, o la evolución habría sabido limitar el porcentaje de "excéntricos" para evitar que la sociedad entera se vuelva farandulera y perezca como consecuencia de una catarsis de creatividad desaforada (como pretenden los ultradefensores de la "cultura" en España, que parecen haber recogido el testigo de la cultureta catalana). Iniciada ya esta digresión no prevista de tinte político, debo confesar también que muchos de los textos de muy sesudos y célebres pensadores a los que en su día admiramos se nos antojan auténticos disparates cuando los leemos al cabo de solo una veintena de años. (Lo digo después de desprenderme de medio millar de polvorientos libros de mi biblioteca personal, tras un doloroso proceso de selección durante el que he tropezado ocasionalmente con algunos fragmentos subrayados que me han causado una amarga hilaridad.)

 

Volviendo a las sinestesias estrictamente corporales, el caso más espectacular descrito por Ramachandran es el de una de esas personas que padecen apotemnofilia, esto es, el deseo de que le amputen una parte del cuerpo porque no la reconocen como suya. Las investigaciones realizadas en este paciente, que no reconocía uno de sus brazos, revelaron que en el lóbulo parietal derecho (donde la corteza cerebral tiene representadas las distintas partes del cuerpo) no había ninguna célula que se activase al tocar el brazo. Ese "vacío" representacional se traducía en una percepción absolutamente incomprensible para cualquier persona normal. En este caso no es un problema de cruce de cables, sino de falta de cableado. 

 

El hecho de que la corteza cerebral se organice espontáneamenmte de forma bastante arbitraria, por ejemplo situando la zona somatosensorial correspondiene al rostro junto a la que recibe aferencias de la mano, unido al fenómeno de la poda diferencial, significa que a priori son posibles asociaciones carentes de todo "sentido". Esas asociaciones podrían calificarse de claramente patológicas en algunos casos, pero es más que probable que la mayoría permanezcan toda la vida en el anonimato, sin causar serios problemas, o como componentes variopintos de la personalidad de cada cual. La proyección filosófica de esa interpretación sería una suerte de nihilismo neurológico. En cualquier caso, estos descubrimientos, junto con los resultados que aportará el proyecto Conectoma, ayudarán a los investigadores a cerrar la brecha de conocimientos que separa el genoma de la conducta.

 

Intuyo que por esa vía lograremos entender también fenómenos que nos repugnan, como el sadismo, los fetichismos o la pedofilia. Que haya tantísima gente que consuma pornografía infantil no puede ser casualidad. Si, por lo que estamos viendo, por un simple fenómeno de adyacencia, puede darse un cruce de cables entre las zonas cerebrales que procesan los números y las que procesan los colores,(3) es más que plausible que de vez en cuando se produzca algún tipo de superposición entre las zonas que determinan la atracción sexual normal y las responsables del sentimiento de amor filial. Al fin y al cabo, es lógico que la naturaleza haya colocado "cerca" (por adyacencia o por conexión) esos dos sentimientos para consolidar así el núcleo familiar y aumentar sus probabilidades de supervivencia. Los pedófilos activos y los simples consumidores de imágenes de niños desnudos serían por tanto un desgraciado subproducto de algo beneficioso para el conjunto de la sociedad, y creo sinceramente que ello deberia llevarnos a ser algo más indulgentes con ellos, siempre que no hayan incurrido en violencia o coacciones, y siempre que los niños no se hayan visto afectados psicológicamente (otra cosa es que los críos empiecen a verse afectados precisamente por la dramatización de los hechos). Además, esta sociedad que tan comprensiva se ha mostrado con el hecho de que un hombre se sienta atraído por otro hombre no debería tener demasiados problemas para asimilar que a algunos varones les puedan atraer niñas de diez años. Esa diferente actitud carece de toda lógica. Como incoherente es también la tolerancia demostrada hacia los muy ocasionales casos de pedofilia en mujeres. Claro, la ley debe ser igual para todos, pero apuesto a que somos mayoría los hombres a los que nos hubiese gustado ser "víctimas" de alguna mujer cuya voluptuosidad nos fascinaba ya en nuestra infancia.        

 

En los últimos años, por otra parte, hemos asistido a una ampliación del fenómeno de las sinestesias hacia territorios más abstractos de la mente humana como consecuencia de los continuos descubrimientos de casos en los que la percepción de un estímulo -exógeno o endógeno- se traduce de forma subliminal en cambios de nuestra conducta, de nuestras decisiones, de nuestro estado de ánimo. El estímulo percibido es transformado por el cerebro, pero no en otro tipo de estímulo, sino en algo menos prosaico, en algo que trasciende lo sensorial y se interna en el terreno de la cognición, la moral y la estética. La sensación física se hace abstracta, se convierte en algún tipo de metáfora de sí misma, de ahí el término metaestesia que he decidido usar aquí para designar ese fenómeno. Es cierto que en ocasiones la sensación desencadenante no afecta a un órgano en particular sino que es todo un contexto ambiental o un estímulo cognitivo/psicológico, pero la falta de desencadenantes "sensoriales" es a mi juicio un hecho secundario a estos efectos. Al fin y al cabo, cabe interpretar que las señales serían captadas en este caso por el "órgano" de la conciencia, y el carácter abstracto de esas señales no las descalificaría como input. Sin embargo, la traducción del estímulo cognitivo/situacional en una determinada actitud o decisión seguiría escapando a la conciencia, de ahí también el uso del prefijo "meta" en el neologismo acuñado. Los autores de los trabajos publicados sobre este tema usan en inglés la expresión embodied metaphors, cuya traducción literal no me convence, pues da más peso a a la metáfora que a la sensación desencadenante. Además, la idea de metáfora internalizada o "corporeizada" no parece muy inteligible, a no ser que nos alejemos de la noción original para acercarnos al concepto de somatización, que vendría a ser más bien lo contrario.

 

Veamos algunos ejemplos, aportados muchas veces por divertidos experimentos de psicología social. (4)

 

- Cuando se nos recuerda que somos mortales tendemos a ser más desagradables con quienes no son como nosotros, y más en concreto con discapacitados y con inmigrantes. En esta misma onda, el contacto continuo con muertos predispone al suicidio, según se ha comprobado entre los supervivientes del Holocausto y en otras situaciones.

- En el curso de unas negociaciones, las personas sentadas en sillas mullidas tienden a mostrar posturas más flexibles que las sentadas en superficies duras.

-  Las personas recién sometidas a una situación de suciedad ambiental tienden a hacer juicios morales más severos y a adoptar una actitud de rechazo en general, incluso de cosas que les beneficiarían. Y a la inversa, los signos de limpieza nos hacen más tolerantes moralmente.

- Los jurados suelen ser más severos con las personas feas, obesas o con algún tipo de deformidad.

- Los hombres que acaban de ver imágenes eróticas muestran una menor aversión al riesgo. Supongo que eso podría deberse simplemente a un incremento momentáneo de la testosterona. 

- Hay casos de metonimia subliminal: la gente se ve atraída por los objetos tocados por personas muy atractivas.

- Y hay casos también de"contagio negativo": una persona de peso medio sentada junto a una persona obesa tiene menos probabilidades de ser considerada un candidato idóneo para un puesto de trabajo.

- El hecho de exteriorizar el enfado lo agrava. El mero hecho de fruncir el ceño activa la amígdala para que procese emociones negativas. Eso echa por tierra las teorías sobre los efectos positivos de las catarsis.

- La gente rinde más en el trabajo cuando hay correspondencia entre su personalidad y el trabajo desempeñado. La sensación de estar en el sitio adecuado, digamos, lleva a actuar adecuadamente.

- El hecho de sentir calidez física nos lleva a ser más agradables y generosos, como se ha podido observar, por ejemplo, comparando a personas que acababan de tomarse una taza de café caliente con otras que habían tomado café con hielo.

- En los supermercados, una música lenta hace que los clientes pasen más tiempo comprando y que compren más artículos.

- El aroma de panadería se traduce en un  un mayor volumen de ventas, por eso muchos grandes almacenes deciden montar un servicio de panadería y pastelería en la entrada misma del recinto. El olor a lavanda también fomenta el consumismo.

- En un parque de Canadá se observó que la música clásica reducía la frecuencia de actos de vandalismo.

- La percepción subliminal de un producto de limpieza predispone a las personas a asear y ordenar su entorno.

- Los propietarios de perros de razas peligrosas tienen una mayor probabilidad de ir a parar a la cárcel a lo largo de su vida.

- Nos guste o no, está archidemostrado empíricamente que juzgamos a las personas por su aspecto, y lo más sorprendente es que para ello basta una décima de segundo. Semejante habilidad solo puede explicarse por algún tipo de ventaja evolutiva. De hecho, algunos estudios recientes están resucitando la fisiognomía, asentándola en datos rigurosos.

- Según cuenta David Eagleman en Incógnito, nos gusta ver reflejados aspectos de nuestra personalidad en otras personas, fenómeno conocido como egotismo implícito. El otro como metáfora de uno mismo. No es de extrañar que así ocurra si pensamos en la relación de dependencia y afecto mutuo que se establece entre los gemelos.

- Hay estudios serios que avalan el llamado determinismo patronímico: hay una probabilidad mayor de la esperada de que una persona apellidada Sastre ejerza esa profesión, de que un tal Cervantes muestre veleidades literarias, de que John Carpenter acabe siendo carpintero, etcétera.

- Algo por todos experimentado una y otra vez: los días soleados nos hacen más felices.

- Según una noticia reciente, una iluminación intensa acentúa las emociones, lo que aconseja usar luces tenues para tomar decisiones sensatas.  

 

  Es obvio que algunos de estos ejemplos podrían interpretarse como casos de mímesis, en los que podrían intervenir las llamadas neuronas espejo. Pero se trataría de casos extremos de metaestesias: al estímulo percibido se respondería con una "metáfora" fallida, limitada a una conducta idéntica. Ignoro si hay estudios en los que se haya intentado determinar si se da algún tipo de solapamiento neurológico entre las metaestesias y los fenómenos de mímesis.

 

  Las metaestesias son un nuevo torpedo bajo la línea de flotación de la noción de libre albedrío. A la hora de interpretar la conducta humana, la tradicional oposición entre genes y ambiente se ha considerado erróneamente como sinónimo de oposición entre deterministas y creyentes en la tabla rasa. En los últimos años, las revelaciones de la epigenética y el incesante descubrimiento de nuevas metaestesias demuestran que entre esos extremos se extiende un amplísimo territorio de, respectivamente, redes muy complejas de interacciones entre el genoma y el ambiente, y pautas conductuales que parecen obedecer a caprichos de un demiurgo permanentemente embriagado. Ello significa que ese territorio ha sido ocupado por el azar puro y duro, en detrimento de las tesis hiperambientalistas, entendiendo por tales las de quienes creen no solo que el ambiente es importante, sino que es manipulable a voluntad para obtener determinados resultados (psicológicos o educativos). Huelga decir que la gran mayoría de los ambientalistas pertenecen a esa corriente, que considera con fe ciega que la mayoría de los problemas de conducta pueden afrontarse calibrando algún factor específico del entorno.

 

  La situación, por lo que estamos viendo, es muy distinta. En el espectro que va del determinismo genético a las influencias demostradas del ambiente, esos extremos están separados por un extenso campo de indeterminismo generalizado determinado por la interacción entre genes y ambiente -esto es, un océano de intrincadas conexiones de las que solo percibimos una ínfima parte- y un determinismo "ambiental" que no parece responder a lógica alguna y no solo no es manipulable, sino que se presta a ser usado como herramienta de manipulación de la conducta.

 

  Las explicaciones psicológicas basadas en la inyección de sentido han de ceder terreno frente a la causalidad aleatoria de las similitudes. El determinismo genético puro y duro parece arrinconado, pero más arrinconada ha quedado la teoría de la tabla rasa, invadido como ha quedado su campo por la práctica imposibilidad de usar factores ambientales para obtener efectos concretos positivos en el ámbito de la educación. Hay estímulos ambientales que pueden orientarnos en un sentido o en otro, pero en aspectos que por lo que parece están relacionados directa o indirectamente con la supervivencia antes que con las pretensiones del optimismo humanista. Es lógico que así sea: unos cuantos siglos no son nada en comparación con las situaciones perentorias a las que ha tenido que responder el cerebro humano a lo largo de decenas de miles de años.

 

 Por otra parte, tras leer hace poco el libro de Sam Sommers Situations matter, donde se resalta la importancia del contexto en la toma de decisiones, he adquirido conciencia definitivamente de que incluso la suma de la influencia de genes, cambios epigenéticos y metaestesias se queda corta frente a la influencia que tienen en la toma de decisiones cotidianas –y por ende en nuestro destino- numerosos factores que no tienen la más maldita relación con la elección en cuestión. Por ejemplo, si tenemos que elegir  entre alguno de varios objetos situados en fila, ceteris paribus, el situado al final tiene más probabilidades de ser elegido; ante una situación de duda, parece imponerse el sesgo de disponibilidad: nos aferramos a lo más reciente para salir del paso. Luego racionalizaremos nuestra decisión, pero el orden de los objetos habrá sido fundamental para el resultado. En muchas situaciones críticas, la presión social del grupo en que nos movamos prevalecerá sobre cualquier tendencia genética a la rebeldía que podamos albergar. Nuestra disposición a ayudar a un extraño es inversamente proporcional al producto de la prisa que tengamos en ese momento y al número de personas que haya en las cercanías.

 

 No parece exagerado concluir que la constatación reiterada de la importancia de esas influencias sociomecánicas en nuestra conducta, unida a todo lo anterior, hace del libre albedrío una idea moribunda y risible. Nuestras decisiones, lejos de estar dictadas por la razón, se asemejan más a procesos de naturaleza cuántica, en los que reina la incertidumbre como consecuencia de los innumerables y variopintos factores implicados. Pero ante esa realidad interponemos un velo de racionalización y autoengaño que funciona rematadamente bien.

 

 En lo que a mí respecta, ese sumatorio de nuevas e inesperadas explicaciones de los resortes que nos animan me ha abocado a un cambio de paradigma personal. No solo el mundo físico, también el universo de la relaciones personales y sociales es mucho más cuántico de lo que hasta hace poco creía. Los tipping points, winner-takes-it-all, emergencias, leyes de Zipf y demás fueron solo el prolegómeno de la transición inevitable de una psicosociología analógica y predecible a una fenomenología discontinua; en definitiva, a una concepción cuántica de los fenómenos sociales, situada en las antípodas de las tan extendidas interpretaciones conspiranoicas (o de la política, tout court). Recordemos que los saltos de electrones de un nivel de energía a otro no son tales “saltos”: el electrón desaparece en un nivel y aparece en el otro, sin seguir trayectoria alguna.

 

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1) Extraída de la biografía de Galton publicada por Nicholas Wright Gillham.

2) Véase el capítulo 5 de Thinking, editado por John Brockman, Harper Perennial, 2013. Brockman es el cerebro que dirige Edge, el principal medio de difusión de la Tercera Cultura en la web.

3) Casualmente, o no, la tribu amazónica de los Pirahã –según explica Daniel L. Everett en el libro  citado en la nota 2 anterior- emplea un lenguaje que carece de términos para referirse tanto a los colores como a los números. Se trata de una lengua que no permite la recursividad en sus oraciones, lo que entra en contradicción con la idea de Chomsky de que esa característica es un rasgo universal del lenguaje. Ha habido mucha polémica al respecto. Pinker se alinea con Chomsky en este punto, destacando que se ha demostrado que los rasgos de algunas lenguas que se alejan de la gramática universal no guardan relación con el entorno cultural particular en que se manejan esas lenguas. Pero ello dejaría quizá como única explicación posible la influencia de determinantes genéticos que se habrían impuesto en poblaciones aisladas.

4) Ejemplos extraídos básicamente de los siguientes libros: That's disgusting, de Rachel Herz; Quiet, de Susan Cain, y Buyology, de Martin Lindstrom.     

 

 

C3C – Febrero-marzo de 2014

 

 

 

 

    

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

   

 

 

 

 

 

 

 

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