METABOLISMO SOCIAL DE LA INCERTIDUMBRE
(Texto escrito hace unos seis años con intención de
publicarlo. Se quedó en un cajón, inacabado. Lo recupero ahora, después de
tropezarme con él por segunda vez en todo este tiempo. PS: inesperadamente, el
mundial de fútbol 2010 ha actualizado estas ideas, como puede verse aquí El árbitro
(Manuel Vicent), y aquí ¿Error humano o acierto inhumano?)
En su relación con el entorno, el ser humano, como cualquier otro animal,
intercambia materia y energía, pero una peculiaridad de la naturaleza humana es
que, junto a ese prosaico intercambio se da otro mucho más intenso y continuo que
afecta a la información, procesada no ya de forma automática y con fines
directamente relacionados con la supervivencia, sino con la intervención de un
mecanismo de atribución de sentido que demuestra una voracidad extrema
por todo fenómeno que se desvíe de las expectativas. Esta curiosa exaptación
-término con que los biólogos designan los órganos utilizados con fines
distintos de aquellos para los que fueron seleccionados mucho tiempo antes- se
emplea a fondo para extraer sentido de cualquier suceso aleatorio o generador
de incertidumbre, y de ahí emanan innumerables interpretaciones de lo ocurrido,
que con el tiempo se revelarán falaces, cuando no ridículas.
Los escritos de los filósofos y/o científicos de siglos pasados abundan en
elucubraciones ingenuas de esa índole, fruto de la aplicación obsesiva de lo
que podríamos calificar como instinto hermenéutico desaforado a una realidad
inabordable con las técnicas y conceptos de la época. Huelga señalar que la
tendencia de muchos filósofos contemporáneos a tomarse en serio el contenido de
muchos pasajes de la obra de tales autores, generados por una locuacidad tan
bienintencionada, incluso brillante, como carente de objeto, constituye un
lastre para el pensamiento y viene a corroborar, por cuanto marcará el inicio
de un nuevo ejercicio igualmente fútil, la ubicuidad y pertinacia de esa
patología. Por otra parte, no hace falta remontarse a la Edad Media, basta con
hojear por ejemplo muchos libros de ensayo adquiridos hace sólo veinte o
treinta años, no digamos ya la morralla que circula por los circuitos de
segunda mano, para experimentar una sensación parecida, para comprender lo vano
que en la gran mayoría de los casos es el empeño de usar la palabra para
embridar la realidad, y lo efímera que será la ilusión de inteligibilidad que
embargue al lector.
El ámbito
de la ciencia es el único en el que rigen mecanismos formales para corregir los
excesos que se derivan de esa tendencia irrefrenable a extraer sentido de la
realidad. En la esfera de lo social, por el contrario, los abusos son no ya
abundantes, sino la condición misma de existencia de lo social. Pero cabe hacer
una distinción. Por una parte, en su existencia pasiva, en sus momentos de
ocio, dominados por los espectáculos deportivos y el bombardeo de estímulos
audiovisuales en general, el animal humano gusta de inyectar incertidumbre en
su objeto de interés para dotarlo de sentido. Incluyo aquí la política desde la
perspectiva del "usuario final", esto es, entendida como un espectáculo
más consumido por el pueblo. Por el contrario, en el ámbito de las
intervenciones activas con impacto social, como puedan ser las del aparato
judicial o las del Gobierno o la clase política del momento, y en general en el
ámbito decisional propio de cada individuo se advierte una fuerte tendencia a
usar sistemáticamente mecanismos de reducción drástica de la incertidumbre. Es
lógico que así sea, pues todo criterio en exceso purista que obligase a esperar
a disponer de toda la información necesaria abocaría de inmediato a la
parálisis, con consecuencias quizá fatales. Lo que ya no es tan lógico es que
esos mecanismos se vean despojados del carácter en último término arbitrario
que tiene todo mal menor y acaben arraigando como algo más que meros atajos operativos,
transmutados en reglas axiomáticas que a nadie se le ocurre cuestionar. En el
inmenso espacio de lo posible, de la incertidumbre en definitiva, el angosto
trayecto determinado por esos principios se convierte en la ficción dominante.
Los más osados cuestionan la fidelidad de ese trayecto al que suponen
predefinido, pero a nadie se le ocurre pensar que no existe tal trayecto, que
la fuerza de persuasión social no nace de la proximidad a ideal alguno, sino de
la mera definición de tal ideal, erigido como tótem de referencia para evitar
el desasosiego, y de la habilidad para articular con arreglo a ese ideal
artificial propuestas estéticas (caprichosas, sin más fundamento que la
referencia tautológica a las simples preferencias instintivas) de las que poder
derivar principios éticos más o menos universalizables.
Podríamos
concebir por tanto al hombre como un animal social coherente en cuanto a sus
fines, resumibles la mayoría de las veces en extraer sentido de la realidad
-otra manera de interpretar esto sería decir que lo que nos hace realmente
humanos no es el lenguaje, la empatía, la capacidad de previsión ni nada por el
estilo, sino el horror a aburrirnos-, pero algo esquizoide en cuanto a los
métodos, toda vez que por una parte logra tal cosa inyectando incertidumbre en
la realidad, y por la otra no para de poner en marcha mecanismos
institucionales altamente eficaces de bombeo ficticio del azar a partir de
situaciones cuyo nivel de complejidad la sociedad no podría nunca asimilar so
pena de desintegración. Veamos a continuación qué ejemplos concretos nos
permiten fundamentar estas afirmaciones un tanto abstractas.
Los
análisis que hacen los comentaristas deportivos y los mismos deportistas sobre
los resultados de los partidos o sobre la clasificación de los equipos son una
demostración difícilmente superable de las tonterías que puede llegar a
pergeñar la mente humana para explicar a toro pasado lo que no fue sino un
simple resultado del azar. Vale la pena reproducir aquí las declaraciones que
hizo Salinas tras su actuación en el partido perdido por España contra Italia
en el Mundial de fútbol de 1994 (El PAIS, 11/07/94):
"Nadal me metió un balón largo, al área, y me voy a
por él porque pienso que mi posición es buena, no hay fuera de juego. Mi
segunda reacción es de desilusión, porque creo que el portero cogerá el cuero,
pero luego veo que duda y se tira para atrás. Me cercioro también de que
Maldini no me alcanza por detrás. El balón, mientras, va botando, yo ni le
toco, y eso fue lo que me perdió. Me encontré la bola demasiado encima, me eché
demasiado encima de ella, y la intenté colocar a media altura. El portero se
tiró a la izquierda y me la sacó con la pierna derecha. Si hubiera sido un
remate raso, entra, si hubiera tenido posición de disparo, la meto; si le
hubiera podido pegar en el primer bote, la cuelo, sí... Bueno, me la paró el
portero. Si la llego a meter, ahora hablaríamos de una victoria histórica y de
un gol sin precedentes en el fútbol español por su trascendencia. Pero he
fallado, y utilizarán ese gol, esa jugada, en mi contra".
Admirable
relato, que fotografía con pasmosa precisión el instante de intervención del
azar y, al mismo tiempo, la agobiante responsabilidad que deberá asumir su
víctima ante quienes hasta ese mismo instante le aplaudían a rabiar como
energúmenos. El error cometido quedará a partir de ese momento preñado de
sentido, como atractor de miles de cadenas causales imaginarias, todas
necesarias, todas absurdas. El público, millones de espectadores, habrá logrado
la carnaza que ansiaba y empezará a secretar los jugos destinados a digerirla.
La situación de extrema tensión vivida en las finales de un campeonato mundial
refleja la contradicción inherente a la contemplación recreativa de cualquier
competición: tras una serie de filtros, sobreviven individuos o equipos a
efectos prácticos comparables, de tal manera que sólo el azar vendrá a
determinar la ventaja final de uno sobre el otro. El espectador imparcial desea
esa igualdad, pero también percibe, con cierta frustración, que esa progresiva
nivelación lleva aparejada una creciente desproporción entre el resultado final
y los méritos de cada una de las partes. Pero esa desproporción es precisamente
el objetivo último de los hinchas, que verán en ella la plusvalía de sentido
que ansiaban, positiva para unos, y negativa -pero igualmente rica en
significado- para los otros.
Las reglas del fútbol, a diferencia de otros deportes como el baloncesto,
garantizan una baja puntuación, y ello aumenta el peso del azar. En un estudio
descrito en New Scientist se procedió a cuantificar el peso de la suerte en el
ranking final de la Premiership de la última temporada. El análisis estadístico
reveló que el equipo clasificado en el primer puesto tenía sólo una
probabilidad del 63% de ser efectivamente el mejor. La más elemental lógica
estadística nos dice además, según nos recuerda el artículo, que si la potencia
goleadora de un equipo equivale al doble de la de su contrincante, en los
partidos con un resultado de 1-0 hay una probabilidad de un tercio de que el
ganador sea el equipo más flojo. En otro estudio publicado en 1989 un psicólogo
holandés demostró que los resultados de la copa mundial de fútbol sólo
dependían en un 5% de la calidad de los equipos, y el 95% restante era fruto
del azar. Pero el mismo autor reconocía que era precisamente esa incertidumbre
lo que garantizaba el interés de los partidos.
En el otro extremo, un deporte más minoritario como es el tenis se caracteriza
por todo lo contrario. Las reglas del juego son tales que una pequeñísima
diferencia entre los contrincantes tenderá a amplificarse a medida que avance
el partido, como puede apreciarse mediante una simple simulación informática.
Así, si la calidad de un jugador es de un 99% en comparación con la de su contrincante,
tenderá a perder el X% (por
calcular) de las veces. Con porcentajes del 95% y el 90% esa probabilidad
se reduce drásticamente, al … y el … respectivamente
(datos personales). Esta tendencia a la amplificación de las diferencias tiene
su origen en un sistema de puntuación generosa jalonada por numerosos puntos
irreversibles, y vendría a reproducir en el fondo el fenómeno de "el
ganador se lo lleva todo", omnipresente hoy día en la esfera
económica.
Cabría hablar, así pues, de deportes igualitaristas y deportes meritocráticos,
según tendieran a borrar o, por el contrario, acentuar las diferencias. En el
caso de estos últimos, no obstante, la normal fluctuación del nivel de los
jugadores respecto a sus respectivas medias -en función de factores físicos y
psicológicos banales, como el mero hecho de haber dormido bien o mal la noche
anterior- superaría ampliamente la magnitud de las diferencias relativas entre
ellos y vendría así a reintroducir el azar en los resultados.
Todo ello pone de manifiesto la necesidad de asegurar una como mínimo aparente
"igualdad de condiciones" entre los participantes en una carrera, por
ejemplo, si deseamos que el espectáculo atraiga el interés del público. De ahí
que en su día se limitara la participación de kenianos en algunas carreras
urbanas muy populares organizadas en los Estados Unidos.
Si abandonamos el mundo del deporte pero nos mantenemos en el mundo de los
concursos basura organizados para solaz de los telespectadores, en un programa
como Operación Triunfo volvemos a encontrar esa preocupación por
reintroducir la incertidumbre en el proceso de criba de los participantes. Así,
la segunda edición bien podría haberse llamado Operación Clonación, hasta tal
punto se procuró que se parecieran física e "intelectualmente" los
muchachos a fin de evitar la aparición de un claro favorito que menoscabase el
magnetismo del concurso. Pero en este caso el resultado fue el contrario, pues
el público echó de menos la más almodovariana personalidad de los triunfitos
de la primera edición.
Esta última constatación lleva a sospechar que existe un punto de interés
máximo en algún lugar entre el extremo de la igualdad total y las situaciones de
clara heterogeneidad. Para avalar lo dicho, imaginemos una carrera de 100
metros protagonizada, esta vez sí, por auténticos clones, formados por los
mismos entrenadores y con las mismas técnicas. ¿A quién le interesaría algo
así? En el caso de los caballos de carreras, por ejemplo, se procura no
utilizar demasiado como semental al más veloz, para no acabar generando cuasi
clones. Los espectadores esperan que entre los contendientes exista un pequeño
margen de diferencia, el justo, no más, para tener la sensación de que están
asistiendo a una confrontación “justa”, y para poder atribuir así más
significado a la victoria de cualquiera de las partes. Ese margen de diferencia
se identificaría con un punto equidistante del aburrimiento (victoria segura
del keniano en la maratón) y de la aleatoriedad (resultado errático decidido en
la tanda de penaltis en la final del mundial de fútbol). En el fondo nos
encontramos ante una cuestión abordable con conceptos de la teoría de la
información: la búsqueda de un punto intermedio entre el caos y el orden
absoluto, un punto en el que se maximiza la complejidad y, por tanto, se
minimiza la monotonía. Encontramos ahí el parámetro lambda definido por Chris
Langton para sus autómatas celulares. Lambda adopta un valor comprendido entre
0 y 1, límites que representan respectivamente la ausencia de movimiento de la
información y la libertad total de transmisión de la información, y caracteriza
la situación de máxima complejidad del sistema.
El instinto lúdico del hombre busca incesantemente en su entorno
cualquier pretexto para manifestarse, y la política no podía quedar al margen.
Muchos vaivenes electorales tienen su origen en el hartazgo de los ciudadanos
ante una situación demasiado clara. También ahí, el cuerpo social se las
arregla de alguna manera para penalizar a los partidos que parecen tener
garantizada la victoria, y el interés morboso y masoquista por ver en un
aprieto al candidato preferido prevalece por un momento sobre la ideología
política. El desastre sufrido por Lionel Jospin en las últimas elecciones
presidenciales francesas es una buena muestra de las consecuencias que puede
tener ese uso recreativo e infantil de la posibilidad de votar. Por lo general
los resultados de las elecciones no dependen tanto de las ideas en liza como,
en mucho mayor medida, de la acción combinada de dos fuerzas irracionales como
son el mimetismo y el deseo del cambio por el cambio -sujetos ambos a vaivenes
tan caprichosos como los de las bolsas, o a factores contingentes y alejados de
la política como, por ejemplo, el perfil demográfico de la sociedad-. Todo el
mundo se lo huele, pero se mantiene, a modo de realidad superpuesta, la ficción
oficial de que los resultados de las elecciones reflejan las opciones políticas
de los ciudadanos.
En la
práctica, un mecanismo como la regla d'Hont parece destinado a asegurar la
espectacularidad de los resultados tanto como la gobernabilidad de los
ciudadanos. Es otro caso de amplificación de las diferencias, de inyección de
sentido en la realidad, por el que divergencias nimias cobran a los ojos de los
votantes una importancia desmedida, rápidamente aprovechada por los analistas
para dar rienda suelta a sus elucubraciones. El grano fino de la realidad se
transforma en el grano grueso de la película de alto contraste, perdiéndose en
el camino de forma irreversible una buena parte de la información.
La
tendencia de la sociedad a amplificar diferencias casi imperceptibles para
jugar a darles sentido es asimismo constatable en los continuos sondeos que se
hacen cada muy escaso tiempo para identificar tendencias entre los consumidores
y/o votantes.
En lo que
respecta a las relaciones de los ciudadanos con los riesgos puros y duros que
les afectan, no con las interpretaciones del mundo, se observa sin embargo el
fenómeno contrario: se tiende a minimizar los riesgos más frecuentes, y a
magnificar los raros. Así, el riesgo relativo que los legos en la materia
atribuyen al tabaco o los accidentes de tráfico en comparación con los riesgos
asociados a las vacunaciones es del orden de 10, cuando en realidad esa
proporción es del orden de 1000. El ciudadano distorsiona hasta extremos
aberrantes el perfil real de los riesgos para no modificar sus hábitos de
consumo. Se diría que no es que minimice, sino que ignora olímpicamente los
datos que sí tendrán con toda seguridad incidencia en su vida: ninguna otra
generación había tenido la oportunidad de saber que muchos de sus miembros
asistirán al momento (2050) en que el número de miembros vivientes de la
especie humana equivaldrá al de todos los que nos precedieron durante 100 000
años, ninguna otra ha contado con personas que a lo largo de su vida han visto
pasar el número de automóviles de cero a XXX millones, y ninguna otra había
tenido el privilegio de respirar una atmósfera con unos niveles medios de 370
ppm de CO2 –en aumento a razón de 1-2 ppm-, cuando esos niveles se habían
mantenido entre 180 y 280 ppm durante los últimos 400 000 años. Así las cosas,
no es de extrañar la previsión de que el impacto de la actividad humana sobre
este maltrecho planeta se habrá multiplicado por 40 entre 1900 y 2050.
Todo esto abunda en la idea de que el animal humano no busca simplemente
espectáculos. Lo que desea en el fondo es sentido, y para ello intenta rodearse
siempre que puede de algún tipo de espectáculos que le permitan ejercitar el
instinto hermenéutico, que, como el hambre o el sexo, estaría poco menos que
permanentemente activado.
Según decíamos antes, el espectador de un acontecimiento deportivo desea, para
poder luego hacer sus ejercicios hermenéuticos, tener la sensación de que las
condiciones del juego son justas, y ello significa renunciar a recibir toda la
información disponible. Si hay kenianos entre los corredores, que los pinten de
blanco; si uno de los tenistas ha tenido gripe, que no le digan cuál; si, como
se ha demostrado, los caballos de carreras con un corazón grande logran más
victorias, que nadie difunda las radiografías de los animales, etc. Ello pone
de relieve que en la práctica lo equitativo se identifica simplemente con un
punto óptimo de ocultamiento de la información. Se trata en el fondo de un
problema estético: hay que garantizar cierto decoro mediante la igualdad
macroscópica, pero también hay que velar por que haya suficientes diferencias
microscópicas que inclinen la balanza hacia un lado u otro, diferencias éstas
que no deberán ser conocidas nunca ni por los espectadores ni por los
comentaristas.
Pues bien, según sostendré ahora, los criterios empleados por la sociedad para
garantizar eso que se entiende por justicia, ya se trate de la identificación y
condena de culpables o del reparto equitativo de los recursos, reproducen de
hecho esa misma búsqueda de un punto de equilibrio más o menos estético que satisfaga
las expectativas de la sociedad-espectadora. Se parte sin embargo en este caso
del extremo opuesto, de una situación de incertidumbre, y se procede a dividir
la realidad en unidades discretas -casuística del código penal, legislación
fiscal- cuya articulación proporcione la coartada necesaria, el sentido
necesario, para congelar el proceso de reparto de las responsabilidades o de la
riqueza en un punto dado.
Así como en el deporte la creencia en la igualdad de oportunidades es lo que da
sentido al juego, en el ámbito de la justicia, la creencia en el libre albedrío
es lo que permite atribuir responsabilidad. Se busca el grado mínimo de
incertidumbre que permita dar rienda suelta al instinto lúdico en un caso, al
afán de venganza -en términos socialmente aceptables- en el otro.
Se dice
de una persona A que tiene “suerte moral” cuando, actuando exactamente de la
misma manera que B, tiene la fortuna, a diferencia de ésta, de no ver
interponerse en su forma de proceder un elemento fortuito C que convertirá a B
en responsable moral, y eventualmente en culpable ante la justicia, de un
suceso lamentable. Todos tenemos suerte moral cuando, al entrar en una
carretera principal, miramos exclusivamente hacia la izquierda para descartar
la aproximación de un vehículo por nuestro carril, penetramos en la nueva
arteria y... afortunadamente no topamos con ningún vehículo que estuviese
adelantando en ese momento en sentido contrario. Quien tenga esa desgracia será
responsable ante la justicia de los daños que se deriven del accidente. Todos
los que actuaron como él y no se estrellaron cometieron la misma negligencia,
tuvieron la misma culpa, pero no se les atribuirá ninguna responsabilidad.
Quienes admiten la suerte moral propugnan por tanto una postura consecuencialista,
que no tiene en cuenta las intenciones o el grado de negligencia del conductor
que fue la causa próxima del accidente, y hace caso omiso de las alegaciones
que apuntan a los factores ajenos a su control. Esta postura es diametralmente
opuesta a la moral kantiana, basada en la bondad de las intenciones, y en la
que por consiguiente no puede achacarse al sujeto responsabilidad alguna por
los factores que no pudo controlar.
Es
oportuno referirse aquí a las opiniones de algunos de los filósofos pragmáticos
norteamericanos del siglo XIX. Según explica Louis Menand, John Green, abogado
que participaba en las reuniones del Club de los Metafísicos, "rechazaba
el formalismo legal, esto es, la creencia de que los conceptos legales se
refieren a algo inmutable y determinado", así como la suposición de que el
concepto de "cadena de causalidad" fuese algo más que una metáfora.
Su conclusión, en palabras de Menand, era que "el conocimiento no es un
reflejo pasivo del mundo sino sólo un medio activo para convertir al mundo en
la clase de mundo que queremos que sea".
Según
eso, ¿sería imposible atribuir a quienquiera que fuese responsabilidad alguna
por un accidente? La clave para salir de este atolladero nos la proporciona
quizá Charles Peirce, otra pieza fundamental entre los pragmáticos del
Club de los Metafísicos. Peirce, por influencia en buena medida de Darwin, así
como de las ideas de Maxwell en relación con la segunda ley de la
termodinámica, resaltó la noción de probabilidad como algo inherente a la naturaleza
misma, oponiéndose así al determinismo de Laplace y Poincaré, para quienes la
incertidumbre tenía su origen en la falta de información. Para Peirce, la
búsqueda de la verdad procede por sucesivas conjeturas, y es la experiencia, la
práctica, la que se encarga de señalarnos si vamos por el buen camino, al igual
que la selección natural se encarga de identificar a los más aptos a partir de
organismos que son producto (porque las mutaciones que han conducido así se han
originado) del azar. Peirce empleó el término sinequismo para designar el
carácter continuo de la naturaleza, la imperfección de sus leyes -anticipándose
así con ciertos matices a las teorías de la complejidad y el caos que tanto
éxito tendrían cien años más tarde-, y señaló que la responsabilidad, en pura
coherencia, podría interpretarse en términos análogos. Así, desde una
perspectiva sinequista, la responsabilidad frente a un accidente debe ser
compartida por todos aquellos que se expusieron al mismo riesgo. Este
planteamiento parece especialmente adecuado para la sociedad del riesgo, donde
cada vez es más difícil predecir las consecuencias de determinadas decisiones,
pero, también, cada vez es más posible asegurar que en un momento u otro algo
saldrá mal.
Así como
hay un continnum de la realidad, por el que el hombre ha aprendido a
transitar mediante conceptos y leyes, habría también un continuum de la
responsabilidad, donde de manera dispersa aparecerían fracturas de mala suerte
moral. Se podría objetar que, del mismo modo que necesitamos leyes para domeñar
la realidad, y esto Peirce era el primero en reconocerlo, necesitamos chivos
expiatorios para orientarnos en el fluido mundo de las responsabilidades. Ahora
bien, cabe replicar que en el primer caso la verdad, aunque discontinua y
provisional, se revela como tal desde el momento en que nos permite hacer
predicciones (criterio utilizado por los pragmáticos para definir la verdad),
mientras que en el ámbito de la atribución de responsabilidades eso no ocurre:
la afirmación de que tal persona es responsable de lo ocurrido, ateniéndonos al
mismo criterio, no es cierta, desde el momento en que no nos permite predecir
nada.
Esa idea
nos autoriza a imaginar un sistema de justicia que reuniese la máxima
información posible sobre la distribución y magnitud de los riesgos y,
distinguiendo a partir de los casos individuales conjuntos de casos similares,
nos permitiese aplicar el criterio exactamente opuesto a la suerte moral: cada
cual pagaría un impuesto/multa en función del perfil de riesgos acumulado, no
en función del daño efectivamente causado. Las multas por conducir en estado de
embriaguez, haya habido o no algún tipo de accidente, van tímidamente en ese
sentido. En condiciones ideales se socializaría la responsabilidad de
cualquier daño infligido a la sociedad, penalizando a todo aquel que incurriera
en la conducta potencialmente peligrosa. Esta política, además del efecto de
reparto equitativo de la punición, tendría también probablemente un efecto
disuasorio mucho mayor que la mera penalización de los accidentes consumados.
Los seguros de automóvil vienen a cumplir -si bien de manera imperfecta, como
si de un impuesto indirecto se tratase- esa misma función. En la situación
actual la práctica generalizada consiste en garantizar la justicia formal a
expensas de la injusticia que supone penalizar la mala suerte moral. La noción
de responsabilidad sin culpa no es más que la artimaña urdida para, en la
ausencia de culpa, tapar rápidamente el agujero dejado en el tejido de nuestras
expectativas por un hecho imprevisible. Para ello se echa mano del primero que
pase por la escena, como quien dice; en rigor, de la persona más cercana a los
hechos dentro de la extensa red causal que ha desembocado en ellos. Según John
William Miller, "la única manera de hacer la causalidad inteligible
consiste en poner límites a su aplicación". Cabe recuperar aquí la
analogía que antes se hizo con la resolución fotográfica: se establece por
decreto que la realidad es de alto contraste, para no tener que molestarse en
sopesar los pros y contras de los detalles que han quedado diluidos en el negro
absoluto o el blanco absoluto.
El
libre albedrío es el nombre que le damos al azar cuando ya no queda nada para
explicarlo. Hay quienes creen que ese resto inexplicado es exiguo, mientras que
otros lo consideran mucho más importante que el componente explicado, o bien
piensan que su mérito es cualitativo más que cuantitativo. Esto último parece
sin embargo harto cuestionable. Analicemos a fondo lo que supone esa postura,
imaginémonos desprovistos de toda pulsión, de modo que tuviésemos sólo motivos
"racionales" para pensar de una manera u otra. En esa tesitura,
lógicamente, habría dos posibilidades: atender a los dictados de la razón, o
hacer caso omiso de ella. En el primer caso el libre albedrío se identificaría
con la sumisión automática a la razón, pero eso ya no sería exactamente
libertad. Si hiciéramos lo segundo, habría que pensar que hemos cedido a las
pasiones, pero la hipótesis de partida es que habíamos logrado desprendernos de
ella. Así pues, la única escapatoria para creer en nuestro libre albedrío
consistiría en hacer lo contrario de lo que exigiese la razón, para demostrar
que tampoco estamos determinados por ella. Pero hacer tal cosa significaría no
respetar una regla sobreentendida de este experimento imaginario, a saber la espontaneidad.
Se cumpliría el principio de incertidumbre de Heisenberg, pues la observación
misma habría interferido en los acontecimientos, en el proceso de adopción de
decisiones. Por ahí no encontramos pues nada parecido al libre albedrío, como
no sea un sucedáneo llamado ganas de contradecir, o terquedad masoquista.
Una
segunda posibilidad consistiría en jugárselo todo a cara o cruz: actuar
racionalmente en un caso, o irracionalmente en el otro. Pero aquí la
"decisión" no tendría nada que ver con el libre albedrío, sino sólo
con la pura y simple aleatoriedad. La voluntad no existiría pues se habría
hecho dejación de ella en la moneda. Y una tercera posibilidad consistiría en
hacer caso "libremente" de la razón. Ahora bien, esa razón de algún
sitio vendrá. Habrá que remontarse, para explicarla, a otras razones, y lo más
probable es que alguna de ellas enlace directamente con algún tipo de pasión.
Por otra parte, ¿Quién nos garantiza que todas esas razones han sido libremente
elegidas? La mayoría habrán calado en nosotros de forma azarosa, porque se
amoldaban a estructuras mentales ya heredadas o forjadas a través de una
educación en la que no tuvimos arte ni parte. Por otra parte, no debemos
suponer que la lejanía de esas otras razones (podemos seguir llamándolas así)
atempere su influencia, a no ser que caigamos en la falacia, ya comentada en
otro lugar, de creer que las redes causales son menos determinantes que las causas
directas, únicas. Probablemente es todo lo contrario. Es más fácil cortar un
simple nexo que una malla en distintos puntos; al fin y al cabo en eso radica
la robustez de las redes neurales en general, y de Internet en particular.
Por último, supongamos que para poder mantener aún, pese a todo, la ilusión del
libre albedrío, postulamos la intervención de algún tipo de "razón
infusa", y que al tomar la decisión correspondiente no lo hacemos por
sentido del deber ni nada parecido, sino porque sinceramente nos apetece tomar
esa decisión. Aun así, los experimentos realizados con personas ….. …. Todo lleva a pensar que en muchos de los casos en que
creemos en nuestro fuero interno que algo nos apetece "porque sí", en
realidad actuamos motivados por factores que permanecen en nuestro cerebro por
debajo de la conciencia, o nos hemos autoengañado mediante un proceso de
racionalización.
En definitiva, analizado a fondo, el libre albedrío es como máximo un punto de
equilibrio inestable, que tiende a ceder energía y caer al nivel de 1) las
ganas de contradecir a la conciencia, 2) la simple aleatoriedad, 3) la sujeción
a complejos de razones que hunden sus raíces en un magma de causas que escapan
al control del individuo, 4) la sumisión a razones procesadas en estructuras
cerebrales, o simplemente orgánicas, a nivel inconsciente.
Los regímenes de adelgazamiento ilustran a la perfección todas esas
posibilidades: 1) "pues hoy me voy a zampar una pizza cuatro quesos, qué
carajo, porque me da la gana", 2) "no te preocupes por mi régimen,
haznos de comer lo que te venga bien", 3) "en realidad lo hago por motivos
de salud, siguiendo los consejos de mi marido que es médico; además yo ya era
vegetariana desde hacía tiempo…", o 4) "pues he logrado educarme el
gusto, tú también puedes hacerlo si te empeñas… (al
cabo de unas semanas se descubre que el cáncer de estómago había empezado ya a
hacer mella en su apetito; o bien (versión para quienes no aprecien el humor
negro) ese enésimo intento de perder peso coincidió por casualidad con el
comienzo de un cambio metabólico asociado a la edad que de todos modos se
hubiera producido)". Y a la larga… el 90% de las personas que consiguen
adelgazar han recuperado al cabo de un año todos los kilos perdidos.
Precisamente por haberlo definido tentativamente como un punto de equilibrio
inestable, y el ejemplo que acaba de darse sobre las dietas de adelgazamiento
ayudará a entender la idea, podríamos concebir el libre albedrío en términos
probabilistas, como un punto real pero improbable. Ese margen siquiera sea
imaginario de maniobra nos permitiría contradecir esporádicamente la tendencia
fatal, irremediable a la larga. Hay una situación termodinámicamente estable,
que no es incompatible con escapadas furtivas a zonas alejadas del equilibrio.
Habríamos delimitado así el territorio de una definición humilde de la
libertad, que nada tendría con el concepto bombástico que normalmente nos
quieren vender, y que acomodaría de forma más realista, para evitar
sobresaltos, las continuas aportaciones de la ciencia.
No es de
extrañar que los primeros aficionados a la estadística fueran resueltamente
deterministas.
La
postura tradicional de seleccionar como móvil único o fundamental de nuestra
voluntad la última razón directamente relacionada con el acto que queremos
libre es otra versión de aquella modalidad de recorte del continuum que no
aspira a simplificar el manejo del mundo (leyes naturales) y el trato con
nuestros semejantes (lenguaje) sino a nublar nuestra percepción de la
incertidumbre en la medida necesaria para evitar el desasosiego permanente.
Recurrimos así en el fondo a la misma añagaza que fundamenta la suerte moral,
consistente en transformar a posteriori, como por arte de prestidigitación, una
distribución continua -de la responsabilidad, del riesgo, de los nodos de una
malla- en un hecho súbitamente contundente, tautológico.
Si hemos de ser coherentes con la postura aquí descrita como radicalmente
opuesta a la suerte moral, habrá que reconocer que lo que está en entredicho no
es sólo la culpa, sino también el concepto mismo de mérito. En efecto, cuando
se habla de mérito no está claro si nos estamos refiriendo al esfuerzo, al
talento o a ambos. Analizando cada caso en profundidad, probablemente descubriremos
que el talento no lo desarrolló la persona con su esfuerzo (por definición es
lo que no cuesta esfuerzo), sino que le vino dado por la genética, por una
familia culta, por una amplia biblioteca en la infancia (factor éste muy
frecuente en la biografía de gran número de autores), etc. Y en cuanto al
esfuerzo, qué decir de la influencia de la cultura ambiente, protestante o
católica, o de la influencia de la dotación hormonal que se posea: que se lo
pregunten a los hipotiroideos que empiezan a tratarse con la hormona, a los que
toman corticoides por el motivo que sea, etc. Quedaría sólo, al final, un
minúsculo rincón kantiano para acciones realizadas exclusivamente como
resultado de la sensación de que era nuestro deber hacerlas, un rincón donde
esas acciones coexistirían angostamente, confundiéndose a veces con ellas, con
las candidatas a recibir el certificado de auténticamente libres. Incluso en
este caso, habría que descartar motivos utilitaristas (lograr la vida eterna,
en las personas creyentes, o quedar bien ante los demás, motivo más extendido
en una sociedad secularizada). Pero aun concediendo que exista un rincón
kantiano, en dicho espacio no tendrían derecho a figurar los actos propios de
los "santos morales", esto es, de las personas que hacen el bien -o,
en términos generales, lo que la sociedad en cuestión considera que "debe
hacerse"- porque disfrutan haciéndolo, y a las que por tanto no se les
debe reconocer mérito alguno.
Aplicando al mérito, por las razones antedichas, el mismo punto de vista que a
la culpa, habría que socializar en la medida de lo posible la suerte. Podría
concebirse un sistema tributario que tuviese en cuenta no sólo la cuantía y
distribución de los ingresos sino también el origen de los mismos. La fortuna
de Bill Gates no se debe sólo a su talento, sino al hecho de haber tenido la
suerte de estar en el sitio oportuno y en el momento oportuno. ¿Habría alguna
manera de cuantificar esa suerte y gravar adicionalmente su fortuna en
consecuencia? Este planteamiento tropezaría a buen seguro con numerosas
dificultades prácticas, pero por lo menos reforzaría la postura de quienes se
oponen a determinadas iniciativas reforzadoras de la suerte y claramente
regresivas, como por ejemplo las destinadas a reducir los impuestos de
sucesión.
Se ha señalado antes que los seguros vienen a cumplir, de forma algo grosera,
el mismo papel aquí postulado para las multas/impuestos. Para Kenneth Arrow,
premio Nobel de Economía, la economía funcionaría mejor mediante un
"mercado completo" en el que fuese posible asegurarse contra
cualquier riesgo. Todo el mundo tendría así la posibilidad de protegerse contra
la mala suerte moral gracias a la ley de los grandes números. Si todo el mundo
se asegurase contra todos los riesgos imaginables, el costo de las
indemnizaciones por cualquier accidente se repartiría de inmediato por toda la
sociedad. Pero ello plantea dos problemas: primero, la información que
necesitarían las aseguradoras para determinar el monto de las primas sería
siempre insuficiente; y segundo, aunque fuera suficiente, a partir de ese
momento intervendría el riesgo moral -fenómeno por el que la persona asegurada,
al saberse protegida, pasa automáticamente a exponerse a un mayor riesgo- y
desbarataría todos los cálculos y previsiones.
Bla, bla, bla....
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