INSTRUMENTALIZACIÓN DEL ELECTOR/CONSUMIDOR
Una cosa es aceptar que la democracia constituye la menos mala de las distintas formas de gobierno, y otra muy diferente es tener que tragarse todas y cada una de las falacias con que políticos y analistas intentan apuntalarla maquillando algunas deficiencias en lugar de aceptarlas abiertamente y así, quizá, tener alguna posibilidad de corregirlas.
Una de esas fantasías bien arropaditas por el consenso de la clase política y la aquiescencia pasiva de los ciudadanos es la de que las opiniones vertidas por nuestros representantes en las cámaras legislativas, por el hecho de emanar de una elite filtrada por las urnas, reflejan la voluntad de la población. Un contraejemplo de esa ilusión es la génesis de la idea de reformar los estatutos de las comunidades autónomas. Cualquiera puede comprobar consultando las hemerotecas que ese desatino tiene su origen en el ultimátum que el PP le planteó al PSOE para que concretara de una vez su postura sobre la España de las autonomías ante las últimas pretensiones de los socialistas catalanes. Hasta ese momento el único problema territorial importante que tenía España era el plan Ibarretxe. Pues bien, en la famosa reunión de Santillana el PSOE cometió la torpeza de creer que el desafío retórico del PP era un desafío real y reaccionó como suelen hacerlo quienes se encuentran objetivamente en una situación sin salida, es decir, inventándose una solución imaginaria y agarrándose a ella como a un clavo ardiendo. El remedio concebido fue una nueva versión del café para todos que, como no podía ser de otra manera, ha venido a complicar aún más las cosas. A partir de ahí el PSOE se convirtió en reo de su propia ficción, del mismo modo que el discurso del PP sobre el 11-M está rígidamente determinado por los muchos desaciertos cometidos por ese partido en los días que siguieron al atentado. Pues bien, el PSC no tardó en presentarnos su reforma del Estatut como una demanda de la sociedad catalana, y los sondeos realizados en ésta en los últimos meses demuestran que el mensaje ha calado. No cabe duda de que se trata de una profecía autocumplida.
Todo esto pone de relieve lo manipulable que es en realidad el electorado, que sin ser consciente de ello es utilizado como arma arrojadiza en las luchas entre partidos. Es obvio que en el País Vasco ocurre algo parecido, pero en un contexto más dramático. Y es que las propuestas radicales del PNV no tienen su origen en un ultimátum retórico planteado por un partido democrático, sino en el ultimátum a mano armada planteado por un grupo terrorista. A nadie se le escapa que el plan Ibarretxe es ante todo un seguro de vida para los militantes del PNV, que nunca estarán dispuestos a admitir tal cosa porque, por definición, son víctimas del síndrome de Estocolmo.
Elevándonos ahora del terreno de lo empírico al de la teoría, este cuestionamiento de la correspondencia entre el contenido de los programas de los partidos y los intereses reales de quienes les otorgan su voto viene a ser el correlato político de un fenómeno económico analizado por Rafael Sánchez Ferlosio en su libro Non olet. Se nos quiere hacer creer que el aparato productivo está al servicio de las necesidades de los consumidores; por el contrario, nos recuerda Ferlosio, la publicidad inyecta en éstos necesidades peculiares de refuerzo de su individualidad que permitirán a las empresas diferenciarse de la competencia y conservar su cuota de mercado. De forma análoga, los partidos utilizan a sus electores para, inyectando en ellos proyectos que no hacían maldita falta, diferenciarse de los partidos competidores y, poniendo en marcha profecías que se autocumplirán, maximizar el porcentaje de apoyo electoral.
Diversos estudios indican que, a la hora de votar, la mayoría de los electores se decantan por las opciones con que más se identifican ideológicamente aunque ello pueda perjudicarles económicamente (sólo así puede interpretarse la reelección de Bush, por ejemplo). Los partidos tienden cada vez más a inflar ese "paquete ideológico" con lo que sea para atraer a los electores predispuestos a votarles. Así como, en lo económico, cuando ya están cubiertas las necesidades reales (para entendernos, aquellas que nadie impugnaría como tales), la publicidad se orienta a satisfacer el más superfluo afán de individualidad, así también, los partidos, cuando se encuentran sin alternativas económicas que ofrecer -pues ahí el ejercicio del poder iguala a derechas e izquierdas-, inician como locos una huida hacia adelante para inflar el paquete ideológico correspondiente a sus votantes, de tal manera que los electores, a partir de ese momento, perderán toda posibilidad de elegir racionalmente entre los discursos ofrecidos para, al contrario, verse arrastrados pasivamente por la pura masa del paquete elaborado, sobre la que se precipitarán con deleite pueril interpretando su movimiento como signo de su libre albedrío. Esto permite entender por qué cualquier nueva idea, por neutra que sea, acaba siempre estrellándose contra uno u otro de los planetas de ideología empaquetada que circulan por el espacio político.