INOFENSIVIDADES PELIGROSAS
Las propuestas con que los nacionalistas acosan una y otra vez al resto de los españoles se sitúan a lo largo de un espectro que va de lo aparentemente inofensivo a lo claramente peligroso. En ese eje, el plan Ibarretxe representaría el polo del máximo riesgo para la sociedad, mientras que en el otro extremo, el polo inofensivo, se agolparían pequeños dislates de diverso tipo, como por ejemplo el derecho de cada nacionalidad a contar con su propia selección deportiva para participar en campeonatos internacionales, o la traducción de la Constitución Europea a las distintas lenguas del Estado, incluida esa que "en Cataluña se denomina catalán y en el País Valenciano se denomina valenciano". Es una constatación obvia que las reivindicaciones inofensivas no suelen encontrar muchos obstáculos para ser aceptadas, con la bendición oportunista de los gobernantes de turno, la complicidad de los medios de comunicación y la resignación de la mayoría de la población. Así y todo, hay que reconocer que la situación actual podría ser peor: imaginemos que quienes tuvieron la brillante idea de imponer a los castellanos el uso de "A Coruña" por "La Coruña" hubiesen tenido a mano la ingeniosa solución hallada por Zapatero para zanjar la polémica sobre el catalán y el valenciano: a estas horas cada vez que tuviésemos que referirnos a esa ciudad nos veríamos obligados a utilizar la horrible perífrasis "esa ciudad que en gallego se denomina A Coruña y en castellano La Coruña".
Pero, a lo que íbamos, teniendo en cuenta la facilidad con que acaban materializándose ese tipo de propuestas banales, cabe sospechar que las propuestas más serias de los nacionalistas, esto es, las más descaradamente ligadas a intereses económicos, están funcionando, con independencia de sus posibilidades reales de salir adelante, como punto de referencia respecto del cual todo lo demás es un "mal menor" y debe por tanto ser admitido. Es un mecanismo de chantaje como cualquier otro: amenazado de muerte, el secuestrado admite de buen grado la alternativa de que de forma periódica le practiquen cortes superficiales en la cara.
No cabe duda de que se trata de un arreglo termodinámicamente estable, pues en ese punto las dos partes salen ganando: una parte logra que la otra ceda, y la que cede confía en aplacar así las iras del agresor, demostrándole con su pequeño sacrificio que su voluntad de diálogo y de negociación es real. Es lógico, pues, que tales componendas se enquisten y se pudran durante largo tiempo.
Lo grave de esa actitud de transigir una y otra vez ante lo nimio no es sólo que no se logra nunca atenuar la virulencia de las pretensiones más serias, sino que se imprime un giro de 180 grados a la lógica decisional aplicada en el ámbito de la vida pública, que partir de ese instante no se basará ya en consideraciones objetivas sobre las virtudes de las propuestas en liza, sino en la simple correlación de fuerzas.
En la ridícula ceremonia de entrega de las cuatro traducciones de la Constitución Europea, el gesto de incluir dos que eran exactamente idénticas señalando que de hecho eran distintas parece una burda escenificación moderna de una forma de razonar que sólo podíamos imaginar en un pueblo primitivo. Documentos iguales pero distintos: diversidad en la identidad. Hacía falta un ejemplo tangible de la reversibilidad del eslogan "identidad en la diversidad". Todos contentos. Con sólo dar un paso nos encontramos con "negro es blanco". Y, dando un pasito más, el newspeakiano "la guerra es la paz" nos permite apartar totalmente el velo y reconocer de forma diáfana el monstruo que anida en aquellas propuestas inofensivas. Se sanciona una visión de la realidad opuesta a lo evidente so pretexto de que "no cuesta nada". Pero no nos engañemos, sí cuesta algo: ello equivale a admitir que la fuerza (de los partidos políticos, sí, pero también de la opinión pública) tiene prioridad sobre las leyes de la lógica. Lo cual es tan grave como admitir que la fuerza prevalece sobre las leyes. Y a partir de ese momento la sociedad, por más que funcione formalmente como una democracia, se acostumbra a razonar y a que le razonen como en una dictadura. No es casualidad que entre los rasgos fenotípicos de los regímenes totalitarios hallemos numerosas interdicciones arbitrarias, como la prohibición de escuchar música moderna, de afeitarse la barba, de vestir de determinado modo... Mediante la entronización de lo absurdo como norma básica de convivencia, se instila en los ciudadanos algo parecido a la inseguridad jurídica, un recelo permanente que embota su capacidad crítica y los hace dóciles.
Otra manifestación más de ese tipo de silenciación patológica de lo evidente -de ese síntoma, en definitiva, de la derrota del pensamiento crítico- es la actitud que al parecer debemos adoptar ante los juegos paralímpicos. Se supone que la visión de un individuo amputado impulsándose con su única pierna para sobrepasar el listón de altura paralímpica no debe suscitar otra cosa que consideraciones técnicas sin otro objeto que la mera comparación de su actuación con la de sus rivales. Lo humanamente correcto es pensar (que todos pensamos) que el telespectador que zapeando tope con tales imágenes durante la cena mantendrá imperturbable la cadencia del viaje de la cuchara hasta la sopa, no hará comentario alguno con la familia, y probablemente seguirá zapeando en busca de programas menos aburridos.
Deduzco de mi incapacidad para actuar así que debo de padecer una extraña y vergonzosa dolencia, cuyo síntoma más característico es cierto estremecimiento gástrico ante la imagen de un miembro amputado. Sí, ya sé que eso es normal, pero lo que no es normal es carecer de esa extendida habilidad para trocar dicho malestar en admiración hacia la víctima (perdón, hacia la persona de estructura corporal incompleta) cuando, por ejemplo, el miembro seccionado a la altura de la rótula, lejos de quedar desnudo como un colgajo o atado apenas a un palitroque hundido en el lodo de un campo de refugiados, se prolonga y consolida en una prótesis de titanio. Según mi psiquiatra, la incapacidad para suspender momentáneamente esa aversión visceral a una simple interrupción de la anatomía "ortodoxa" -me dice repasando mi cuerpo con desprecio- demuestra que padezco un serio problema de falta de sensibilidad al contexto.
Supongo que cuando haya logrado educar lo bastante mi sensibilidad para adecuarla al contexto seré capaz de sentir indiferencia o admiración -todo menos esa rara combinación de incomprensión, tristeza y compasión- ante otras situaciones semejantes, como por ejemplo concursos tipo "Operación Triunfo" para autistas, campeonatos de velocidad de lectura para disléxicos, pruebas de longevidad/vitalidad para pacientes oncológicos... Son infinitas las posibilidades para practicar ese curioso ejercicio consistente en intentar conjurar una desgracia patente exponiéndola y magnificándola con orgullo, o en invitar piadosamente a los afectados a hacer tal cosa. De hecho, aun a riesgo de que se me acuse de estirar las metáforas, creo ver ahí un mera manifestación de ese admirable mecanismo por el que los humanos, ante una situación sin escapatoria, improvisamos rápidamente como talismán público un oxímoron absurdo como "identidad en la diversidad" u otras chorradas por el estilo. Estábamos acostumbrados a ver reaparecer con frecuencia el oxímoron citado en los sermones de los nacionalistas, nos reímos con alborozo al verlo incorporado en el discurso de un PSOE patéticamente acorralado (véase la declaración de Santillana), pero lo que superó todo lo imaginable fue el espectáculo reciente de 800 intelectuales reunidos en París sin saber muy bien para qué bajo el lema "unidos en la diversidad", en un contexto de absoluta desorientación de los políticos galos ante los sondeos que vaticinaban el rechazo a la Constitución Europea.
Comoquiera que sea, mientras el tratamiento de mi psiquiatra no surta efecto, puestos a elegir, me quedo con el harapiento de la esquina que tuesta su muñón al sol. O con el enano-bala -¿se acuerdan?-, aquel enano al que le amargaron la vida por pretender ganarse unos dinerillos dejándose lanzar lo más lejos posible por brutos con ganas de divertirse. Un mismo hecho, saltar voluntariamente por los aires, es considerado una hazaña o una humillación según se haga movido por los propios músculos o por los de otro, según se haga en un estadio casi vacío o en una oscura discoteca repleta de imbéciles, según se salga o no en la televisión, según se haga por gusto o para ganarse la vida. Las puritanas ministras suecas ¿les preguntan a las prostitutas a las que dicen defender, antes de multar a sus clientes, si lo hacen por gusto o para ganarse la vida trabajando pocas horas? No lo creo, y eso me consuela, porque significa que no soy el único aquejado de insensibilidad al contexto.