Zombis, euchimpis y dishumanos
En un
escrito anterior, Maniobras disgenésicas en pos de la idiotez artificial (http://www.c3c.es/disgepro.htm), dejé colgados a mis improbables lectores al preguntarme
qué sentido tendría crear dishumanos,
entendidos estos como humanos genéticamente modificados para actuar como zombis
sin conciencia. No se trataba de una maniobra
dilatoria para provocar suspense; sencillamente, no sabía de qué forma salir
del cul-de-sac en que me había metido, como no fuese obviando totalmente la
parte ética del asunto y proponiendo la banalidad de utilizar a esos dishumanos
como esclavos.
Pasados
muchos meses cayó en mis manos El gran cuadro, libro publicado por Sean Carroll. Este físico no se caracteriza
precisamente por su concisión, de tal manera que sus obras pueden poner a
prueba la paciencia de cualquier lector demasiado ávido de conocimientos. Así y
todo, ocasionalmente tropezamos con ideas interesantes que nos permiten
rentabilizar los muchos párrafos redundantes. Hablando de la conciencia, el
autor analiza la posibilidad teórica de la existencia de lo que el filósofo australiano
David Chalmers llamó zombis
filosóficos (o p-zombis, de philosophical
zombies), en palabras de Carroll, “alguien que por su apariencia y actos
parece una persona corriente, pero carece de experiencias internas, o qualia”;
o sea, justamente el tipo de dishumanos a que yo me refería. La aproximación al
problema, sin embargo, es distinta: lo que yo proponía como experimento
imaginario es modificar el genoma hasta dar con uno de esos zombis, mientras
que Carroll propone como experimento teórico ir reemplazando poco a poco las
neuronas por neuristores, piezas diminutas capaces de reproducir en todos
los aspectos el funcionamiento de cada neurona en particular. Es obvio que hacer eso con una sola neurona
no afectaría al funcionamiento cerebral, pero si fuésemos aumentando el número
de neuronas reemplazadas poco a poco y en distinto orden –tarea ardua sin duda-
llegaría un momento en que la conciencia desaparecería. Se produciría, supone
el autor, una transición de fase de la conciencia a la no conciencia, del mismo
modo que a cero grados el hielo se transforma en agua, pasando a tener propiedades
totalmente distintas. Eso demostraría, por inversión del proceso, que la
conciencia es solo un fenómeno emergente y que, por tanto, para explicarla, no
es necesario apelar ni al alma cartesiana (dualismo sustancial mente-cuerpo) ni
a ningún proceso físico aún desconocido (dualismo
de propiedades). El autor se esfuerza a lo largo del libro para
convencernos de que ese punto de vista no es el emergentismo de toda la vida,
sino lo que él ha bautizado como naturalismo poético, pero en mi
opinión sus argumentos son todo menos persuasivos. Tiendo a creer que estamos más bien ante una
maniobra para renombrar la emergencia y complementarla con algunos conceptos
muy vagos para presentar el resultado como la tan esperada solución del
problema de la conciencia. En realidad, Carroll practica un fisicalismo calificado de no
reduccionista por el simple hecho de que añade un toque de la varita mágica que
pretende haber hecho innecesaria. En línea con esa perspectiva, los qualia que introdujo Thomas Nagel en su artículo ¿Cómo
es ser un murciélago? (la rojez del color rojo, los dolores que
percibimos, el olor del jazmín, el chute adrenalínico que sentimos en un
arrebato de cólera…) serían solo, al igual que la conciencia, un componente
útil para describir el mundo de lo subjetivo, nada más. No hay por qué ver nada
enigmático en esas sensaciones; sencillamente… ¡emergen!
Para
Carroll y otros fisicalistas, el patrón de conexiones (neuronal o no) sería el
factor más importante para la irrupción de la conciencia. En algún momento hay necesariamente un cambio
cualitativo (transición de fase, emergencia o lo que sea) que marca la
aparición de la conciencia, pero sin solución de continuidad, mientras que para
Chalmers habría un hiato por ahora insalvable. La conciencia fenoménica sería una isla separada del inmenso
continente del concepto más amplio de conciencia, cuando esta se entiende en
términos de simple acceso a recuerdos o sentimientos.
Otros
pensadores, como Daniel C. Dennett,
optan por un fisicalismo más radical que desemboca en una forma de eliminativismo: la conciencia es solo
un epifenómeno, un concepto prescindible que podrá explicarse en el futuro en
términos puramente físicos, pero que se está utilizando ahora como en otros
tiempos se recurrió al flogisto para “explicar” la combustión. Quienes así
razonan creen que los avances de las neurociencias nos permitirán encontrar
algún día el equivalente al oxígeno en esa comparación, y dejar de especular de
una vez. Para Dennett, no se puede descartar que un robot que reproduzca
perfectamente a un ser humano sea también consciente, mientras que Chalmers cree
que un robot así podría ser el primer p-zombi, lo que le arrebataría la p
inicial. Estaríamos pues ante un zombi no filosófico y no fisiológico. Los
fisicalistas, considera el pensador australiano, deberían poder demostrarnos
que mi qualia “color verde” coincide con el qualia verde de otra persona;
demostrárnoslo, o al menos indicarnos cómo podrían demostrarlo en el futuro. A
la espera de esa prueba, un sano escepticismo nos autoriza a seguir pensando
que mi qualia puede ser cualquier cosa y, por ende, la conciencia –un qualia
más- podría ser también cualquier cosa, lo que significa que podría incluso no
existir en algunos casos, y eso nos dejaría con un p-zombi.
Llama
la atención en todo este debate que hasta el propio Chalmers se haya limitado a
defender únicamente la posibilidad lógica
de los zombis (de ahí el adjetivo “filosóficos”) -postura que a su juicio basta
para desmontar el fisicalismo, aunque otros lo cuestionen- y no haya entrado a
considerar si hay una posibilidad real de crear zombis fisiológicos. Sin
embargo, está claro que, si pudiéramos crear esta variante, la carga de la
prueba no recaería en los dualistas de propiedades sino en los fisicalistas. Es
posible incluso que pasemos a ver en ese antagonismo una absurda discusión
bizantina toda vez que, siguiendo con la analogía del flogisto, el oxígeno que los
eliminativistas esperan que les caiga del cielo tiene muchas probabilidades de
ser ese segundo tipo de propiedades que postulan los dualistas materialistas.
En
este punto podemos enlazar ya con lo expuesto en las Maniobras disgenésicas. Hemos
hablado más arriba de la posibilidad teórica de reemplazar poco a poco con
infinita paciencia cada neurona por un neuristor diseñado ad hoc con las mismas
conexiones sinápticas. Si queremos ser rigurosos, además, habremos de probar
todas las combinaciones posibles de neuristores en distinto número. Teniendo en
cuenta que nuestro cerebro alberga unos 100
000 millones de neuronas, eso significa probar la friolera de 2100 000
000 000 combinaciones diferentes. Para simplificar un poco, podríamos
acelerar el proceso reemplazando neuronas de mil en mil, por ejemplo, pero aun
así nos eternizaríamos. Conviene recodar también que hemos obviado el problema de
determinar las mil conexiones que tiene aproximadamente cada neurona y
reproducirlas luego con fidelidad en el neuristor. Por otra parte, es lógico
pensar que, de llevar a cabo ese megaexperimento, acabaríamos obteniendo
millones de combinaciones que funcionarían como “umbral de conciencia”, lo que
nos obligaría a buscar el factor común a todas ellas. O sea, aun solventados
los problemas técnicos y disponiendo de más tiempo que el transcurrido desde el
origen de nuestro universo, no está claro cómo terminaría todo. Habrá que ir
pensando en abordar el problema de otra forma, por ejemplo renunciando a crear
un ciborg de forma progresiva –aunque solo sea para no frustrarnos- y actuando directamente
sobre el genoma.
Así,
siguiendo un modus operandi parecido,
una vez identificados todos los genes que se expresan en el cerebro, podríamos
inactivarlos (knockout) uno por uno y en distintas combinaciones. Se calcula
que aproximadamente la mitad de nuestros 20 000 genes se expresan en un momento
u otro en el tejido cerebral. A esos 10 000 podríamos añadirles, es un suponer,
otros 1000 con efectos indirectos en el cerebro, pero para simplificar nos
quedaremos con la cifra de 10 000. Eso eleva el total de combinaciones posibles
a 210 000, sin entrar a considerar la complejidad añadida de lidiar
con los distintos alelos de cada gen. Seguimos con una cifra exorbitante, pero
algo hemos avanzado.
Ahora
bien, trabajando con el genoma tenemos la ventaja de que no partimos de cero.
Sabemos que la conciencia –en su versión humana, la más avanzada- tuvo que
surgir en el periodo de 5 millones de años de evolución que nos separan del
ancestro común del chimpancé y el hombre. La comparación de sus respectivos
genomas debería permitirnos reducir el número de genes o regiones de ADN presuntamente implicados hasta, por ejemplo,
un millar. Ya hemos avanzado un poco más; ahora tendríamos que trabajar “solo”
con 21000 combinaciones aproximadamente. Pero es más, se ha
observado que casi todas las diferencias entre las dos especies no se dan en
exones, sino en zonas que controlan su expresión. Un estudio reciente ha descubierto 202 regiones que han
evolucionado muy rápidamente desde que nos separamos de los otros primates; de
ellas, solo tres corresponden a fragmentos codificadores, lo cual significa que
lo que nos separa del chimpancé no son tanto determinadas proteínas como la
pauta temporal de síntesis de esas proteínas. En cualquier caso, extrapolando
el dato de que en el cerebro se expresan en torno a la mitad de nuestros genes,
y si siguiéramos empleando la técnica de la simple inactivación, ahora la tarea
se reduciría hasta unas 2100 combinaciones. Siempre y cuando, claro
está, se hayan determinado las secuencias clave de esas regiones. En este
sentido, puede que fuese de ayuda comparar tales regiones en una muestra amplia
de personas con niveles muy distintos de cociente
intelectual. No debemos descartar tampoco que se pueda extraer información
valiosa de fragmentos del genoma similares en especies con destacadas
habilidades cognitivas, como los delfines,
pulpos y otros animales de los que estamos muy alejados filogenéticamente.
Otra
fuente importante de información sería obviamente el ADN de los neandertales. Nos separamos de ellos
hace aproximadamente 700 000 años, pero como no cabe duda de que nuestro
antepasado común ya poseía un nivel de conciencia comparable al nuestro, ello
nos deja con una ventana máxima de poco más de 4 millones de años entre nuestra
separación de los otros primates y la aparición de la conciencia.
Gracias
a los avances registrados en el campo de la bioinformática, esas y probablemente otras comparaciones que ahora
no se me ocurren nos permitirían establecer un orden de prioridades para la inactivación
y activación del centenar de regiones de interés. Seleccionando los 20
candidatos más prometedores, las combinaciones a estudiar serían del orden de
un millón. ¿Cómo reducir aún más esa cifra? Es el momento quizá de, con un
panorama ya bastante despejado, aprovechar las enormes posibilidades que brinda
la técnica CRISPR/Cas9. Este método
permite insertar genes o fragmentos de ADN en el genoma con exquisita
precisión, sin riesgo alguno de interrumpir tramos funcionales.
Antes
de seguir, vale la pena recordar que todas estas consideraciones están
encaminadas a demostrar la posibilidad teórica de crear zombis fisiológicos o,
en la terminología algo zafia que usé en Maniobras
disgenésicas, dishumanos; y, como arriesgada guinda, justificar cualquier
iniciativa de ese tipo. Ahora bien, en un primer momento, por razones éticas
–aunque de esto ya hablaremos más tarde- en lugar de dishumanos deberíamos
intentar crear euchimpis. La idea es utilizar células madre de chimpancé para
editarlas conforme se acaba de explicar, extraer su núcleo e insertarlo en un
ovocito enucleado de esta especie (técnica de transferencia nuclear). Tras algunas divisiones, los embriones se
implantarían en el útero de una hembra de Pan
troglodytes, y al cabo de unos ocho meses podríamos ver el resultado. O no,
claro. Pero ese sería el modus operandi
general.
En
cuanto a los pormenores de la edición previa de las células madre, un primer
protocolo experimental de aproximación bruta al problema consistiría,
lógicamente, en inactivar los 20 fragmentos de ADN más prometedores de que
hablábamos e insertar su equivalente humano en otro lugar del genoma. Si ello
fuera relativamente fácil, podríamos hacer eso mismo con el centenar de
fragmentos de rápida evolución previos a la criba sugerida, añadiendo incluso
los que se hubieran descubierto más tarde. Si no obtuviésemos así un euchimpi,
nos veríamos en un serio aprieto pues ello nos obligaría a cuestionar toda la
estrategia seguida. Pero si efectivamente el resultado fuera un chimpancé con signos
de conciencia,[1] luego
“bastaría” con combinar de distintas maneras los fragmentos insertados mediante
CRISPR para acorralar a los fragmentos
de ADN (más) implicados en la conciencia fenoménica.
Una
vez hecho eso, como último paso haríamos el experimento simétrico de partir de
una célula madre humana, inactivar las regiones de ADN en cuestión y añadir los
fragmentos correspondientes de ADN de chimpancé, para luego proceder a la
transferencia nuclear y la implantación del embrión en una mujer. A los nueve
meses nacería así el primer dishumano de
la humanidad.
Una
primera y aplastante objeción a todo esto –repito que tratándose de un
experimento imaginario podemos saltarnos por ahora las consideraciones éticas-
es lo mucho que dura la gestación en los chimpancés. Ahora bien, lo explicado
aquí debe considerarse una prueba de principio teórica, de modo que no parece
pertinente criticarla aludiendo a la enorme cantidad de recursos que se
necesitarían para implementarla en términos de tiempo y dinero. En este
sentido, la idea puede compararse al proyecto de colonizar Marte, iniciativa
algo descabellada a la que ya se está dedicando no poco dinero.
Por
añadidura, podemos concebir experimentos menos ambiciosos pero más rápidos como
atajo para emprender con más garantías de éxito los estudios con primates y
finalmente con humanos. Podríamos hacer algunas pruebas previas con ratones, muchísimo más baratos y
manejables, amén de prácticamente inobjetables -por ahora- desde el punto de
vista ético. Hace unos años, el equipo de Svante
Pääbo -líder de los numerosos investigadores que contribuyeron a determinar
la secuencia del genoma de los neandertales- obtuvo por ingeniería genética
ratones con una versión
humana del gen Foxp2, cuyas
mutaciones pueden causar graves trastornos del lenguaje. Se observó que los
ratones así “humanizados” emitían ultrasonidos más agudos de lo normal y tenían
dendritas más largas
en las neuronas del cuerpo estriado, estructura subcortical implicada entre
otras cosas en el control de los movimientos y en procesos de aprendizaje. Dos
datos interesantes son que la proteína Foxp2
es un factor de transcripción, lo que significa que activa y desactiva otros
genes, y que es sintetizada en mayores cantidades
por las mujeres, cuya fluidez verbal supera a la del hombre. Este trabajo lleva
a pensar que debe de ser relativamente fácil expresar genes humanos en el
cerebro de otras especies, más aún en los primates. Pero eso demuestra también
que, si dispusiéramos de algún tipo de concienciómetro, insertando los
fragmentos de ADN asociados a la conciencia en distintas combinaciones en el
genoma de miles de ratones, podríamos
obtener en poco tiempo un mapa de las regiones más importantes a esos efectos. De
este modo podrían iniciarse mucho antes los trabajos en humanos.
Después
de todo lo expuesto, parece que podemos arriesgarnos a dar una respuesta mínimamente
creíble a la extraña pregunta de ¿para qué crear dishumanos? Pues, sencillamente,
para estudiar el fenómeno de la conciencia. Poca duda cabe de que además durante
el proceso descrito se descubrirían colateralmente otras posibilidades y se concebirían
nuevas técnicas de ingeniería genética. Sin embargo, la repugnancia que estas
consideraciones provocarán en más de un espíritu sensible nos obliga asimismo a
replantear la pregunta del siguiente modo: ¿por qué no crear dishumanos? Ahora
sí, ahora hay que mojarse y hablar de bioética.
(Continuará)
*
* * * *
Mayo
de 2017
[1] Chalmers propuso medio en broma idear algún tipo de concienciómetro. Está claro que se necesitará una batería de pruebas especiales para determinar si un organismo artificial –o un robot muy avanzado- posee o no conciencia, aunque lo más probable es que nos encontremos con situaciones intermedias.