HÉROES DE LA
PRECARIEDAD
Nada como darse un
paseo nocturno por el barrio barcelonés de Gracia para cruzarse con
centenares de estos especímenes. Si lo haces a la manera tradicional, o sea,
caminando, o sea, sin servirte de una bicicleta o similar, te arriesgas a ser
arrollado precisamente por alguno de esos vehículos tan adaptados a esta
sociedad “líquida” que nos rodea. Acentúa ese riesgo la oscuridad ambiental,
hábilmente protegida por la anémica luz emitida por unas farolas bien
relucientes en su base gracias a la orina de los perros que juguetean por la
zona. Pero, amigo, vale la pena. Sí, vale la pena sufrir quizá una pequeña
fractura de metatarso si de ese modo, tras encajar con cierta dignidad los
improperios que recibirás por no andar con cuidado por estas pintorescas
calles, tienes la oportunidad de intercambiar algunas palabras con uno de estos
Niñatos
Anónimos. Normalmente ellos te aplastan y te insultan, y ellas te
aplastan y te ignoran. Pero unos y otras, usen o no alguno de esos medios de
desplazamiento, se caracterizan por la elegancia con que lucen sus zapatillas
de deporte de suciedad indefinida; por esa curiosa relación con el alcohol que
oscila entre la abstinencia y la gran cogorza con micción incontrolable; por la
jeta de zombis con que manejan como prehomínidos sus DCC (dispositivos de
contacto compulsivo), y por las decenas de hebillas y cordones que cuelgan de
sus mochilas, nunca he sabido muy bien para qué, quizá como metáfora física de
la indolencia de sus propietarios, o en previsión de una repentina alarma
urbana que les obligue a errar durante días como indigentes, acumulando
cartones, bolsas de plástico y detritos varios para mejor resistir en la jungla
poscataclísmica.
Me refugio en uno
de los muchos baretos minúsculos que hay por la zona para tomar algo sólido. La
edad media de la clientela no llega ni a la mitad de la mía. En este espacio
angosto, en el que suena de fondo una música cansina, confluyen etnias
diversas, lenguas diversas, parejas homosexuales y un camarero que más parece
pasearse que atender a los clientes, y que cuando por fin toma nota de tu
consumición ni te mira a la cara. Al cabo de un rato, el plato servido está a
la altura de las expectativas, solo echo de menos una nota del cocinero magrebí
que diga explícitamente “Este trabajo me la suda”.
Cambio de barrio y
de escenario al día siguiente. A no mucha distancia de las calles que recorrí
anoche, desayuno en Farga, en plena Diagonal, entre miembros de
la alta burguesía catalana. Espacios bastante amplios, buen servicio, buen
café, suculentos y muy variados bocadillitos... A un precio comparativamente
más bajo que el pagado por la cena de ayer. Esta similitud de los precios
observada en zonas socialmente tan distantes de la ciudad es muy reveladora.
Por oposición a la tranquilidad y al abaratamiento asociado a las economías de
escala y la conservación del mobiliario de toda la vida en Farga, el culto a la
diversidad y el cambio que practica nuestra juventud, unido a la elevada
presión turística que sufre la ciudad, han impulsado, como producto
genuinamente español, un minifundismo de la diversión muy fotogénico. Esa
proliferación algo anárquica de locales se compadece con el éxito desbordante
de las “tapitas” como opción simpática para matar el hambre, en lo que
representa una modalidad de consumo de calorías muy apropiada también para una
sociedad líquida, de gente sin ataduras, sin apenas tiempo que perder entre
pantalla y pantalla. Y ambas cosas, el minifundismo y el tapeo, victorias de lo
diminuto, encarecen el producto ofrecido en términos reales. Diversidad de
locales, rapidez de desplazamientos, alta rotación de clientes (Hayek:
“Progress is movement for movement’s sake”), todo ello supone para la juventud
actual una reducción adicional de su ya miserable poder adquisitivo.
Pero a nuestros
héroes del ciberespacio eso no les importa, porque hace tiempo que abandonaron
la idea de emanciparse de sus padres, o que se resignaron a compartir su piso de
extrarradio con otros miembros de la resistencia, de modo que pueden seguir
dedicando el poco dinero que ganan a comer mierda en locales cochambre-chic. Y
además, ¿qué importa todo eso? En realidad, saben que lo que cuenta es la
riqueza interior de la gente. Y de eso andan sobrados. Esa riqueza es la que
les permite luchar como fieras en la web para seguir defendiendo la libertad de
expresión, entendiéndose por tal la libertad de despilfarrar ancho de banda
para descargarse cientos de películas que nunca tendrán tiempo de ver, la
libertad de inundar su red social con banalidades plagiadas de otras mentes
banales, la libertad de participar en foros de cretinos profundos, etc. Los
discos duros de sus ordenadores están llenos a rebosar de material pirateado de
forma obsesiva, con la intención primordial no de utilizarlo, sino de demostrar
ante los amiguetes lo astutos que son. Estos niñatos han sublimado el dinero
que sueñan con poseer en bits que nunca podrán consumir, pero que son aceptados
como moneda de cambio en ese universo de desheredados que no tienen ni tendrán
otra cosa que intercambiar. De ahí su confusión con las dos acepciones del
free inglés: la gratuidad es el único reducto en que pueden encontrar un
sucedáneo de la libertad real, de esa libertad de la que nunca disfrutarán, de
la libertad que da el hecho de disponer de dinero suficiente para vivir
autónoma y dignamente.
Como tienen las ideas confusas (es lo que
tiene alternar atracones de alcohol y dietas anoréxicas como complemento de los
estragos neurológicos irreversibles causados por tantos años de éxtasis y demás
porquerías), del free como gratuidad, después de pasar por lo free como
libertad personal, han saltado sin pensárselo dos veces al free como libertad
política. De un plumazo, estos chiquillos, entusiasmados, han cobrado
conciencia de que son... ¡una fuerza decisiva para el avance de la democracia
en el mundo! Todo hay que decirlo, tenían el terreno bien preparado gracias a
la labor didáctica llevada a cabo con especial machaconería en los últimos años
por diversos neomísticos de la tecnología y/o analistas de pacotilla, entre
ellos Cebrián, Manuel Castells, Felipe González o el
asombradizo Punset. La utopía del poder liberador de la web ha acabado
calando a fondo en una población que deseaba inyectar sentido como fuese en lo
que no ha dejado de ser un simple juego masivo de intercambio de cromos. Sin
embargo, pasado el tiempo, diversos estudios (Groshek,
Morozov)
muestran que la influencia del ciberactivismo en la realidad política es nula.
Eso mismo nos advirtió hace unos meses en un polémico artículo el autor de The
tipping point, Malcolm
Gladwell. Pero no importa, el mito seguirá ahí, entre otras cosas porque
continuarán apareciendo tipos con pretensiones mesiánicas como Julian Assange,
pero también porque esa idea reaviva la siempre latente pasión igualitarista de
las masas, toda vez que, así como la acumulación enfermiza de gigabytes ocupa
en el imaginario de los adultescentes de hoy día el mismo lugar que la compra
desaforada de nuevas propiedades inmobiliarias en el cerebro de sus
progenitores, la exigencia de transparencia total de la información reproduce
en el terreno de lo intangible -de lo líquido, de lo irreal, de lo inofensivo
en suma- la utopía original de la socialización de los medios de producción.
Ahora, la socialización de la información, el acceso Total a Todo por Todos se
convierte así en la nueva religión de las masas enganchadas al ciberespacio, y
los hackers no son sino los sacerdotes que ofician en las ceremonias de
exaltación de la transparencia, la gratuidad y, no nos engañemos, la venganza
de sofá que esta generación malograda quiere tomarse contra un enemigo que no
acierta a definir, o que quizá ni le interesa definir.
Otro aspecto a
destacar es la fe ilimitada en el potencial de esa información liberada del
yugo de los poderes fácticos. Algunos de los sacerdotes que accedan a ella
serán omnipotentes, pues dispondrán de toda la materia prima necesaria para
desentrañar cualquier misterio que los fieles les planteen, y gracias a su
especial talento dispondrán también de un arma, la abducción (en el
sentido filosófico de “adivinar”), fundamental para practicar la
retroingeniería de eventos que les permitirá identificar a los implicados en el
delito o escándalo de turno. De ahí en buena parte el éxito de Millenium.
Lisbeth Salander viene a reproducir en el terreno de la investigación
periodística la forma de razonar aplicada continuamente en el ámbito de la
medicina por otro sabueso de éxito, el Dr. House, quien, como sabemos,
está explícitamente en deuda con otro gran “abductor” como es Sherlock Holmes.
Ahora bien, por encima de esas proezas técnicas, lo más importante es que
Salander, como Assange, al liberarnos del secreto, nos están permitiendo quizá
albergar la esperanza, en medio de esta crisis interminable, de liberarnos
también de la incertidumbre.
Pero la realidad,
en la práctica, es siempre más prosaica. Cuando no tienen a mano un disidente
chino, una nueva filtración o una revuelta callejera que apoyar a golpe de
clic, nuestros héroes del ciberespacio, en lugar de ponerse a ver tranquilamente
todas esas pelis que se descargaron, y dejando así bien claro que aquellos
fines altruistas eran solo un pretexto para no aburrirse, se dedican a convocar
a la gente a fin de que a determinada hora acudan a un determinado lugar para
participar en acciones -flashmobs, o “moBidas”- cuya mera descripción
causa sonrojo. Según leo en El
País, se trata por ejemplo de “imitar los pasos de baile de Lady Gaga,
participar en una lucha de almohadas o subirse al metro en ropa interior”. Y
como justificación de todas esas maneras de hacer el ridículo aducen nada menos
que “generan espontaneidad y ves partes de ti mismo
que no estás acostumbrado a ver. Por diversión y porque a la gente le gusta
sentir que forma parte de algo”. ¡Todo un compendio de sabiduría en tan
pocas palabras! Y encima su lema no tiene desperdicio como guiño para lograr
nuestra complicidad: “No estamos locos, pero nos encanta hacer locuras”.
Todo hace pensar
que esta generación Nintendo seguirá nintendizada hasta su muerte. En otro
tiempo el mayor acicate del esfuerzo era la emulación de alguien más afortunado
que física o vitalmente estaba o pasaba cerca nuestro.
Ahora, con el aumento vertiginoso de las desigualdades que están propiciando
estos Gobiernos ocupados por cobardes improvisadores, con una clase media que
se está evaporando a ojos vistas, la clase alta queda ya muy lejos, de modo que
aumenta la probabilidad de no tener en las proximidades más que a otros
pringados de tu misma especie, sobre todo cuando espontáneamente han surgido
guetos urbanos especializados en exhibir la miseria de la diversidad como
componente primordial de la nueva épica/ética de la precariedad. Disminuye así
la motivación para esforzarse, pero también el cabreo necesario para rebelarse
de verdad, ese cabreo generado automáticamente por el roce con las diferencias
patentes de clase. Lo más fácil es mimetizarse con la desidia ambiental,
sobre todo cuando siempre hay a mano alguna coartada para simular que se ataca
al sistema. Y así, mimetizados en su entorno cutre, alimentando periódicamente
su buena conciencia con ciberataques totalmente inofensivos, y narcotizados
siempre por imágenes de Youtube dignas de cualquier guardería, estos muchachos
nunca se darán cuenta de que probablemente han caído en algo parecido al
círculo vicioso de la pobreza. Al fin y al cabo, nos encontramos ante una precariedad
llamada a autoperpetuarse como consecuencia de una doble escisión, social y
demográfica. Social, porque esta es quizá la primera generación con una
clase media solo vestigial, en la que se ha consumado la separación entre una
minoría de jóvenes privilegiados -que funciona como cantera de una élite de la
que saldrán las morritos pajines y demás analfabetos que nos malgobernarán
durante décadas- y una masa de chavales sobradamente preparados y estafados,
pero también sobradamente reconfortados por sus redes de reconocimiento
endogámico y consolados por el hecho de saberse legión, lo que determina un
creciente extrañamiento social. Y demográfica, porque ese sector mayoritario de
la juventud alcanzó el uso de razón en un entorno ya muy deteriorado y se
adaptó a él, de modo que sufre amnesia generacional. No recuerdan, no pueden
recordarlo porque no lo han vivido, que otro mundo es posible. Y esa
imposibilidad, en definitiva, de compararse en el espacio con los ricos y en el
tiempo consigo mismos les condena a no acumular nunca la indignación necesaria
para salir a la calle y gritar ¡Basta ya!
Enero-2011
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