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Domesticación, ludigenesia y neouros económicos

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En su libro Domesticated (Norton, 2015), Richard C. Francis nos presenta lo que viene a ser de hecho una sucesión de ejemplos de genética práctica. Describiéndonos de forma muy amena y pormenorizada los procesos de domesticación de lobos, cerdos, caballos, camellos, bóvidos y otros animales, el autor nos demuestra que en todos los casos se producen cambios fenotípicos -físicos y comportamentales- muy similares. El famoso experimento de selección de zorros cada vez más mansos llevado a cabo por el científico ruso Belyaev a finales de los años cincuenta fue solo una reproducción "in vitro" de los experimentos naturales que hicieron nuestros antepasados con diversos animales, y de los que siguen haciendo de forma artificial muchos de nuestros contemporáneos sometiendo a los perros a toda clase de deformidades. 

Pero es que además, para quien no tenga miedo a extraer conclusiones, el libro apuntala aún más sin pretenderlo la idea de que las razas humanas no pueden ser un mero invento de apologetas del  Dr. Mengele. La rapidez con que pueden producirse los cambios en los animales hace trizas el argumento de que en sus 100 000 años de historia, enfrentada  a presiones ambientales de todo tipo, la especie humana no puede haberse diversificado lo bastante como para hablar de diferencias raciales que trasciendan la simple apariencia física. Añádase a ello que los cambios físicos experimentados por el organismo humano en su tránsito de África a Asia reproducen con pasmosa fidelidad el proceso de aparición del "fenotipo domesticado" hacia el que convergen los animales que acaban conviviendo con el hombre (véase www.c3c.es/laboasiati.htm).

Un concepto importante para entender la rapidez con que pueden aparecer determinados rasgos en pocas generaciones -incluso a lo largo de la vida de un individuo- es el de plasticidad fenotípica (tinyurl.com/q4r8vtc):  un mismo genotipo puede traducirse en distintos fenotipos en función del ambiente. Un caso extremo es el de las tortugas y los cocodrilos, que son machos o hembras en función de la temperatura a que se haya incubado el huevo.

Los cambios experimentados por los animales seleccionados en función de su mansedumbre no dependen de la selección de mutaciones fortuitas a lo largo de las sucesivas generaciones, fenómeno harto improbable, sino de la  explotación de la diversidad de alelos ya existentes para cada gen en el ADN de la población inicial. Téngase en cuenta que esos alelos permanecen muchas veces silentes, pero encierran un enorme potencial pues constituyen todo un repertorio para generar combinaciones capaces de generar distintos fenotipos en el mismo o en distintos ambientes. La selección natural o artificial de los alelos más adaptados a las nuevas condiciones se producirá con gran rapidez, sin necesidad de esperar a que aparezca milagrosamente la mutación precisa para obtener el efecto deseado. Además, considerando que los rasgos perseguidos suelen ser poligénicos, más difícil es que se produzcan simultáneamente las mutaciones requeridas. Todo es mucho más sencillo cuando todas las variantes genéticas están ya ahí, en forma críptica pero disponibles. Por último, la existencia en muchos casos de varias copias de un mismo gen confiere al organismo la posibilidad de modular también cuantitativamente la intensidad del rasgo correspondiente.

Un aspecto interesante es que en muchos casos se produjo un fenómeno de autodomesticación. No es que el hombre decidiera hacer del lobo, por ejemplo, un animal de compañía, sino que los lobos menos temerosos del hombre conseguían aprovechar mejor los restos de comida que iban dejando a su paso los cazadores-recolectores, y esa ventaja les permitió reproducirse más que los otros e ir imponiendo así en la población las variantes genéticas asociadas a la mansedumbre. 

El fenotipo domesticado se caracteriza por lo general, además de por su tolerancia al hombre, por un menor tamaño corporal, un menor dimorfismo sexual, pelajes más claros, hocicos más cortos (cráneos más planos), orejas caídas, colas curvadas, y una menor actividad del eje hipotálamo-hipofisario y de los niveles de adrenalina y cortisol en respuesta a las situaciones de estrés. Es decir, la selección deliberada de un solo rasgo, la tolerancia al hombre, lleva aparejados muchos otros cambios que se repiten en su mayoría en todas las especies domesticadas. Esta combinación solo puede explicarse por dos mecanismos no reñidos entre sí: la pleiotropía, fenómeno por el que un mismo gen tiene varios efectos fenotípicos, y lo que se conoce como ligamiento genético, es decir, la estrecha proximidad de los genes determinantes de un rasgo a los loci asociados a otro rasgo, de tal manera que tienden a heredarse juntos.

En el caso del perro, observamos que el hombre, no contento con haberlo hecho cada vez más obediente y dependiente de sus cuidados, se ha lanzado a usarlo como juguete experimental, cruzando los ejemplares con criterios estéticos de lo más variopinto para obtener aberraciones tales como el chihuahua, el feísimo pug o el inquietante bull terrier.  Ahora bien, esta estúpida afición nos permite concebir por analogía un experimento mental aplicado al hombre, pues nos demuestra que, extrapolando, la selección caprichosa de un determinado rasgo físico o comportamental ha de arrastrar consigo siempre otros cambios a priori insospechados e imprevisibles en su organismo, pues dependerán de un sinfín de azares acumulados en los genes en lo que atañe tanto a su distribución en los cromosomas como a su grado de expresión y plasticidad.

Frankensteins malévolos podrían dedicarse en la clandestinidad a cruzar a seres humanos con arreglo a un solo criterio totalmente arbitrario, como la longitud relativa del dedo meñique, el color de los ojos, la forma de la nariz, lo poco o mucho que llore el bebé, el grado de activación de una determinada estructura cerebral, el tiempo tardado en empezar a hablar, etcétera. De este modo, a lo largo de las sucesivas generaciones veríamos aparecer también otros rasgos asociados, y en solo unos cientos de años obtendríamos así distintas razas que, como en el caso de los perros, podrían adquirir formas grotescas en comparación con las cuales las criaturas de la isla del Doctor Moreau serían auténticas bellezas. Las diferencias genéticas entre unas y otras razas artificiales serían infinitesimales, probablemente mucho menores que las actualmente observadas entre las razas humanas naturales, como consecuencia del "efecto fundador", en lo que vendría a ser otra demostración más -la enésima ignorada por el establishment académico- de lo poco que hay que tocar el genoma para obtener diferencias físicas y comportamentales significativas entre dos poblaciones separadas.

En definitiva, nuestro genoma alberga infinidad de monstruos potenciales, no ya por efecto de mutaciones, inserciones, duplicaciones, etcétera, que también, sino fundamentalmente por los fenómenos de arrastre de unos rasgos por otros que podríamos poner en marcha si nos lo propusiéramos. 

Estas observaciones y experimentos mentales nos obligan a extraer también otras conclusiones en campos muy alejados de la genética, como por ejemplo la economía. Es muy probable que las sociedades más prósperas y armoniosas puedan caracterizarse por una combinación de variables cada una de las cuales habría ido convergiendo hacia un valor óptimo en el contexto de su interacción con las otras variables, y todo ello de una forma muy lenta, a lo largo de décadas o siglos. Con mayor o menor fortuna histórica o mediática, los más sesudos economistas que en el mundo ha habido habrían estado dando palos de ciego en esa maraña de interrelaciones, para finalmente amargarnos la vida con dos o tres recetas generales deducidas grosso modo de los valores aparentes de algunas de esas variables. La mucho más compleja red  de interacciones subyacente seguiría ahí, silente, sin nadie que realmente la haya sabido caracterizar.

El socialismo real sería un claro ejemplo de intento de domesticación de la realidad económica basado en la selección de un único rasgo: el reparto obligatorio de la riqueza. Nadie podía imaginar los aberrantes efectos colaterales que esa bienintencionada imposición traería consigo. Otro ejemplo más próximo sería, obviamente, la adopción del euro como camisa de fuerza de un conjunto de países de características muy distintas: nadie supo prever  los "rasgos" asociados que haría emerger la selección del rasgo "moneda común", pero a estas alturas los europeos los conocemos de sobra y estamos adquiriendo conciencia dolorosamente de que es muy difícil tocar una parte de la economía sin que otra se descomponga. Y el fenómeno de la globalización, con sus devaluaciones competitivas, hace aún más difícil prever nada de nada.

Enlazando ahora de nuevo con la genética de la domesticación de animales, el voluntarismo económico que a todas horas demuestran nuestros dirigentes es, bien analizado, tan absurdo como el proyecto que auspiciaron los nazis para reconstruir el uro, antepasado de los toros que se extinguió en 1627. Fue así como los hermanos Heinz y Lutz Heck acometieron ingenuamente un proceso de retroingeniería chapucera cruzando con pobres criterios morfológicos diversas subespecies de toros y vacas. El neouro que tan orgullosamente creyeron haber obtenido como resultado de ese laborioso proceso fue de hecho, como vulgarmente se dice, un churro.  Pues bien, neouros son también las cifras maquilladas que suelen presentarnos los políticos para convencernos de la bondad de sus recetas económicas.

                                                            C3C - Octubre de 2015

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