Maniobras
disgenésicas en pos de la idiotez artificial
En
el campo de la inteligencia artificial
(IA), se asume de forma generalizada que algo digno de tal nombre solo podrá
ser el resultado de multitud de pequeños avances de la computación, tanto del software como del hardware, sin descartar a largo plazo alguna sorpresa protagonizada
por la informática cuántica.
Sin
embargo, nadie parece dispuesto a estudiar la posibilidad de llegar a un punto
parecido en sentido inverso a partir del wetware humano actual, o al menos no
tengo conocimiento de nadie que haya manifestado en público nada semejante,
como no sea que, forzando mucho la analogía, nos remontemos a los burdos
experimentos llevados a cabo en los años 20 por un biólogo ruso para obtener híbridos de humano y simio. Ello puede
deberse al tabú que sigue representando cualquier intervención en el genoma
humano: si ya el hecho de manipular nuestro ADN para mejorar la especie humana
suscita un rechazo instintivo en la mayor parte de la población, es lógico que
ningún científico se atreva a proponer modificarlo sólo para obtener un humano
con la inteligencia justa para superar el test de Turing, benchmark habitualmente manejado en la actualidad como criterio
último para empezar a hablar de una verdadera IA.
Está
claro que, desde un punto de vista técnico, la ciencia no tardará mucho en
ofrecernos esa posibilidad. Al tiempo que se descubren cada vez más genes
asociados a la inteligencia, se descubren también otros muchos que la
debilitan, y ya estamos en condiciones de insertar genes a voluntad en células
germinales jugando con algún tipo de células madre.
El
problema de fondo, por tanto, no es técnico. El problema real consiste en
determinar qué destino podríamos dar a esos dishumanos dentro de los
límites éticos que nos fijemos, pero está claro que esos límites no pueden ser
los muy estrechos y obsoletos vigentes en la actualidad. Y debemos reparar
además en que esos límites se han de definir en buena parte en función del
grado de conciencia que posean esos dishumanos. O, mejor dicho, del nivel de
conciencia que les permitamos poseer.
A
poco que recapacitemos nos daremos cuenta de que la naturaleza nos ofrece ya
espontáneamente todo un continuum de combinaciones
de inteligencia-conciencia. Desde las urracas capaces de reconocerse en un
espejo, pasando por la percepción de la muerte que muestran animales como los
elefantes y los primates, pasando por la nebulosa de extrañas sensaciones que
pueden experimentar todos aquellos a quienes se considera en situación de coma
vegetativo, pasando también por los distintos grados de lucidez de los
afectados por la trisomía 21, y llegando a las distintas fases del alzhéimer.
Las
distintas combinaciones de inteligencia y conciencia que inundan el mundo de lo
viviente nos autorizarían a jugar también con esos dos factores en el
laboratorio. Nuestra aportación sería una simple gota en el océano de lo ya
existente, tan justificada a priori como la cría de cerdos como fuente de
proteínas. Los cerdos carecen de conciencia, según la definición estándar, y
eso nos autoriza a darles la vida y sacrificarlos a nuestro antojo. Podríamos
elegir las más variadas combinaciones de diferentes grados de inteligencia por
un lado, y una conciencia nula por el otro: una conciencia nula que ampliase
considerablemente los límites de lo admisible.
Debo
subrayar aquí que esta última afirmación asume como premisa una permisividad eutanásica por ahora
inexistente pero que con toda seguridad se impondrá en las próximas décadas como
resultado del envejecimiento de la población. Como los avances de la medicina
van a permitir más pronto que tarde prolongar la vida de los enfermos de
alzhéimer o con demencia senil no ya unos años sino décadas, no parece
descabellado hacer una extrapolación y adivinar que la población trabajadora se
negará a pagar no solo la deuda pública acumulada por la generación adicta al
despilfarro que la precedió sino también el terrible dispendio que supondrá
mantener con vida a millones de zombis improductivos e incapacitados para
sentir nada parecido a la felicidad.
No
parece que los empeñados en lograr algún tipo de conciencia basada en el
silicio -a modo de prueba definitiva del hito de la IA- hayan pensado en el
dilema que se les planteará si realmente alcanzan ese objetivo. ¿Será ético
destruir la máquina? ¿Será ético siquiera modificar su software lo más mínimo, o habrá que respetar lo creado por el
hombre, es decir, en definitiva, por la naturaleza? Esas modificaciones
ulteriores ¿deberán contar con el beneplácito de la conciencia artificial
creada? ¿Deberemos respetar su "voluntad"? Si desea suicidarse por
considerarse inmovilizada -tetrapléjica-, ¿será ético negarse a desconectarla
para poder exhibirla como en un circo?
Lo
curioso es que no parece que todos esos interrogantes sean óbice para que los
científicos investiguen a sus anchas al objeto de inyectar conciencia en la
materia inanimada. Y sin embargo la perspectiva aquí analizada de combinar en
un ser biológico (no necesariamente humano, por cierto) una inteligencia cuasi
humana y una conciencia nula o sensiblemente inferior a la perseguida por la IA
está destinada a causar desasosiego y repugnancia entre la gente bienpensante,
es decir, en la inmensa mayoría de la población, incluidos filósofos y
especialistas en bioética.
Quiero
decir con todo esto que el nivel de conciencia del dishumano creado me parece
mucho más importante que la inteligencia que albergue a la hora de determinar
la función a asignar esos seres. Si se logra inactivar en el cerebro los genes
que determinen la conciencia, o bien -si no existen tales genes porque la
conciencia es un fenómeno emergente, cosa mucho más probable- introducir en ese
tejido genes artificiales que tengan ese mismo efecto, podríamos obtener lo más
parecido a un robot, pero de carne y hueso. Esos zombis -pues eso serían en definitiva, sin las connotaciones gore habituales- podrían personalizarse
programándolos con el nivel de inteligencia que la sociedad necesitase en cada
momento. Si la sociedad admite sin problemas la creación de robots
inteligentes, e incluso apoya a quienes quieren dotarlos de algo parecido a la
conciencia, ¿qué más da que esos robots tengan un sustrato biológico? ¿Qué más
da que se nos parezcan físicamente? ¿Qué más da que puedan darnos el pego en el
test de Turing o en los intercambios entre humanos en la vida cotidiana?
Reconozco
que he empezado la casa por el tejado, pues queda pendiente la cuestión
planteada originalmente: ¿para qué queremos dishumanos?
(Continuará)
7/9/2015
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