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La Gran Dilución

 

       El criterio básico por el que se rige el Gobierno español para salir de la crisis está claro: evitar el enfrentamiento con los sectores más poderosos o vociferantes de la sociedad, y penalizar a la mayoría silenciosa -léase clase media, mientras quede algo de ella- con la esperanza de que, diluido así el esfuerzo recaudatorio, la gente no lo note demasiado y siga empobreciéndose sin rechistar. Hemos sido testigos de la reanimación de la banca y de sectores como los de la construcción (13 000 millones de euros en dos años para el Plan E), el automóvil (4000 millones), la hostelería (1000 millones) y el cine (86 millones), absolutamente necesarios en este país donde apenas había zanjas en las calles, sucursales, coches, restaurantes y oferta audiovisual.  Añádase a ello el efecto de la inoportuna deducción de 400 euros (6400 millones) y ya tenemos en torno a la mitad de la suma que el Gobierno quiere recuperar ahora cuanto antes para corregir el déficit. Pues bien, ese dinero no va a salir de una reintroducción del IVA del 28% para productos de lujo, suprimido por Solbes en su día, ni de las Sicav, ni de un nuevo impuesto por segundas y terceras viviendas, ni del ya casi extinguido impuesto de sucesión, sino del IVA pagado por el consumidor anónimo, de la pensión del jubilado anónimo y de los depósitos del ahorrador anónimo. Es decir, sin posibilidad de recurrir a nivel nacional al viejo truco de la devaluación y la inflación para camuflar el reparto indiscriminado del pago de la deuda entre todos los ciudadanos, el Gobierno opta por respetar el dinero de los ricos y diluir el sacrificio entre las clases medias. 

      

       Pero la crisis de deuda soberana que estamos viendo desarrollarse nos recuerda que esa operación de dilución es una maniobra con muchas más posibilidades. Ahora será Grecia la que inunde de pobreza al resto de Europa, y dentro de unos meses o años, España y otros países. Todo lleva a pensar que los bancos centrales de muchos países de la Unión Europea –como resultado del acuerdo secreto alcanzado en la reunión de urgencia que celebraron el 13 de febrero sus más altos dirigentes- han empezado a adquirir en grandes cantidades (o se han comprometido a ello cuando se agrave la situación) bonos emitidos por Grecia y probablemente otros PIIGS, reduciendo con esa demanda artificial los intereses que el mercado habría exigido por ellos. Pero cabe preguntarse cuánto tiempo van a poder seguir haciendo eso sin incurrir en un riesgo excesivo.  Por otra parte, en caso de impago, muy probablemente esos bonos tienen o tendrán la garantía del BCE. Todo lo cual significa lo siguiente: para que el Gobierno de Grecia pueda devolver a los griegos (pero también a muchos bancos europeos) el dinero de los bonos que vencen ahora, los bancos centrales entregan a Grecia, a cambio de los nuevos papelitos (bonos) el dinero necesario para reponer sus arcas. Pero cuando Grecia, España, etc., no puedan devolver el dinero más los intereses de esos bonos recién emitidos (porque eso es lo que va a ocurrir), los Gobiernos saben que podrán acudir al BCE para endosarle a él el papelito y recuperar liquidez. ¿Y de dónde va a sacar el BCE ese dinero? Muy sencillo, dado que la UE carece de una política fiscal uniforme propia, la única opción es imprimir dinero, eso que llaman eufemísticamente “quantitative easing”, o alivio cuantitativo, y que han hecho ya descaradamente países como Estados Unidos y el Reino Unido. O sea que, en la práctica, el papelito-coartada circula de los inversores hasta ahora afectados, pasando por los bancos centrales, hasta el BCE, mientras que el dinero real (realmente creado ex nihilo) circula del BCE a los bancos centrales y de éstos a los inversores.  Agotados los sucesivos garantes de último recurso, la única salida es imprimir dinero.

 

       Ahora bien, eso conlleva, como todo el mundo sabe, un mayor riesgo de inflación. La población en general perderá poder adquisitivo, pero a los Gobiernos les resultará más fácil pagar la deuda, porque seguirán abonando los intereses relativamente bajos que aceptó el mercado cuando aún no había inflación, y paralelamente recaudarán más en concepto de IVA y otros impuestos, engordados artificialmente por la mayor masa monetaria.  En otras palabras, pagarán unos intereses “nominales” con dinero “real” devaluado por efecto de la inflación. O sea, los Estados, con la colaboración del BCE, se comportarán una vez más como grandes falsificadores de dinero para pagar sus deudas.  Así cualquiera.

 

       En el ABC del pasado 21 de febrero se hablaba de la “deudaflación” (me gusta más deuflación) para designar la actitud de hacer la vista gorda ante la inflación a fin de paliar en lo posible los efectos de la travesía del desierto que supondrá el pago de la deuda durante toda una generación. Llama la atención que en el discurso del BCE nunca aparezca abiertamente esa posibilidad de recurrir a la imprenta como parte de las estrategias de salida que están considerando los Gobiernos.  Se trata de una alternativa tabú sin duda, por influencia de Alemania, que no quiere ni oír hablar de un descontrol de los precios que pudiera desembocar en algo parecido a la hiperinflación de los tiempos de Weimar, de tan funestas consecuencias. Pero pretender que Europa en su conjunto logre simultáneamente los objetivos de 1) mantener la paz social mimando a sus trabajadores, 2) sanear las cuentas de los PIIGS y 3) no imprimir dinero equivale a intentar lograr la cuadratura del círculo.  Y es que esos tres objetivos elogiosos de cara a la galería son la antítesis de las tres formas de reparto del sacrificio que nos está imponiendo en la práctica, consistentes en diluir el coste del salvamento, respectivamente, entre clases sociales (fiscalidad injusta), entre países europeos (baile de bonos)... y dentro de poco entre generaciones (inflación). Como salida (?) de la Gran Recesión, preparémonos por tanto a asistir resignadamente a esa triple Gran Dilución. Se diría que ya no quedan cartuchos, a no ser que descubramos alguno de esos universos paralelos que corren por ahí y encontremos la manera de exportar hacia ellos toda la porquería generada por los excesos de las dos últimas décadas.

 

       Europa se lo tiene merecido, por su megalomanía, por haberse ampliado más de lo necesario sin estar preparada, por ignorar los determinantes genéticos y geográficos de la economía, por creer que la población europea es una tabla rasa y que el euro iba a actuar como camisa de fuerza para los más indisciplinados, con la misma eficacia que atribuyen a la educación como factor igualitarista. La burocracia pija de Bruselas mantiene su chiringuito de ineficiencias y buenas intenciones mientras obliga de un modo u otro a la población europea a hipotecar el porvenir de sus hijos. Es fácil imaginar a esos burócratas, cuando nadie les ve, carcajeándose del lío en que se han metido y nos han metido a todos, y del que saben que todos sabemos que no saben cómo salir, en lo que constituye un cínico ejercicio de pantomima que no tiene fin.  Se rumorea que, como parte del sadismo que cultiva esa casta, su último pasatiempo consiste en organizar un sorteo cuyo ganador deberá convocar en breve una rueda de prensa en la que aprovechará lo ocurrido con Grecia para convencernos de la urgente necesidad de integrar en la UE a Turquía y sus ochenta millones de habitantes. Pero intuyo que no hará falta tal sorteo, porque el cada día más crispado Cohn-Bendit se presentará voluntario. Bendito con.          

        

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