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MIEDO A SEÑALAR: DEMOCRACIA CONTRA CAPITALISMO

 

 

 

 

     Entendidos en su mejor sentido, y a diferencia de lo que normalmente se cree, democracia y capitalismo se han convertido en conceptos antagónicos. Es posible incluso que la crisis económica actual no pueda entenderse sin haber comprendido antes a fondo las tensiones que provoca el desarrollo paralelo de ambos. La afirmación de que cualquiera de esos conceptos puede materializarse en ausencia del otro se queda cortísima frente a lo que de hecho está ocurriendo. Sí, es obvio que China ha demostrado de sobra que el capitalismo puede prosperar cual espectáculo pirotécnico en una sociedad totalitaria, y está claro también que Occidente se muestra una y otra vez dispuesto a derrochar dinero para apoyar y hasta imponer formas de democracia tan artificiales como efímeras –digámoslo, ridículas-  en países en desarrollo devastados por conflictos internos.

     Pero no parece haberse entendido que, en el marco de los valores defendidos por el pensamiento hipercorrecto, ese que puede manifestarse por boca de personajes tanto de izquierdas como de derechas y que ha ido impregnando toda la sociedad, la presunción de igualdad absoluta de los ciudadanos ha pasado a convertirse (de la mano de la generación sesentayochista primero, y más tarde con la ayuda inestimable de iluminados varios, como nuestro inigualable ZP) en la presunción de que no solo podemos, sino que debemos hacer abstracción de las diferencias de talento y méritos entre ellos.  Y esa difuminación deliberada del valor de las personas, de los agentes que esculpen cada modelo específico de sociedad en el mundo capitalista, equivale en el plano de la política a lo que a nivel económico representaban las maniobras de fijación de precios practicadas en los países del socialismo real, y más recientemente en Venezuela.  Al igual que el alejamiento de los precios fijados por decreto de aquellos que hubiesen emergido en un mercado libre condujo al socialismo real a la miseria, la distorsión que supone la presunción de igualdad universal a despecho de las grandes disparidades constatadas en la vida real en la capacidad y méritos de las personas –con independencia ahora del origen de esas disparidades- está conduciendo al capitalismo a alguna forma de colapso o, más probablemente, a una situación de complejidad e inestabilidad crecientes que con cualquier ayudita externa –aceleración inesperada del cambio climático, una pandemia de no te menees- o interna –otro susto financiero, disparo exponencial del gasto sanitario- nos abocará a catástrofes impredecibles.  Un ejemplo de ello es el bloqueo de las iniciativas económicas en la actual Unión Europea: cabe sospechar que los dirigentes europeos, no sabiendo cómo diablos salir de este enorme embrollo que ellos mismos siguen alimentando, están practicando todas las formas posibles de procrastinación, a la espera simplemente de un evento grave que pueda utilizarse como pretexto para dar de una vez alguno de esos pasos que no se atreven a dar en circunstancias normales por miedo a la reacción del electorado. “Una crisis saca otra crisis”, se adivina que están pensando. 

     Diría yo que las medidas de discriminación positiva fueron la primera manifestación de esa tendencia a fijar por decreto el mérito de las personas. Sus resultados fueron tan desastrosos en los campus universitarios que finalmente hubo que rectificar. Y una rectificación masiva y pública en tema tan delicado como la que tuvo lugar en los Estados Unidos demuestra que la evidencia para acabar con esa práctica era apabullante, ya que los políticamente correctos exigen siempre a sus oponentes una carga de la prueba varias veces superior a la que se exigen a sí mismos.

     Pero el rodillo igualador de fondo ha sobrevivido y goza de muy buena salud en muchos otros campos en los que sus funestas consecuencias son más difícilmente detectables o medibles.  Es el caso, por ejemplo, de la paridad de sexos en los gobiernos. ¿Cómo demostrar que un determinado hombre lo habría hecho mejor que esa ministra? Imposible demostrarlo, sobre todo si se comete la torpeza de elegir para la comparación a Montoro. Que la ministra balbucee en sus respuestas ante la prensa, que su uso de pulseras magnéticas haya sido un mérito para nombrarla titular de la cartera de Sanidad, que actúe como mercenaria del aparato estatal saltando sin  complejos de un ministerio a otro con independencia de su (falta de) formación… Todo eso son minucias en comparación con la aparente equiparación lograda entre hombres y mujeres. Sin embargo, a la luz de los resultados que arrojan los trabajos realizados en el campo de las neurociencias, es de necios seguir pensando que las mujeres están tan preparadas como los hombres para ocupar puestos que exijan un buen dominio de las matemáticas. Hace poco se publicó un estudio que parece echar definitivamente por tierra el mito de la igualdad de los cerebros del hombre y la mujer.  Pero no, de eso tampoco se puede hablar: no se puede señalar a las mujeres como inferiores a los hombres en lo que al dominio de las matemáticas se refiere. A propósito, ¿cuántas mujeres hay entre los premios Nobel de física y matemáticas?

     En el ámbito de la enseñanza, por otra parte, el profesorado ha sido sometido con incuestionable éxito a un lavado intensivo de cerebro con ese detergente llamado tabla rasa: todos los alumnos albergan un potencial muy similar, lo único que ocurre es que algunos necesitan un empujón especial, o muchos empujoncitos, con resultados que los mismos profesores se encargan de manipular u ocultar. En consecuencia, no es necesario preocuparse por identificar a los alumnos especialmente inteligentes que podrían beneficiarse de un plan de estudios acelerado. La sociedad pierde así potencial intelectual, en detrimento de su capacidad para afrontar y resolver futuros retos. No deja de ser sintomático que, en España, las únicas comunidades que se han atrevido a establecer líneas especiales para los alumnos más dotados –Madrid y Cataluña- sean, cada una a su manera, especialmente despóticas. No es una idea especialmente atractiva, pero parece que se necesita un cierto grado de despotismo para aceptar la realidad –en este caso la desigualdad- y obrar en consecuencia. Lástima que esa clarividencia no la apliquen nunca a otras desigualdades, como las que afectan a los ingresos o el patrimonio, para no verse forzados a corregirlas.  

     El problema se reproduce entre el profesorado mismo, y entre los funcionarios en general. En todo círculo de colegas se sabe quién hace algo útil y quién no, pero es de mal gusto plantearlo abiertamente llegado el momento de una “reestructuración”.  La Administración acaba así perdiendo gente competente de forma desproporcionada. Y además a muchos ineptos se les recompensa a menudo con generosas prejubilaciones, las dimensiones de cuyo impacto en la crisis española alguien debería analizar con detalle. 

     Por todas partes podemos detectar ejemplos de grupos dominados por ese temor/pudor a señalar a los individuos más competentes. Por definición, son escasos, de tal manera que habrá siempre una mayoría que se confabulará tácitamente para imponer unas relaciones de fraternidad igualadora en detrimento del funcionamiento del grupo. Si alguien destaca especialmente en una tarea, en lugar de “explotarlo” en ese sentido, se impondrá la tan ensalzada costumbre de diversificar el trabajo y evitar que fulanito piense que se le está discriminando; nadie se atreverá a sugerirle a éste que lo mejor que puede hacer es seguir ocupándose de las fotocopias.   

     Si señalar sin complejos a los más competentes requiere cierta valentía, por cuanto supone reconocer la inferioridad relativa del conjunto del grupo, señalar a los inútiles sin remedio constituye una osadía aún mayor, porque supone un ataque frontal contra la doctrina oficial propagada por los psicólogos y educadores, según la cual no hay nadie tonto. Solo hay gente inferior en algunos aspectos pero que, gracias a una extraña intervención de la divinidad –o, en su versión laica, una muy afortunada y precisa reordenación de sus genes- presenta otras facetas en las que destaca justo en la medida necesaria para contrarrestar aquel mal llamado defecto. Por no hablar de quienes se las dan de tonto para obtener así ciertas ventajas en su entorno.

     Puede que con la crisis la maniobra haya perdido partidarios, pero hasta hace poco era corriente que en una empresa decidida a suprimir un departamento se recurriera antes a una consultoría que analizase el funcionamiento global de la organización, para no cometer la ordinariez de ir directamente al grano, por miedo a señalar con el índice a quienes ya se había decidido despedir. La consecuencia son pérdidas innecesarias de dinero y de tiempo para todo el mundo, una menor eficiencia empresarial y, por tanto, menor competitividad. Todo ello edulcorado con el cuento de la imparcialidad y transparencia, grandes aliados de una democracia enfermiza. 

     La crisis que sufrió Chipre a comienzos de 2013 se saldó de la peor manera posible por temor a diferenciar a los ahorradores según el origen de su dinero (y por temor también, claro está, a las posibles represalias de Putin). En lugar de penalizar a los rusos que habían elegido la isla para ocultar sus ganancias injustificables, se estableció un límite de dinero arbitrario aplicado de forma generalizada, que en teoría debió de afectar a muchos rusos, pero que afectó también a numerosos chipriotas que habían acumulado honradamente sus ahorros, entre ellos la comisaria de Cultura de la Unión Europea, que perdió medio millón de euros. No se entiende tampoco esa forma cruel de “progresividad” en el gravamen, del 0% al 50% a partir de 100 000 euros, como no sea como una medida urgente para pacificar a los pequeños ahorradores, que estaban poniéndose francamente nerviosos en la calle. La decisión adoptada fue por consiguiente, como tantas veces ocurre, injusta y demagógica. (Javier Marías abordó este tema en su día en EL PAÍS, 14-04-2013).

     Ya nos sorprendió a mediados del pasado año que se nombrase concejal en Valladolid a una mujer con síndrome de Down, pero resulta que en octubre de 2013 el Congreso aprobó una proposición de CiU para que se permitiera ejercer el derecho de voto a las personas con discapacidad intelectual. Lo más curioso es que esa aprobación se logró por unanimidad, según podemos leer en esta noticia centrada en el caso de un joven de 28 años que presenta un grado de discapacidad intelectual global ligera (66%).  Que una iniciativa tan cuestionable a primera vista obtenga el 100% de los votos es muy revelador del buenismo que nos machaca por doquier, del temor a que nos señalen por haber señalado a otros, normalmente a personas que por un motivo u otro inspiran compasión (algo muy humano y de elogiar, pero que no es un dato pertinente en estos casos). ¿Se entendería que se aprobase por unanimidad el derecho de voto a partir de los 13 años? ¿Deben poder votar las personas con Alzheimer avanzado? Está claro que, cuando hay un conflicto entre la razón y los sentimientos, la clase política se deja llevar por estos últimos, cuando su papel debería ser precisamente el contrario, garantizar que se imponga la razón frente al blando sentimentalismo de los individuos.  Paradójicamente, hace poco la Audiencia Nacional (noticia aquí) se negó a conceder la nacionalidad española a un ecuatoriano porque presentaba un grado de minusvalía intelectual del mismo orden que el protagonista de la noticia arriba comentada; veremos en qué acaba la cosa.

     La estrategia de salir de la crisis subiendo todo tipo de impuestos especiales, la luz, el transporte, etc., imponiendo copagos y bajando pensiones es también una forma de diluir el sacrificio, una forma de negarse a señalar a ese pequeño porcentaje de ciudadanos que se han enriquecido de forma obscena durante la crisis y a los que debería someterse a impuestos ad hoc hábilmente diseñados para que no pudieran sortearlos. Además, esta pasividad ante el aumento de las desigualdades –factor reconocido de desestabilización de la sociedad- lleva a pensar que los inspectores fiscales son exquisitamente neutrales y se abstienen de dar prioridad (de señalar) a las grandes fortunas. La idea de que “Hacienda somos todos” adquiere así, desde este punto de vista, un significado opuesto al aparente.  

     El miedo a señalar inherente al pensamiento hiperigualitarista supone una pérdida muy importante de información a la hora de actuar. La sociedad prefiere taparse un ojo y ver mal para no quedar mal ante sí misma, para seguir creyendo en los valores que dice defender. Ahora bien, cualquier animal capturado al que se someta a eso antes de devolverlo a la naturaleza verá considerablemente mermadas sus posibilidades de sobrevivir.  De ahí el retroceso relativo de Europa y Estados Unidos frente a China y otros países orientales. Occidente es un territorio lleno de tuertos con un campo de visión limitado que andan por ahí chocando unos con otros y especulando sobre las razones de tan extraño fenómeno.

     Gran paradoja, en esta sociedad que tanto valora la transparencia, en la que aparecen cada vez más hornacinas con figuras de Snowden, Assange, Manning y tantos otros apóstoles de la Verdad, en realidad lo que anhelamos es que se nos borre cualquier dato que nos permita detectar diferencias molestas entre la gente, diferencias en las que podemos salir mal parados. La norma implícita es “yo ignoro tu diferencia, y a cambio tú ignoras la mía”. Como escenario de ese acuerdo, nos sentamos juntos a comer palomitas ante la tele para asistir a la enésima noticia sobre corrupción o espionaje, con la que los medios reforzarán en cada uno la idea de que, por defecto, todos los que no salen en la foto han nacido iguales y morirán iguales.

     Lo reconozco, he estado usando el término igualdad como sinónimo de democracia, cuando el hecho es que esta vendría a ser un caso particular de aquella, su manifestación en el plano político. Pero lo cierto es que las acusaciones de antidemócratas, racistas, populistas y otras lindezas se reservan cada vez más, precisamente, a aquellos que se atreven a señalar a los muchos reyes desnudos que por ahí pululan, lo cual refuerza la idea de que cualquier demócrata que se precie de serlo debe demostrar ante todo que posee la virtud de cerrar la boca ante agunos “hechos diferenciales” demasiado evidentes. Al mismo tiempo, sin embargo, abundan los vendedores de hechos diferenciales imaginarios cuyo reconocimiento sí se exige como marchamo de rectitud democrática. El demócrata perfecto, por tanto, si retomamos la analogía establecida más arriba, es todo aquel que lleva un parche en el ojo derecho y simultáneamente sufre alucinaciones visuales a través del izquierdo.  ¿Cómo puede nadie pretender que una sociedad integrada por individuos acostumbrados a tamaña distorsión de su percepción de la realidad llegue nunca a comportarse de forma racional? Bien al contrario, esa sociedad está condenada a comportarse de forma cada vez más estúpida, ante el espanto de sus desconcertados protagonistas.   

     Cabe concluir de todo esto que la democracia política, distorsionada para trasladar sus principios básicos a las facetas más variopintas de la vida cotidiana, está socavando las bazas fundamentales que puede lucir el capitalismo. Todo ocurre además en un ambiente ridículamente festivo, donde es costumbre aplaudirse unos a otros y hacer el payaso para subrayar la propia inofensividad y presentarla como elemento crucial, suficiente por sí mismo, en ese no-debate consistente en reclamar más y más diálogo en la confianza de que se ganará por extenuación del adversario. El juego se prolonga indefinidamente porque nuestros gobernantes no tienen agallas para advertir que No significa No. 

     El miedo a señalar traduce en el fondo un rechazo generalizado a todo lo que se perciba como una forma de delación. Este comportamiento se considera quizá especialmente repugnante en las sociedades más gregarias, donde el coste asociado puede ser muy importante para el delator en términos de rechazo del grupo. Ya en los primeros años de escolarización aprendemos que no hay mayor pecado que chivarse al profesor o a los padres, y  quien lo haga sufrirá todo tipo de represalias por parte de sus compañeros. La delación parece en cambio un comportamiento más aceptable en las sociedades más individualistas, en las sociedades protestantes. En los últimos años, por ejemplo, el Estado alemán ha pagado varios  millones de euros por información confidencial sobre cuentas de evasores fiscales en Liechtenstein y Suiza, sin importarle que esos datos se hubieran conseguido de forma ilegal. Por el contrario, en Grecia, el periodista que a cambio de nada publicó la lista Lagarde, que contenía los nombres de más de 2000 ciudadanos con cuentas en Suiza y había sido ignorada previamente por el ministro de Economía, lo pasó bastante mal hasta que fue absuelto. Sin embargo, en España, quizá porque somos especialmente envidiosos, parece que se empieza a asimilar también la idea de que delatar no tiene por qué ser siempre un acto abyecto, según se desprende de la evolución del número de denuncias presentadas en la Agencia Tributaria. Pero mi impresión es que sigue funcionando bien un “código de honor” propio de sociedades dominadas por mafias: lo mejor que puede uno hacer es callarse y mirar hacia otro lado ante quienes “pecan” socialmente. Es posible que las estructuras mafiosas en que se organizan los chinos que emigran a otros países tengan su origen entre otras cosas en ese código de silencio  adoptado en las sociedades colectivistas de donde provienen. Es sabido que los orientales se resisten a manifestar cualquier discrepancia en público; además, como explica Richard E. Nisbett en The geography of thought, es esos países lo que denota sabiduría es el silencio, no la elocuencia, y los asiáticos tienden a considerar la sociedad como un organismo, no como un conjunto de individuos, con lo cual estos no parecen merecedores de demasiados derechos. El hecho de que China se haya convertido en un gigante económico pese a ese “defecto” se explicaría por el férreo control a que están sometidos sus ciudadanos, control que convertiría en redundantes las iniciativas de delación particulares. Encontramos aquí de nuevo, por tanto, un dato que respaldaría la postulada asociación entre despotismo político (limitado) y eficacia económica.

     En una de sus columnas semanales en EL PAÍS (28-4-2013), refiriéndose a los escraches que por un momento se pusieron de moda en España, Javier Marías consideraba que “Siempre hay algo de despreciable y vil en la delación y el señalamiento, así sea indignante la conducta de los ‘expuestos’”. No entiendo ese “siempre”. Menos aún el “algo de”, con el que se viene a usar una simple asociación de cuatro palabras para desprestigiar por contagio dos de ellas, sin explicación alguna. No es lo mismo un escrache político, esto es, el acoso a personas elegidas democráticamente para tomar las decisiones que sean, nos gusten o no, que un escrache económico, como por ejemplo una concentración de afectados por las preferentes ante la vivienda de Narcís Serra, o de cualquier otro grupo de ciudadanos ante quien se sepa que les ha estafado directa o indirectamente, que ha robado y que conserva el dinero en algún lugar al que la Justicia no llega o no quiere llegar. Este último tipo de “delación” equivale a una acción de legítima defensa ante el robo sufrido y no puede equipararse (como hace Marías para eludir tramposamente el meollo del asunto) a la presión callejera por divergencias ideológicas, por simples diferencias de opinión relacionadas por ejemplo con el aborto o con el matrimonio entre homosexuales. La víctima de un escrache político no tiene salida posible a no ser que por complacer a los acosadores traicione a sus electores. Por el contrario, las víctimas de un escrache económico tendrían a su alcance la mayoría de las veces una solución: devolver el dinero robado. Otra posibilidad en estos casos es legislar de modo que esos estafadores masivos se enfrenten a una pena de duración indefinida mientras no devuelvan todo lo hurtado. Que no se contemplen seriamente esas opciones de marcado carácter utilitarista demuestra que la nuestra es una sociedad que antepone el placer del linchamiento y la humillación del delincuente de cuello blanco (su foto en la cárcel entre chorizos “vulgares”) a la corrección del delito económico cometido, una sociedad básicamente revanchista para la que la justicia sería un producto secundario. Por todo ello, considero que, a diferencia del político o ideológico, el escrache económico estaría moralmente justificado en un contexto de pasividad o inoperancia del sistema judicial.

     En España, e imagino que en otros países (que probablemente podríamos arriesgarnos a situar fácilmente en un mapa, pero entre los que desde luego, por lo que sé, no  figurarían ni Francia ni Suiza), un caso extremo de perversión del sistema es la práctica habitual de los notarios de ausentarse discreta y rápidamente tras comprobar los datos de las operaciones de compraventa para permitir que se hagan con toda tranquilidad los pagos en B acordados previamente por las partes. Nadie osará nunca delatar a cualquiera de los implicados. Es escandaloso que no se haga nada para evitar que ello siga sucediendo. Un simple sistema de multas o de inhabilitación temporal para ejercer la profesión bastaría si hubiera voluntad política. Pero no, todos guardamos silencio. Y es indudable que una buena parte de la burbuja inmobiliaria propiciada por los sucesivos gobiernos guarda relación con esa evasión de impuestos perpetrada de forma rutinaria bajo la no mirada de los notarios.  La práctica sistemática y descarada de ese ritual solo puede explicarse asumiendo que vivimos en una sociedad absolutamente putrefacta, sí, absolutamente podrida por una red de complicidades mutuas para silenciar hechos que nos benefician personalmente pero joden de forma indirecta a todo el mundo.

     Y un país que pretende seguir funcionando como régimen democrático sin erradicar esas prácticas acaba convirtiéndose, lo estamos viendo, un ejemplo de democracia subvencionada. Subvencionada, además, a cambio de someterse a las exigencias de quienes inyectan dinero a toneladas. Los famosos “hombres de negro” de la Troika encarnan una cierta dosis de despotismo ilustrado inyectado en vena para garantizar la supervivencia de un sistema moribundo que se empeña en seguir creyendo que la combinación de democracia y capitalismo es, si no la única, la más eficaz forma de juego económico de suma positiva.

     Desde luego, no resulta fácil asumir la idea de que Occidente deba renunciar a buena parte de sus formas democráticas no ya para “competir” con otras zonas económicas –criterio máximo, si no único, entre políticos y analistas de cualquier tendencia- sino para que sus ciudadanos vivan mejor. Al fin y al cabo, al insistir en la necesidad de dejar de silenciar información pertinente para optimizar el uso de los recursos, lo que estamos persiguiendo es un mayor bienestar colectivo. Sin embargo, sobre todo a raíz de la crisis, Occidente ha cometido el error de obsesionarse aún más con la evolución de las variables macroeconómicas tradicionales, que poco significan. A medida que se retrasaba la salida de la crisis, hubo un tímido intento de hacer de la necesidad virtud reintroduciendo valores como el ahorro, la frugalidad, la explotación máxima de la vida útil de los objetos, etcétera, pero ha bastado la aparición de un solo fotón con apariencia de salida del túnel para que volvamos a las andadas.

     En general, como hemos podido comprobar en los últimos años en muy distintos ámbitos, las conductas colectivas hiperdemocráticas (los ”Me gusta” de Facebook) desembocan en fenómenos de polarización de las opiniones, cuando no de erradicación de las posturas minoritarias, del mismo modo que los mercados abandonados a sí mismos conducen a la aparición de monopolios. Sin embargo, paradójicamente, se observa por doquier una actitud puritana contraria al reconocimiento de las discontinuidades sociales. Al igual que la naturaleza, que abomina de los gradientes por razones termodinámicas, la sociedad padece también una suerte de miedo a las discontinuidades que puede contribuir al miedo a señalar aquí comentado. Al tiempo que se tiende a extremar las opiniones personales sobre los temas más anodinos, en el día a día de las relaciones personales y sociales se tiende en cambio a “suavizar la realidad”, a evitar impresiones molestas de alto contraste. Se busca una pareja parecida a uno mismo, se evita la relación con quienes tienen un estatus socioeconómico muy alejado del nuestro para no tener que realizar comparaciones hirientes. Expresar opiniones contrarias está bien visto como signo de madurez democrática, pero señalar contrastes personales es de mal gusto. Es posible, debo reconocerlo, que si no fuera así la sociedad no estaría lo suficientemente “engrasada”, y los conflictos serían continuos, pero si aceptamos eso conviene no olvidar nunca que el silencio piadoso es un precio a pagar, que entraña pérdidas netas, no algo moralmente positivo en sí. Además, cabe sospechar que ese precio empieza a ser demasiado alto en las sociedades masificadas, donde la mayoría de las relaciones entre los miembros de la sociedad son impersonales o anónimas, esto es, el perjuicio personal derivado de la delación es menor, al tiempo que el impacto de las decisiones individuales  en el conjunto de la sociedad es mayor.  Como tantas veces, y tal como nos enseña la biología evolutiva, comportamientos que un día tuvieron sentido pasan a dejar de tenerlo de resultas de un cambio de contexto.

 

Enero de 2014

    

 

 

 

 

 

 

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