SOCIALISMO COMPLACIENTE
Tenía que llegar. Después del socialismo utópico, después de su variante real, después del socialismo agónico de Cuba, ha surgido en Europa una mutación rabiosamente española: el socialismo complaciente.
Esta modalidad de socialismo se caracteriza porque considera que cualquier contradicción aparente entre demócratas sólo puede ser fruto de un malentendido y, por consiguiente, siempre tendrá algún tipo de solución satisfactoria para todos, aunque cueste encontrarla. Cuando el anhelado consenso no se materializa, los socialistas complacientes acaban cediendo ante quienes buscan privilegios especiales y enmascarando de algún modo esa derrota. Dicen que sí, pero le dan un toquecillo de no de cara a la galería para simular que no han cedido del todo.
Un ejemplo claro es lo sucedido con el proyecto de los nacionalistas de ver reconocidas sus lenguas en la Unión Europea. Todos intuimos que, como buen jacobino que es (¿o era?), en su fuero interno José Borrell consideraba que esa propuesta era un auténtico disparate, porque para ser coherentes habría que admitir también todas las lenguas europeas que tienen un número de hablantes comparable al de quienes en teoría son capaces de hablar vasco, como por ejemplo el ruso, que constituye la lengua materna de medio millón de personas en Estonia; el galés, hablado por el mismo número en el Reino Unido; el frisio, utilizado por centenares de miles de habitantes de los Países Bajos, o el sardo, lengua que maneja un millón de personas. Ya sin tener en cuenta esas lenguas, a la Unión Europea se le va la friolera de un millón de euros diarios por el desagüe de sus servicios lingüísticos, diseñados a la medida para perpetuarse a sí mismos antes que para facilitarles la vida a los dirigentes europeos, no digamos ya a los ciudadanos europeos.
Sin embargo, Borrell reaccionó con una educada tibieza, escudándose en el reglamento de la Eurocámara para insinuar que la propuesta difícilmente prosperaría. Fue una maravillosa oportunidad para ver en acción uno de los resortes típicos del socialismo complaciente: para evitar una negativa que podría ser interpretada como signo de intolerancia, se acaba ideando una seudosolución que permite maquillar el no como sí, o si es necesario el sí como no. En este caso, la solución propuesta por Borrell se puede resumir así: "Pueden ustedes hablar si quieren en su lengua autonómica, pero lamentablemente no habrá intérpretes y los parlamentarios no les entenderán".
Veamos, seamos coherentes. Suponemos que el reglamento de la Eurocámara no prevé ninguna medida contra quienes deseen defecar en ella. Entonces, a cualquiera que reivindique su derecho a hacerlo, José Borrell, aplicando su mismo criterio complaciente, debería decirle: "Lo sentimos, pero no hay previsto un servicio de váteres móviles para sus señorías. Deberá usted traerse su propio orinal y después dejarlo bien tapadito. Respetamos su derecho a la expresión anal, y por tanto es usted libre de relajar sus esfínteres cuando y donde le plazca, pero nadie en esta sala se considerará obligado a contemplar u oler sus excrementos". Estéril, ridículo ejercicio de equidistancia.
En el Congreso de los Diputados, la complacencia es tal que se confunde con la humillación. ¿Para qué han servido aquellas primeras advertencias de Manuel Marín contra el uso de las lenguas periféricas? ¿Para qué le sirvió a este educado y talantoso presidente del Congreso el truquillo de reprender traviesamente en catalán a los diputados de ERC para ver si así se calmaban? Ésa es otra: el socialismo complaciente cree aún más que la izquierda tradicional -que ya es decir- en el poder de la educación. Y lo único que logra es que se le orinen en la cara.
Otro ejemplo de actitud complaciente -en este caso compartida por la derecha- es lo ocurrido con el botellón. En su día la izquierda ni se atrevió a proponer que se "reprimiera" a los jovencitos, porque no quería reconocer que había un conflicto de intereses entre los vecinos y los niñatos, y que lo más lógico era pronunciarse a favor de los primeros, aunque sólo fuera para evitar que cada mañana, después de no haber pegado ojo en toda la noche, se vieran encima obligados a contemplar las fachadas de sus casas rezumando urea. Pues no, la razón para prohibir el botellón no podía ser ésa, porque admitirla significaba reconocer la existencia de una contradicción entre dos sectores de la ciudadanía, y ya se sabe que las únicas oposiciones irresolubles son las que enfrentan a las clases sociales o a los partidos políticos... y ni siquiera. La teoría oficial del socialismo complaciente es que las soluciones autoritarias son sólo el síntoma de una pasajera y remediable incapacidad para forjar consensos. Solución en este caso: prohibimos el botellón para evitar que cunda el alcoholismo entre los jóvenes. Sí, la coartada de la salud es otra táctica muy utilizada por los complacientes.
Y un último botón de muestra: la inmigración. Como no es posible pararla, y como la cosmogonía que gastan los complacientes no les permite reconocer que eso es un problemazo de tomo y lomo, se inventan que la llegada de inmigrantes es buena para nuestra economía. Cuando la entrada de 700 000 personas -la mayoría ilegales- en un solo año, 2002, hace trizas esa explicación, nos dicen que hay una solución, la regularización. Y cuando se les señala que las pasadas regularizaciones son muy probablemente el origen de esa avalancha, no se les ocurre nada mejor que advertirnos, contra toda evidencia, que ahora la regularización tendrá el efecto de frenar el efecto llamada. (Esto nos recuerda la aguda observación de Bush -de nuevo el oxímoron como seudosolución para acorralados- de que el hecho de que cada día hubiera más muertos en Irak era la prueba de que la paz y la democracia se estaban consolidando en ese país.) En 2004 se empadronaron en España 650 000 inmigrantes. Extraño calentamiento el de una economía con poco más de 40 millones de personas que de repente necesita 700 000 inmigrantes anuales, o sea, el mismo número absorbido por Estados Unidos en 2003.