C3C

                                     

NEURONAS Y GREGUERÍAS

 

Dos fenómenos subjetivamente muy semejantes son el reconocimiento de una idea nueva, los llamados en inglés aha moments, y la experiencia estética. Obviamente, ambos procesos son tanto más intensos cuanto más se aleja el producto final de las pautas de pensamiento o las formas artísticas habituales, pero otro detalle es que la intensidad también es proporcional a la simplicidad del producto. De ahí la belleza de la ecuación E=mc2 y de otras similares, entre las que destaca la fórmula de Euler e^{i \pi} +1 = 0 \, . Si hubiera que buscar en serio alguna prueba de la existencia de un designio divino, esa misteriosa relación entre dos constantes fundamentales de la naturaleza y los números imaginarios sería sin duda la primera elección. Si saltamos de la ciencia al arte, un ejemplo claro de lo mismo para cualquier amante del jazz y la música clásica son los discos editados por el sello ECM, “el sonido más bello después del silencio”, en cuyas carátulas vemos además sublimes paisajes minimalistas. Como ilustración adicional de esto mismo en el terreno de la fotografía, remito al lector a una conocida instantánea de Ramón Masats.

Resumiendo, podríamos decir que E=D*S, donde E=intensidad de la epifanía (estética o cognitiva), D=distancia entre la idea u obra de arte respecto del mainstream, y S=simplicidad. Ahora bien, si lo que pretendemos es profundizar un poco en el núcleo del acto creador y en su reverso, esto es, el asombro ante el producto creado, no parece que esa ecuación nos permita avanzar mucho; es más, aparentemente hemos retrocedido pues en lugar de una incógnita ahora tenemos dos. Sin embargo las dos nuevas variables parecen más susceptibles de medición, o cuando menos de concreción.

En lo que respecta a la simplicidad, huelga señalar que se trata de un criterio obligado para cualquier científico. Cuanto más simple sea un enunciado o ecuación, más amplio tenderá a ser su ámbito de validez o aplicación. En el terreno del arte, sin embargo, todos sabemos que hay personas que valoran mucho la complejidad. Ahora bien, sospecho que quienes adoptan ese criterio pertenecen bien sea a la categoría de horteras, bien a la de críticos de arte. El objeto artístico, en esos casos, no sería sino un pretexto para, respectivamente, la ostentación o los alardes de erudición (otra forma de ostentación), pero ambas cosas no tienen nada que ver con la experiencia estética como fenómeno íntimo sobrevenido, que es lo que estamos intentando analizar.

En lo que atañe a la variable distancia, cabe pensar que a lo largo de la evolución la capacidad de relacionar aspectos de la realidad aparentemente inconexos ha tenido un alto valor adaptativo y, como suele ocurrir en estos casos, cualquier mutación que aumentase también la capacidad del sexo opuesto para reconocer esa facultad habría tenido además valor reproductivo. El caso del arte plantea sin embargo un problema especial, pues, por definición, por su carácter gratuito, no exige ningún efecto “práctico” que conlleve una ventaja evolutiva, como no sea el puro éxito reproductivo asociado al emparejamiento con individuos dotados de habilidades especiales, por ejemplo musicales, como indicador de su inteligencia y su fitness en general (si asumimos la  más o menos aceptada teoría de que el arte surgió fundamentalmente como un rasgo masculino con la finalidad de atraer a las mujeres), pero esa interpretación nos conduce de nuevo al interrogante al que intentamos dar respuesta. El concepto mismo de “distancia conceptual” parece inaplicable en el terreno del arte, salvedad hecha de las juguetonas yuxtaposiciones surrealistas o de esas estafas conocidas por el nombre de “instalaciones”. Y sin embargo, pese a todo ello, creo que tirando del hilo de esa distancia conceptual podemos no solo acercarnos a la naturaleza profunda del arte sino también, como subproducto afortunado, entender mejor otras facetas de la inteligencia humana.

En un microensayo anterior describí lo que denominé metaestesias: estados de ánimo o criterios decisionales o morales mediados por sensaciones físicas de las que normalmente no somos conscientes. Respecto al sustrato neurológico de ese fenómeno, señalaba en ese escrito que en el proceso de maduración cerebral se produce una poda masiva de resultas de la cual las distintas áreas cerebrales se especializan en determinadas funciones. Si esa poda se hace de forma incompleta, input sensoriales que en circunstancias normales acabarían solo en una zona reservada para el reconocimiento de los números, por ejemplo, activando parcialmente zonas dedicadas al reconocimiento de los colores, en lo que constituye un caso típico de sinestesia (solapamiento de sensaciones). No sé si se ha llevado a cabo algún tipo de estudio que lo demuestre o sugiera, pero parece justificado suponer que en algunos casos –ya sea esporádicamente, como peculiaridad ontogenética, patológica o no, ya de forma generalizada en todos los individuos de la especie como “fallo tolerable” de la filogénesis- la bifurcación de los input tendría por destino una zona somatosensorial por un lado, y por el otro una estructura implicada en el estado de ánimo o razonamientos morales y/o decisionales, lo cual explicaría las metaestesias.  Como ejemplo de esas zonas que las neurociencias están identificando como relacionadas con las más altas funciones intelectivas cabe citar la corteza prefrontal ventromedial, área que procesa las emociones implicadas en la adopción de decisiones; los individuos con lesiones en dicha área tienden a adoptar decisiones más arriesgadas, y juzgan la moralidad de una acción basándose más en sus consecuencias que en la intención de su autor. Se ha observado también que una intensa actividad dopaminérgica en esa zona se correlaciona con un alto grado de motivación y capacidad de trabajo. El solapamiento de sensaciones internas y externas podría darse entre zonas cerebrales muy alejadas entre sí, pero unidas ambas directamente a un mismo nodo -bifurcación- situado en el otro extremo del cerebro.

Ahora bien, rematando la digresión anterior para enlazar con el análisis aquí iniciado, repárese en que la mera noción de poda incompleta abre la vía para explicar de forma plausible (a reserva de futuras comprobaciones experimentales) la experiencia estética. La intensidad de algunos input residuales podría estar por debajo del umbral necesario para que el individuo perciba esas señales a nivel de la corteza cerebral, esto es, de forma consciente, pero ese hecho no impediría el reconocimiento de tales señales por estructuras subcorticales, y ahí, en la activación de esas estructuras, unida quizá a cierta elaboración consciente, radicaría la sensación de placer que nos deparan muchas obras artísticas. 

              En un escrito sobre las greguerías de Gómez de la Serna, Andrés Trapiello  nos dice que

Suelen ser, al menos las mejores, una ‘misteriosa analogía’. Algo que no era, y que después existirá para siempre. La greguería sólo es posible tras una mirada promiscua. Cuando Ramón escribe ‘soda: agua con hipo’, decimos: normal. Pero cuando en otro lugar señala que ‘el pie dormido sabe a sifón’, ha dado un paso más, ha pasado del mundo sensorial al de la memoria, a la manera de Proust.” 

Para el prolífico autor de esas construcciones breves situadas entre la poesía y el aforismo, las más conseguidas eran las “greguerías inexplicables”. Lograr el máximo efecto con la mínima relación aparente, esto es, con imágenes, sonidos o palabras que se resistan a cualquier intento de análisis racional, he ahí el rasgo distintivo del arte más sublime. Reaparece así el concepto de distancia, pues en esos casos nos hallamos ante manifestaciones artísticas alejadas de la mera representación figurativa, pero sobre todo del “arte con mensaje”, entendiendo por tal no solo el empleado por propagandas de diverso tipo (arte revolucionario soviético, por ejemplo) sino numerosas obras de denuncia. Puede que el Guernika le siga emocionando a alguien, pero el cuadro está condenado a suscitar siempre la sospecha de que la sensación que provoca se debe al tema elegido, no a la imagen en sí. Lo mismo podemos decir de las fotografías de Sebastião Salgado, por más que nos arrebate su belleza.  ¡Qué diferencia con la imagen de Ramón Massat, o con esta otra de William Klein! Por lo mismo, todos sabemos lo mal que envejecen las canciones de autores “comprometidos”, salvo para algunos nostálgicos o fanáticos. De ahí también que la música con letra (con contadas excepciones , como esta soberbia actuación de Beth Orton) no pueda nunca llegar a competir de igual a igual con la música clásica y el jazz, que nos elevan al terreno de lo irreductible, de lo inefable. En las antípodas de estos géneros musicales está esa aberración llamada ópera, en la que la música necesita el doble apoyo de letras estúpidas y artificios visuales no menos ridículos, como un pastel de nata de varios pisos en el que los expertos meterán zafiamente sus manos para hacer ostentación de su erudición. Alguien dijo que “La ópera es cuando apuñalan a un chico en la espalda y, en lugar de sangrar, canta”.

El pie dormido que sabe a sifón es claramente una metáfora sinestésica, que enlaza una sensación visual-táctil con una parestesia (en este caso el llamado hormigueo). Vemos que se trata de dos sensaciones objetivamente muy diferentes: por un lado la suma del recuerdo del agua carbonatada saliendo a presión y del efecto de ese líquido en el paladar, y por otro lado el proceso de recuperación de un nervio o vaso sanguíneo comprimido. Sin embargo, pese a la distancia conceptual entre los dos fenómenos, el cerebro los conecta en nuestra subjetividad, activa ipso facto algún circuito que hace que nos parezcan lo mismo. Muy probablemente el efecto de muchas imágenes poéticas depende de un mecanismo semejante. Y una conclusión de todo ello, algo osada sin duda, es que en lugar de intentar explicar la experiencia estética a partir de las neurociencias, quizá convendría proceder a la inversa y partir de los juicios estéticos compartidos por la mayoría de la gente para descubrir los recovecos que la evolución ha ido labrando en la arquitectura neuronal cerebral.  El intrincadísimo mapa que generará el proyecto Conectoma debería arrojar alguna luz en ese sentido.

¿Cómo fomentar a priori el distanciamiento necesario para lograr un impacto estético significativo? Cada artista tendrá su receta, más o menos eficaz, pero creo que una posibilidad interesante es aplicar una estrategia parecida a la empleada en los últimos años por la industria para descubrir nuevos medicamentos. En lugar de partir de la diana molecular del producto buscado para diseñar ad hoc la molécula, maniobra ciertamente atractiva desde el punto de vista teórico pero que se ha revelado de escasa eficacia en la práctica, se opta por determinar empíricamente caso por caso el efecto de todo un arsenal de miles de compuestos ya obtenidos con otros fines o hallados en la naturaleza.  Fuerza bruta frente a diseño inteligente,  ¿a qué me recuerda eso?  Análogamente, en mis tanteos para hallar imágenes adecuadas como acompañamiento de lo que escribo, he llegado a la conclusión de que no conviene ir al grano, de que antes que buscar una imagen relacionada directamente con el tema, y cuyo impacto será por tanto necesariamente banal, es preferible recurrir a un banco de imágenes general.  Aunque parezca que ello equivale a buscar una aguja en un pajar, hemos de tener en cuenta que de ese modo estaremos obligando al cerebro a hallar una relación, siquiera sea tenue, con cada una de las imágenes. Del mismo modo que si jugamos a los dardos lo más probable es que no acertemos justo en la diana sino a cierta distancia, en este caso lo más probable es que acabemos dando antes con una imagen “algo” relacionada con el tema que con una que le venga como anillo al dedo. Y en ese “algo” es precisamente donde hay que ver la distancia perseguida. Esa distancia, en el cerebro del receptor del estímulo, le obligará a hacer una operación parecida y, de ese modo, contribuir activamente a su propia experiencia estética. Ese pequeño grado de elaboración instintiva y muchas veces inconsciente sería consustancial a la emoción desencadenada por el arte. El artista, analizadas así las cosas, vendría a ser el cribador de una realidad multiforme que pondría a disposición del público una selección semiarbitraria de productos situados a una distancia “idónea”.  Esa distancia correspondería a la “distorsión” de la realidad en la que, en su libro El pensador intruso, Jorge Wagensberg ve la esencia de la obra de arte.

Explotando ahora el símil del tablero de dardos, si partimos del centro en línea recta en una dirección determinada al azar para hallar en las cercanías alguno de los dardos que hayan impactado en él, es prácticamente imposible que nos topemos con uno de esos puntos de impacto: nos alejaremos indefinidamente, nuestra búsqueda habrá sido infructuosa. Por el contrario, partiendo de los puntos de impacto, llegar al centro de la diana será pan comido si disponemos de algo equivalente a una brújula (mente que compara).

Analizando el resultado de mis incursiones esporádicas como fotógrafo callejero amateur, observo que, tras abandonar los truquillos fáciles a los que suele recurrir el principiante (mendigos, tías buenas, rótulos diversos, coincidencias “graciosas”), he ido privilegiando el reconocimiento rápido de simples líneas de fuerza, trazos gruesos, en las brevísimas yuxtaposiciones de individuos que va uno viendo de reojo en su deambular.  Luego, a la hora de editar las imágenes, busco con ansiedad las pocas en que, por efecto de una afortunada combinación de instinto y tecnología (foco manual, 3200 ISO, gran angular, disparador rápido, etcétera), habré conseguido captar una misteriosa coincidencia de posturas, gestos y miradas en un conjunto de individuos reunidos por el azar durante una fracción de segundo. La satisfacción máxima llega con aquella instantánea que nos emociona por razones que no llegamos a entender, en la que no hay un protagonista claro porque el protagonista principal es la composición general de la imagen. Una composición que, si hubiésemos ido directamente a por ella, nunca hubiésemos encontrado. En este caso la fuerza bruta es tomar 200 o 300 fotos, de las que solo se salvarán dos o tres.

Así, hasta que un día llegué a la conclusión de que el verdadero objetivo de mi fotografía peripatética era la captura seudoserendipitosa de imágenes similares a las empleadas por Dolce & Gabbana en su campaña de otoño de 2012.  Huelga decir que ni he alcanzado ni alcanzaré nunca ese objetivo, pero me parece incuestionable que la aplicación del modus operandi descrito supra en el contexto de la Sicilia rural tenía que desembocar forzosamente en un resultado muy parecido al que de forma tan impoluta obtuvieron los publicistas de esa firma de moda de lujo. Evidentemente, el hecho de trabajar en condiciones controladas permite lograr una calidad técnica que difícilmente se consigue en la fotografía de calle. Por no hablar de la belleza de los modelos. Comoquiera que sea, está clara la convergencia hacia un mismo punto de, por un lado, un procedimiento de ensayo y error tan romántico como cutre, y por otro, el frío diseño racional de la estructura final de la imagen hasta en sus más mínimos detalles.  El mérito principal de la campaña radicaría en el hecho de haber sabido jugar con la variable distancia no a posteriori, sino a priori, introduciendo con precisión quirúrgica la dosis justa de ambigüedad como suma improbable, algo obscena, de realismo y belleza. De hecho, a poco que pensemos, nos daremos cuenta de que la publicidad se ha acercado al arte por ese camino. La única diferencia es que el artista sigue confiándose a las musas para hacer luego la criba final, mientras que el publicista, constreñido por los deseos del cliente y la urgencia de los encargos, se ve obligado a buscar atajos.

Y todo ello nos conduce de nuevo a las las neurociencias pues, como bien sabemos, las técnicas publicitarias se basan cada vez más en los datos aportados por estudios cerebrales de todo tipo sobre los deseos más íntimos de los consumidores. Vamos conociendo mejor las zonas del cerebro que se activan o inhiben en respuesta a tal o cual estímulo sensorial o cognitivo, así como los efectos de esos cambios en las preferencias individuales. No parece descabellado pensar que por ese prosaico camino podríamos encontrarnos con sorpresas que nos permitieran comprender mejor el acto artístico y su impacto estético.

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Mayo de 2014

 

 

 

 

 

 

 

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