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COLAPSOS

 

 

En un escrito anterior (Miedo a señalar: democracia contra capitalismo) destaqué lo que a mi juicio constituye el punto más débil de las democracias, que no es otro que la progresiva –y ya asfixiante- hipertrofia de su tendencia a fomentar la ilusión de que todos los ciudadanos son iguales, hasta el punto de impedirnos emplear información pertinente sobre sus diferencias para tomar decisiones acertadas. Se acumulan así diversas distorsiones que están minando seriamente la eficacia de los engranajes del capitalismo.

 

       Tras la lectura de la pésima traducción del último libro de Robert Trivers (La insensantez de los necios – La lógica del engaño y el autoengaño , Katz, 2013), he comprendido que ese fenómeno no es sino un caso particular de la tendencia general de la sociedad a autoengañarse en multitud de ámbitos, reproduciendo a nivel colectivo los mismos errores en los que solemos perseverar individualmente.  Y en innumerables ocasiones esos errores, gracias a la impagable intervención de una clase política inepta, se ven  magnificados de forma exponencial hasta desembocar en guerras y demás catástrofes.  

 

       Quizá porque ha escrito el libro con casi 70 años, y a esas edades hemos aprendido ya a desdeñar el deterioro de nuestra imagen ante los demás, Trivers nos descubre sin pudor algunas anécdotas personales en las que no sale muy bien parado, y no tiene reparo alguno en retratarse como izquierdista en sus digresiones políticas. Lo más aconsejable del libro es sin duda el capítulo 13, sobre el autoengaño y las ciencias sociales, donde el autor, en la línea de las propuestas de la Tercera Cultura, aboga por cerrar de una vez  la brecha que separa a la biología y la psicología evolucionistas de la economía. 

 

       Adoptando esta última perspectiva, quisiera aquí centrarme en uno de esos ámbitos en los que el (auto)engaño está cobrándose un enorme tributo en la sociedad de forma un tanto insidiosa, sin que nadie se atreva a reconocerlo abiertamente.  Elijo como ejemplo  el sector bancario, pero en cualquier otro sector los profesionales con responsabilidades intermedias conocen bien el problema, toda vez que lo sufren diariamente ya sea en la soledad de sus cubículos o en su interacción con clientes indignados que acaban perdiendo la paciencia.

 

       Al pasar frente a las sucursales de los dos “grandes” de España, sorprende que todo transcurra aparentemente con tranquilidad. No vemos salir rayos y truenos de la oficina; no llegan hasta nosotros las voces metálicas empleadas por unos sistemas de seguridad kafkianos que siguen ahí años después de constatada su falta de eficacia, como no sea para hacer perder el tiempo y los nervios a los clientes y para desconcentrar a los empleados; no vemos a estos salir corriendo a la calle con los ojos desencajados para hacerse el haraquiri con un bolígrafo o golpearse el cráneo con una impresora enchufada a su trasero… Si ignoramos esos piquetes ocasionales de preferentistas sedientos de venganza, todo parece en orden. Sin embargo, el interior de las oficinas es escenario de una guerra sin cuartel:  los asesores de la clientela luchan cuerpo a cuerpo con las máquinas, perdiendo un día tras otro la batalla librada para intentar domeñar el software en continua mutación que las anima. Se supone que los programas empleados deberían ahorrarles trabajo y permitirles ofrecer un mejor servicio a los clientes, pero ocurre todo lo contrario. El problema radica en las decisiones adoptadas por los máximos dirigentes de esas entidades, que se creyeron un día el cuento de que la informática todo lo puede, en particular por lo que se refiere a justificar despidos o generosas prejubilaciones a costa de los contribuyentes.  No haría falta reemplazar al personal porque las máquinas sabrían asumir sus funciones, y lo harían incluso de forma más inteligente, sin necesidad de la mediación de sucias manos humanas.

 

       Todo ello no hubiese podido ocurrir sin las operaciones previas de persuasión emprendidas por otros “grandes” dedicados a proponer “soluciones” informáticas vertebradas en torno a bases de datos a las que se atribuyen propiedades poco menos que milagrosas. Entre ellos destaca en especial Oracle, empresa que está detrás del fiasco estrepitoso de los sistemas  de gestión adoptados en los últimos años nada menos que por Obamacare y por diversas organizaciones internacionales (como mínimo, que yo sepa, la OMS y la OIT).  Oracle emplea la táctica de cobrar cantidades desorbitadas por personalizar las bases de datos de sus clientes de forma absolutamente críptica y sin lograr que el producto desarrollado funcione, o tal vez diseñándolo para que no funcione, cosa que se descubre cuando las sumas desembolsadas son tan enormes que los cretinos responsables de contratar sus servicios prefieren seguir tirando el dinero a raudales porque creen ingenuamente que así se resolverán los numerosos fallos detectados, muchas veces porque son víctimas del autoengaño que desencadena su despiadada constatación de que han incurrido en costos irrecuperables.

 

       Los programadores de Oracle convencen a los incautos responsables de compras de los departamentos de IT (Information Technologies) de que poseen sobrados conocimientos y experiencia para adaptar sus potentes bases de datos a las necesidades especiales de  la empresa en cuestión. Lo que ocultan -y aquí está el engaño que conducirá eventualmente al autoengaño de sus víctimas- es que esa “adaptación” no consistirá sino en una operación procustiana de amputación inmisericorde de la información que emplea habitualmente el cliente para hacerla encajar en los campos y algoritmos definidos a priori por Oracle en sus productos, diseñados de hecho para hacerlos compactos y genéricos, y poder así tumbarse después a la bartola y limitarse a hacer un remiendo aquí y poner un parche allá como todo valor añadido en cada nuevo proyecto.  El departamento de marketing hace el resto. Los clientes quedan así en una situación de cautividad, porque Oracle protege como es lógico su software de miradas ajenas, incluidos los gazapos que no sabe identificar, y la única alternativa es que otra empresa comience desde cero.

 

       Obviamente, Oracle no es la única compañía que actúa de ese modo. Multitud de programadores trabajan sin contacto real con las necesidades de los usuarios, sin llegar a entender bien las particularidades de las tareas administrativas de que les hablan. Las consecuencias de la ocultación deliberada del código empleado se ven agravadas así por esa falta de retroinformación real, pero también, aspecto  importante, por la creciente complejidad inherente a las funciones que se desea informatizar.  La hybris de los altos directivos y el afán de impactar de los jefes de informática se confabulan para hacerles sobrevalorar los beneficios derivados de sus iniciativas y subestimar al mismo tiempo las dificultades que encontrarán por el camino. Saben, además, que cuando el proyecto llegue a término (o sea, mejor dicho, cuando consideren que la resolución de dos o tres errores garrafales les exime de abordar un centenar de bugs que se quedarán ahí enquistados para amargarle la vida a los usuarios finales durante muchos años) ellos estarán ya haciendo la maleta para irse a otra empresa con esa nueva hazaña en su currículum. Habrán externalizado así de forma sangrantemente asimétrica el costo de su promoción profesional.

 

       En el otro extremo de esa cadena de desaguisados, muchos de los empleados sucumben a la ideología triunfalista difundida como marco justificativo y narrativo de la accidentada implantación de esas innovaciones. Son los tontos útiles que hay siempre en cualquier empresa. Aceptan entusiasmados todo lo que suponga un “challenge” y una oportunidad para demostrar a sus superiores su disposición a tragarse un sapo, por grande que sea.  Les encanta ayudar al colega refunfuñón que no ve por ninguna parte la lógica de las maniobras a que les obliga el nuevo entorno ni el sentido de las notificaciones de “incidencias” que interrumpen continuamente su labor.  Los derrotistas aleccionados por esos necios al servicio del sistema (en la doble acepción de esta palabra) se ven así obligados a soportar estoicamente explicaciones del estilo de “No hagas caso del mensaje de error. Pulsa Escape, vuelve a entrar y en el campo reservado para la fecha pones su DNI, pero con la letra final en minúscula y separada. Después archívalo todo y cuando te pregunte si quieres salvar la pantalla le dices que no. Da lo mismo porque de todas formas la guarda, pero de este modo luego te conduce al menú de impresión para elegir el destino del fichero.  Eso sí, procura que no te llegue al mismo tiempo un correo electrónico porque desde que arreglaron la incidencia de la semana pasada con las nóminas  el mensaje de aviso aborta la operación y tienes que volver a la casilla del  DNI en blanco”. Por otra parte, como complemento del desparpajo demostrado para soltar ese tipo de explicaciones, estos individuos se caracterizan por su falta absoluta de memoria para recordar todas aquellas funciones de utilidad a las que hubo que renunciar para implantar el nuevo sistema. Son los nuevos eruditos con amnesia selectiva (autoengaño), que se están adueñando del nuevo paisaje de reparto del trabajo en esta sociedad enloquecida, y amortiguando con su actitud la llegada de las continuas quejas de sus compañeros a oídos de los mandamases.

 

       Algo parecido ocurre, por ejemplo, entre los traductores, que se ven forzados cada vez más a someterse  a programas que hacen de ellos poco menos que adictos al copiapega en un inmenso océano de memorias de traducción (bitextos previos de original/traducción) en las que les resulta cada vez más difícil distinguir el grano de la paja.  Además, el peso de lo que es propiamente traducción en el conjunto de su actividad (y en consecuencia su remuneración por hora trabajada) es cada vez menor, debido a que han de dedicar más tiempo a formatear correctamente el texto traducido, peleándose con ficheros cada vez más complicados para cuyo manejo se ven forzados a actualizar continuamente sus conocimientos.  El equivalente a Oracle es en este caso el sistema Trados, adoptado masivamente por las empresas y departamentos de traducción, y en torno al cual ha florecido un próspero negocio de cursillos de formación y reciclaje para retener a los que ya han picado.

 

       No creo que la tendencia que acabo de describir sea inofensiva, ni mucho menos. Intuyo que, dejando ahora a un lado su efecto desmoralizador, el hecho de que el trabajo cotidiano requiera cada vez más la sumisión del empleado a una serie de atajos procedimentales concebidos ad hoc como parches y remiendos del producto original y de obligada memorización por su falta de lógica -y eso un día tras otro, un año tras otro- decanta la actividad neuronal hacia circuitos alejados de los que tan trabajosamente habíamos desarrollado para disciplinarnos y someternos mínimamente a ese bien tan preciado y cada vez más escaso llamado lógica, con el consiguiente riesgo de atrofia de las funciones intelectuales más avanzadas. Es posible también que las personas a quienes se les deforme el cerebro en ese sentido devengan presa fácil para todo tipo de manipuladores de la opinión mediática en general, y de la política en particular. Al fin y al cabo, uno de los indicadores del grado de totalitarismo de una sociedad es el poder del Estado para imponer arbitrariamente a sus ciudadanos obligaciones carentes de todo sentido, como por ejemplo vestir de determinada manera, no escuchar música occidental, o exigir un dominio avanzado del catalán como requisito para conseguir un puesto de barrendero en las calles de Barcetapas. 

 

       Se desprende de lo anterior que las tecnologías de la información se han convertido en terreno abonado para que florezcan las características que Trivers considera definitorias del (auto)engaño; a saber, el exceso de confianza, la externalización de las consecuencias de las decisiones, y el ocultamiento/negación de información y/o falta de retroinformación.

 

       Cabe resaltar por otra parte el paralelismo con lo ocurrido en los últimos años en el mundo financiero. La crisis de las subprime tuvo su origen en la hybris de unos listillos que, al diluir las hipotecas de mala calidad entre otras de calidad media-alta en productos cada vez más complejos y opacos, lo que en realidad hicieron fue ocultar información a los intermediarios que luego comercializaron esas bombas de relojería y se las fueron pasando unos a otros, en un proceso en el que los bancos se autoengañaron y colaboraron así en el engaño de que fueron víctimas numerosos inversores y compradores de viviendas. El resultado final fue una situación de colapso financiero de cuya historia no conocemos aún el último capítulo. Análogamente, en el mundo de la informática estamos asistiendo a un proceso de claudicación ante las tácticas empleadas por las empresas del sector para hacer sus productos cada vez más opacos a fin de tener controlados como títeres a sus clientes, que  ven con desesperación que en su entorno informático no cesa de disminuir la fiabilidad de los programas y su grado de compatibilidad, y que en cualquier momento puede alcanzarse un punto de colapso en el que nada funcionará. Probablemente  ese punto se ha alcanzado ya en multitud de lugares, aunque muchos no lo reconozcan. Las consecuencias no son tan vistosas como las que tuvieron las hipotecas basura, porque no hay ningún mercado que utilice y publique indicador alguno del desánimo de la gente en su interacción con los ordenadores, pero todos sabemos, por experiencia propia o por el testimonio de numerosos conocidos, que cada día hay más gente que tira la toalla y pasa a trabajar a la vieja usanza, haciendo solo lo estrictamente necesario para mantener la ficción de la operatividad del nuevo sistema en un universo paralelo.

 

       Es posible que ese fenómeno de creación de universos paralelos en los entornos de trabajo sea un factor importante a la hora de explicar las dificultades con que están tropezando las sociedades occidentales para conseguir los aumentos de productividad a que se habían acostumbrado en las últimas décadas. El esfuerzo de mantenimiento de esos universos actuaría de modo semejante a como lo hace en los individuos la información reprimida en las operaciones de autoengaño, información que se transforma en una carga cognitiva de fondo que menoscaba su rendimiento en cualquier actividad.

 

       Enlazando ahora con el escrito anterior a que me refería al comienzo de este microensayo, es tentador extraer la conclusión de que opera en la sociedad, mediada por la actividad humana,  una suerte de ley universal de aumento de la entropía social en forma de pérdidas deliberadas de información.  Procede aquí tener en cuenta que, como se señala en la entrada de Wikipedia referente a la neguentropía (entropía negativa),

 

Se puede considerar a la información como elemento generador de orden y como herramienta fundamental para la toma de decisiones en la organización o en cualquier sistema en el que se presenten situaciones de elección con múltiples alternativas.En la gestión de riesgos, neguentropía es la fuerza que tiene por objeto lograr un comportamiento organizacional eficaz y conducir a un estado estacionario predecible”

 

       Cabe pensar por tanto que las sociedades occidentales, siendo como son objeto permanente de inyecciones masivas de desinformación, están destinadas a sufrir de forma abrupta las consecuencias de un aumento generalizado de la ineficiencia y la volatilidad. El colapso financiero cuyas consecuencias aún estamos padeciendo sería un mero anticipo de los colapsos informáticos que se están produciendo por doquier, y ambos se unirían a la progresiva pérdida de eficiencia del capitalismo que, según explicaba en Miedo a señalar, llevan aparejadas unas formas democráticas que están convirtiéndose en una caricatura de sí mismas. En un artículo reciente (EL PAÏS, 16/3/2014), Kenneth Rogoff señalaba más tímidamente que:

 

“Las economías capitalistas han sido espectacularmente eficientes para lograr el aumento del consumo de bienes privados, al menos a largo plazo. En cuanto a los bienes públicos —como, por ejemplo, la educación, el medio ambiente, la atención de salud y la igualdad de oportunidades—, la ejecutoria no es tan impresionante y, a medida que las economías capitalistas se desarrollaban, parecen haber aumentado los obstáculos políticos.” (negrita mía)

 

Como telón de fondo, en virtud de su evolución, asistimos por consiguiente a un lento suicidio/colapso de las democracias, ya adivinable,  por ejemplo, en la inoperancia de las instituciones europeas o en las amenazas de parálisis de la Administración de los Estados Unidos, pero el síntoma más significativo es quizá el ascenso que están experimentando en Europa toda una serie de pequeños partidos que encarnan sin duda el principio de la rebelión de los ciudadanos no contra la democracia en sí, sino contra las toneladas de desinformación con que se empeñan en sepultarlos los grandes partidos. Desinformación en forma de langue de bois, en forma de negación de las diferencias reales entre las personas, en forma de negación de los problemas asociados a la inmigración, o en forma de negación de la gravedad y persistencia de la crisis. En relación con esto último, es divertido constatar la curiosa combinación de autoengaño y engaño con que nos están regalando, respectivamente, Rajoy y Merkel. El primero parece realmente convencido de que hemos superado la crisis, mientras que la segunda sabe perfectamente que no hemos arreglado nada pero simula que ello es cierto porque le conviene que los alemanes piensen que España ha dejado de ser un peligro para ellos. Ambos dirigentes han llegado así a instalarse en una estrategia evolutivamente estable, que un día u otro saltará por los aires. 

 

 

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                                               Marzo de 2014                                   

 

 

 

 

 

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