PURA CARNE
PICADA
Una de las enseñanzas de toda esta crisis, para quien no lo supiera
antes y haya sabido profundizar un poco en sus mecanismos, es que la economía
no está ahí para satisfacer las necesidades de la gente. Muy al contrario, su
objetivo es autoperpetuarse como nueva divinidad a la que debemos hacer todo
tipo de ofrendas para garantizar su “crecimiento”, no sea que se enfade aún
más. Ese crecimiento, según se nos dice, será la mejor garantía de nuestro
bienestar. Como es normal en este tipo de interpretaciones de la realidad
propias del pensamiento mágico, políticos y economistas aseguran poseer una
serie de pócimas muy eficaces, conocidas como innovación, productividad,
competitividad, formación… (no sigo porque su simple
enumeración me provoca arcadas). Pero ninguno de esos taumaturgos sabe decirnos
qué factores estimulan la innovación, ni cómo se puede estimular la
productividad con una mano de obra cada vez menos cualificada, ni cómo es
posible que todo un conjunto de países estrechamente relacionados (Europa)
puedan volverse competitivos al mismo tiempo, ni qué efecto económico real
tiene todo el dinero dedicado alegremente a esa curiosa forma de chantaje
consistente en ofrecer subsidios a cientos de miles de parados con la condición
de que se dejen adiestrar contra su voluntad en oficios que nunca ejercerán o
de los que no tenemos maldita falta.
Con la complicidad de los periodistas, especie pestilente
caracterizada por una credulidad e ignorancia mayúsculas, esos hechiceros
logran encandilarnos con los cambios de color de las humeantes pócimas
manejadas, desviando así nuestra atención de otros aspectos de la realidad
mucho más pertinentes para entender lo que está pasando. Más pertinentes, pero
también, claro, más peligrosos para una ideología buenista que ha conseguido
penetrar por todos los poros de la sociedad.
Presión
migratoria
El gran tabú de nuestros días, por
ejemplo, es la idea de que buena parte de las dificultades para salir de esta Gran Recesión se debe a los muchos
inmigrantes acogidos por el mundo occidental. Esto no es una opinión
caprichosa, sino una afirmación basada en la evidencia, como puede verse en
estos gráficos.
Se observa en el último de ellos que Estados Unidos y España son a la vez los
países con más aumento de la población ligado a la inmigración y los países
donde, según estamos viendo, más se resiste el paro a bajar. Y esa enorme masa
de desempleados es un lastre para el pago de la deuda. Pero este incómodo dato
es silenciado de forma clamorosa por políticos y periodistas, enfangados como
prefieren estar en el lodazal de consideraciones estúpidas sobre iniciativas a
todas luces estériles como la reforma laboral o una reforma de la Constitución
que puede dejar las cosas peor de lo que estaban. Es cierto que hace un par de
décadas sufrimos otro pico del 20% de desempleo, pero duró poco, a diferencia
del actual, que como todo el mundo sabe puede prolongarse varios años, y lo
mismo está ocurriendo en Estados Unidos.
Ahora bien, lo ocurrido con la
inmigración es solo una faceta entre muchas otras del fenómeno más general que
quiero abordar aquí. Dicho en pocas palabras, el conflicto subterráneo que, a
mi juicio, más determina la evolución de la economía, crisis incluidas, no es
el que enfrenta a ricos y pobres, bancos y contribuyentes, derecha e izquierda,
Gobierno e indignados. No, el conflicto
de fondo es el que protagonizan los partidarios de producir más trabajando
menos y los partidarios de producir menos trabajando más.
Me explicaré. La presión
demográfica e inmigratoria enfrenta a los gobernantes a un dilema de difícil
solución: para competir con otros países
hay que estimular la productividad, pero para ofrecer trabajo a todo el
mundo hay que reducirla. Evidentemente resulta mucho más fácil y barato
optar por lo segundo, que presenta además la ventaja añadida de reducir el
riesgo de conflictos sociales. Y eso es lo que tienden a hacer los Gobiernos,
tanto más cuanto más PIIGS sean. Como reconocer públicamente algo así
queda feo, se procede a enmascararlo con la cantinela de “vamos a dar absoluta
prioridad al empleo”. Todos los titubeos y
contradicciones de nuestros gobernantes se entienden mucho mejor si adoptamos
este punto de vista. Pero para ello, ay, no solo no debemos creernos su
rimbombante discurso sobre nuevos modelos productivos y demás (discurso por
otra parte desmentido ya por la renovada y demencial apuesta por el ladrillo a
que estamos asistiendo en España), sino que debemos darle la vuelta por
completo: la principal función de los
Gobiernos es reducir la productividad, y lo que hacen las crisis es poner
vergonzosamente de manifiesto ese empeño inconfesable en una coyuntura de
aumento descontrolado del determinante principal de la economía: la masa
humana.
¿Estoy yendo demasiado lejos? Pues
estoy dispuesto a pasarme tres pueblos más porque les voy a decir otra cosa, y
es que creo que las políticas
keynesianas no son ni mucho menos la principal estrategia empleada para
reducir la productividad. Es la que más se ve en las crisis (plan E y
similares), es la receta preconizada machaconamente por el pesado de Krugman, aunque dos alivios cuantitativos
no hayan servido para nada en su país, pero por debajo actúan otras fuerzas
reaccionarias que gozan también de excelente salud en tiempos de bonanza.
Economías
de escala
Una de ellas, la principal, son las
mil y una artimañas empleadas para evitar las economías de escala. Si de verdad
quieren aumentar la productividad, en lugar de hablarnos de costosas
inversiones en educación e I+D con efectos a largo plazo, lo primero que
podrían hacer nuestros gobernantes, con un coste absolutamente insignificante y
con efectos inmediatos, es fomentar las economías de escala en todos los
sectores de la economía. Para ello bastaría con una buena regulación al efecto
y con la firme voluntad de no ceder ante los lobbies de turno. Por ejemplo,
habría que resistir las presiones del pequeño comercio y permitir que las
grandes superficies abriesen los días festivos, tema este sobre el que Jesús
Mosterín ha escrito un excelente artículo.
En términos generales, se están
dinamitando las economías de escala cada vez que se subvenciona a alguien por
hacer algo que otros ofrecen más barato.
Esto es keynesianismo de la peor especie, empleado no para producir algo
que de otro modo no se produciría, sino para desplazar a una competencia más
preparada para abaratar costes. Es la cultura del minifundismo compasivo, estimulada y practicada a todo lo largo y
ancho del espectro político.
Ahora bien, como no se le habrá
escapado al lector, el principal mecanismo ideado por los españoles para evitar
las economías de escala es nuestro admirado Estado de las autonomías. Y dentro de ese sistema destaca el proteccionismo lingüístico. Las
“lenguas propias” son ideales para obligar a la gente a trabajar más para
producir menos. Todo se duplica, hay que dedicar ingentes recursos a la
normalización, los mejores talentos ven rechazados sus currículos por no
dominar la paleolengua de turno, los mediocres medran en el funcionariado
local, y al final todos pagamos las consecuencias. ¿A alguien le puede extrañar
que las autonomías sean en este momento el principal obstáculo para cumplir los
objetivos de déficit? Los recortes aplicados a la sanidad en CataluÑa van a
traducirse en muertos de carne y hueso, pero las embajadas de esa autonomía en
el extranjero siguen vivitas y coleando. Sobre eso los indignados no dicen ni pío (al poco de escribir estas líneas leo esto y esto).
Consumividad
Pero lo más sintomático en todo
este asunto es que el concepto de productividad haya permanecido hasta ahora
huérfano de la que es su necesaria imagen especular en el lado de la demanda.
Hasta tal punto están obsesionados los expertos por el crecimiento de la
economía, que se han olvidado por completo del destino de lo producido. Se
trata de crecer a toda costa, produciendo lo que sea y como sea. Lo que ocurra
luego con lo producido, a quién diablos le importa. Sin embargo lo lógico sería
fijarse también en el grado de aprovechamiento de los bienes y servicios
generados, en la intensidad con que se usen, en definitiva, en su consumividad.
Compruebo a través de Google que no hay precedentes de uso de este neologismo
salvo como juego de palabras en algún contexto de alusión al frenesí consumista
propio de las fiestas navideñas, lo cual me lleva a pensar que, en efecto, el
desinterés por el tema es total.
Obviamente la idea de aprovechar al máximo los productos que escupe
nuestra sociedad de consumo no es nueva, sobre todo en una situación de marcado
deterioro económico como la actual, pero probablemente ese tipo de propuestas
han sido ninguneadas desde los sectores del pensamiento oficial –político y
académico- como propias de perroflautas, de modo que nadie se ha visto en la
necesidad de compactar la idea en un vocablo. Creo sin embargo que ese
neologismo es muy necesario, porque abre la puerta a reflexiones más rigurosas
sobre el verdadero objeto de la economía, que no es otro que la búsqueda de la
manera de aprovechar de forma óptima los recursos materiales. Y hay que aprovechar bien no solo los input, sino también los output.
Así, ahora podemos decir que, al
tiempo que se cargan la productividad, los
Gobiernos hacen todo tipo de malabarismos para reducir la consumividad. El
Plan Renove, por ejemplo, es una
manera de hacer los coches obsoletos por decreto; el cuento de la seguridad no
se lo cree nadie. Las ayudas fiscales para la compra de vivienda –en un país con más de un 90% de propietarios- son una
manera de inducir a la gente a comprar más pisos de los que necesita, esto es,
de reducir el uso de los pisos, porque la gente no tiene el don de la
ubicuidad. No se entiende tampoco que no se grave como es debido
la posesión de todos esos yates ociosos que nos impiden ver el mar desde muchos
lugares y que quizá se usan solo una vez al año. O, mejor dicho, si se
entiende, se trata de “evitar que se pierdan puestos de trabajo”.
En What’s mine
is yours, Rachel Botsman y Roo Rogers nos aportan muchos datos al respecto.
Es indignante enterarse por ejemplo de que “durante los últimos 50 años, la
vida media de los bienes ‘duraderos’ cotidianos, como frigoríficos, tostadoras
y lavadoras, ha disminuido entre tres y siete años”. Con todo lo que están
interviniendo los Gobiernos en los más diversos ámbitos de la economía, ¿por
qué no legislan para evitar todos esos casos de obsolescencia programada? Así como legislan para evitar que
determinados alimentos reduzcan nuestra longevidad –aceleren nuestra
obsolescencia- podrían regular también los métodos de producción de las
empresas. Pero no, porque -de nuevo la cantinela- se perderían puestos de
trabajo. Es lógico que las empresas intenten aumentar sus plusvalías, pero no
lo es que el Estado sea cómplice de todo ello y que, encima, nos demuestre una
y otra vez que sigue esa misma filosofía en cuanto puede costeándola con dinero
público.
Un detalle que no debería escapársenos es que el
aumento de las desigualdades que estamos observando en el mundo occidental es
un gran aliado de las fuerzas contrarias a la consumividad, pues los ricos, por
definición, son quienes más productos compran sin necesidad para abandonarlos a
la primera de cambio. No me gustan las explicaciones conspiranoicas, pero no
puedo evitar pensar que quizá esas desigualdades hayan permitido reanimar
durante algún tiempo una economía anémica.
Como ejemplo de lo contrario, de aumento de la
consumividad, hay que citar sin duda el llamado “yield management”, que no
son sino todos esos algoritmos y técnicas usados esencialmente por las
compañías aéreas y cada vez más hoteles para modificar el precio de sus
servicios en función de la demanda, incluida la posibilidad de adelgazar al
límite esos servicios para los clientes menos exigentes. Se logra así una
situación win-win en la que,
explotando al máximo los recursos, salen ganando empresarios y clientes. El
ejemplo va a cundir en muchos otros ámbitos, y con toda seguridad su aplicación
en la Administración puede propiciar no pocos ahorros para el erario público y
menos incomodidades para el ciudadano. En cierto modo el actual sistema de cita
previa para la renovación del DNI en España es un mecanismo rudimentario de ese
tipo (solo si se hace por Internet; por teléfono, en cambio, nos vemos abocados
a un diálogo interminable con un sistema automático de desenlace imprevisible
en comparación con el cual aquella escena inigualable del tatuaje de la
película Idiocracy nos parecerá absolutamente sosa).
Otro ejemplo de iniciativas que aumentan la consumividad son las compañías
a través de las cuales se puede compartir un coche, por ejemplo Mobility en Suiza, o las que permiten
hacer eso mismo con muchos productos de uso ocasional, desde aspiradores
especiales hasta herramientas de jardinería. En todos estos casos, nos
recuerdan los autores del libro antes citado, un factor fundamental es el logro
de una masa crítica de clientes que
haga rentable el proyecto. Vemos resurgir aquí la idea de las economías de
escala: toda forma de proteccionismo –lingüístico, normativo, arancelario o del
tipo que sea- tenderá por tanto a reducir tanto la productividad como la
consumividad.
Santísima
Trinidad Regresiva
Vuelvo
a lo que decía al principio: este mundo se divide entre los partidarios de Google, Microsoft, Easyjet, Mercadona, Zara
y demás, que a todos nos enriquecen, y quienes, demonizando a esas compañías por
“monopolistas”, prefieren subvencionar la ineficiencia desde una cultura de lo
pintoresco, amante de la pequeñez, la diversidad, la proximidad y otras
chorradas por el estilo… Confiando en que papá-Estado pagará la diferencia con
el dinero de todos (y luego, encima, se quejarán de que la inflación les quita
poder adquisitivo). Esta perspectiva nos permite visualizar un poco mejor los
elementos antagónicos fundamentales que están empujando la economía en sentidos
contrarios. Por un lado vemos lo que es de hecho una alianza de empresarios
inteligentes, científicos y gestores eficaces que fomentan un uso racional de
las nuevas tecnologías para que todos vivamos un poco mejor trabajando un poco
menos, y por el otro actúa un contubernio de fuerzas oscurantistas agrupadas en
torno a la Santísima Trinidad Regresiva
de Gobiernos, sindicatos y partidos, cuyo único interés consiste en ganarse
a los trabajadores y los parados con un discurso demagógico,
alimentando con las ideas más peregrinas su esperanza de trabajar en cualquier
estupidez aunque sea al precio de empobrecernos a todos. Sí, lo siento,
resumiendo, científicos y capitalistas (exceptuando la variante española de
capitalista de pelotazo) son las verdaderas fuerzas progresistas de la
sociedad.
Evidentemente,
una propuesta general de racionalización de la economía como la aquí sugerida
debe prever también medidas concretas destinadas a mitigar el impacto del aumento inevitable del desempleo. Pero
probablemente la cosa sería más sencilla de lo que parece a primera vista,
porque al dispararse en un primer momento las cifras de parados muchos de los
inmigrantes volverían a su país, como ha empezado a ocurrir, y de resultas de
ese mecanismo de regulación homeostática la carga para el Estado a largo plazo
disminuiría. Cabe resaltar también que,
en coherencia con la simplificación de la economía aquí propugnada, habría que
eliminar ipso facto la mayoría de los cursillos para parados. Profesorzuelos del tres al cuarto
reclutados entre parientes y amiguetes de los dirigentes sindicales, adiós,
rayados del mapa: ahí tenemos ya un montón de parásitos menos. Más parados, se
me dirá de nuevo; pues muy bien, que se busquen la vida, como tantos otros.
Por último, es
obvio que el Estado debería hacer un mayor esfuerzo recaudatorio para mantener
a tanto inactivo. Ahora bien, hace poco hemos visto con alborozo que, después
de que Warren Buffett y otros lanzaran la idea, algunas grandes fortunas de
Francia han reclamado a Sarkozy que les suba los impuestos. En Alemania un numeroso
grupo de personas acomodadas ha hecho lo propio. Mientras, los ricachones
españoles no han dicho esta boca es mía y Berlusconi ha decidido perdonarles a
los ricos el impuesto de solidaridad anunciado, pero está claro que margen para
recaudar más, haylo; otra cosa es que Salgadín y sus homólogos se atrevan a
usarlo, no sea que eso repercuta en su propio bolsillo. En cualquier caso, una vez abierta la veda
para dejar en evidencia la inepcia y cobardía de nuestros políticos, no sería
mala idea organizar una ofensiva en toda regla desde diversos think tanks para decir en voz alta que
desde hace muchos años, demasiados, nos hemos dedicado a importar dinero del futuro a fin de dar de trabajar/comer a una masa
humana descontrolada para que produzca cosas inútiles que la gente adquirirá
para no saber qué hacer con ellas salvo almacenarlas, tirarlas y cambiarlas por
otras cuanto antes. La economía es solo una trituradora gigantesca en la
que se meten parados por arriba para obtener por abajo alguna forma de carne picada. Cuando la máquina se
detiene súbitamente, el carnicero se dedica a escudriñar el mecanismo
triturador para detectar la avería, sin darse cuenta de que el problema radica
en la obstrucción provocada por los grandes trozos de materia cárnica apelotonados
en el embudo.
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