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NUDISMO, DERECHOS Y CAPRICHOS

 

La lectura del artículo “Desnudos por Barcelona”, publicado por Teresa Giménez Barbat (TGB) en Cultura 3.0 (http://www.terceracultura.net/tc/?p=3112), y de uno de los comentarios sobre ese texto me ha impulsado a hacer algunas reflexiones que finalmente han desembocado en un algoritmo rudimentario de análisis utilitarista de diversos conflictos de especial actualidad.   

De entrada, creo que tanto TGB como el comentarista, de alias Pedro, han caído en distintas versiones de la falacia naturalista, consistente en deducir lo que “debe ser” a partir de lo que “es”. Pedro ve la desnudez como algo natural y, por tanto, algo a respetar en toda circunstancia, mientras que la autora del artículo, basándose en el detalle de que las mujeres yanomami procuran siempre ocultar sus genitales ante extraños pese a ir desnudas, viene a sugerirnos que habría un residuo de pudor universal en todos los pueblos, de modo que el “deber ser” se aplicaría a la ocultación del sexo en sociedad.

No creo que los tiros vayan por ahí.  Yo diría, TGB, que una cosa es recurrir a la biología o la antropología para describir anécdotas relacionadas con el fenómeno analizado, y otra muy distinta atribuir a esa descripción poder explicativo o, incluso, normativo. La perspectiva tercercultural no consiste en ingeniárselas para encontrar en el campo de la ciencia metáforas vistosas de fenómenos sociales (costumbre ésta bastante extendida por desgracia) sino en realizar estudios empíricos o aprovechar los ya hechos para desmontar las seudoexplicaciones del pensamiento oficial acerca de esos fenómenos (explicaciones muy a menudo ambientalistas, es decir, demasiado centradas en la cultura, la educación, etc.; las interpretaciones religiosas o paracientíficas sencillamente no me interesan).

La tentación de recurrir a la tercera cultura como herramienta interpretativa aumenta cuando el tema a analizar tiene que ver con la prosaica realidad física y emocional del ser humano, su desnudez, su agresividad, el sexo, etc., pero creo que hay muchas cosas aparentemente alejadas de la ciencia y de lo fisiológico que se prestan mucho más a análisis 3C; por ejemplo, se pueden hacer buenos análisis estadísticos para desmontar los muchos casos de mala prensa y mala ciencia con que nos castiga el periodismo actual y nos manipula el poder político. Y a la inversa, creo que hay muchas cosas que por su animalidad parecen exigir a gritos una explicación 3C y que, sin embargo, se prestan mucho más a un análisis (psico)sociológico o filosófico “clásico”.  Pues bien, creo que este es precisamente el caso del nudismo urbano.

Dice Pedro que “la única justificación moralmente aceptable para limitar las libertades de un ciudadano pasa por probar de manera racional y fuera de toda duda que la actitud prohibida es objetivamente perjudicial para otros ciudadanos”. Bien, en ese caso, se levanta la veda: además de gente desnuda, veremos a parejas copulando en la vía pública, a individuos solitarios masturbándose en los bares, a mujeres abandonándose a prácticas zoofílicas en la oficina, etc. Hay que ser consecuentes, ¿no?  Sin embargo, mucho me temo que, aunque nos diga lo contrario, incluso nuestro comentarista establecería una línea roja en algún lugar, aunque lo prohibido a partir de ese momento no fuese “objetivamente perjudicial para otros ciudadanos”. ¿Por qué? Pues porque en el fondo, en estos casos, sin necesidad de compartir junguianamente nuestra psique con los yanomami, nos hacemos todos la siguiente pregunta: ¿qué necesidad tienen estos tipos de hacer eso en público? Más concretamente, ¿qué necesidad tiene una persona de desnudarse por completo para montarse en una bicicleta? Me importa un bledo lo que hagan pero, si tanto disfrutan haciéndolo, ¿por qué necesitan hacerlo precisamente de ese modo y con espectadores, sabiendo que a muchos de ellos no les hará ni pizca de gracia? Creo que ahí está la clave para rebatir el argumento simplista, muy “racional” si quieren, del “perjuicio objetivo para otros”, en preguntarse, sí, pero ¿qué necesidad objetiva tienen de hacerlo a la vista de todos? Es más, tienen espacios donde se admite que lo hagan en público: playas nudistas, clubes de intercambio y exhibicionismo, etc. En toda la sociedad funcionan espacios especializados para determinados fines que la gente respeta como una convención necesaria, para facilitarnos la vida unos a otros. Puedes intentar saltarte esas convenciones, pero no puedes exigir que la gente te aplauda por ello. Por ejemplo, tienes todo el derecho del mundo a bailar como un poseso al ritmo de la música que emita tu iPod, pero si te pones a hacerlo en la sala de urgencias de un hospital alguien acabará pegándote una hostia.  

De modo que no estamos ante un problema de reconocimiento de derechos, sino de caprichos. Son cosas distintas. Además, si admitimos que esos caprichos pueden equipararse a unos “derechos subjetivos”, eso nos obliga a tener también en cuenta los derechos subjetivos de los viandantes que se topen con el tipo en pelotas. Sí, las reglas del juego deben ser las mismas para las dos partes, de manera que, mira por dónde, hemos abandonado el terreno de la tan cacareada objetividad como criterio decisional último.

Bienvenidos, por tanto, al universo de la “razón subjetiva”. Esto es, bienvenidos al reino del buen o mal gusto, variable que, tras el razonamiento seguido, podemos emplear sin complejos como moneda de cambio argumentativa. En el caso del nudismo urbano, es difícil encontrar entre quienes lo practican otra motivación que no sea una combinación, en las proporciones que sea, de exhibicionismo por un lado y naturismo militante por otro. En este sentido, los que salen a practicar senderismo en pelotas me parecen más serios, pues ahí predomina sin duda el componente naturista, y es que la actividad no parece demasiado rentable para quienes tengan como prioridad el exhibicionismo/activismo. 

En cuanto a los “espectadores”, conviene analizar sobre todo el impacto especial que ha supuesto para ellos ver a tipos desnudos montados en bici.  De entrada, no me parece casualidad que se haya elegido la bicicleta para exhibir la desnudez: son dos formas de exhibicionismo en el contexto urbano, de modo que su yuxtaposición había de tener por fuerza un efecto sinérgico de altivez: desde la mayor altura y velocidad de la bici, desde la provocación inherente a la desnudez misma. (A modo de paréntesis: http://tinyurl.com/67et4gl).  Pero es que además ahí entra en juego lo que los anglófonos llaman el yuck factor (factor asco), que en este caso consistiría en una peculiar repugnancia al ver o adivinar el miembro viril cayendo lateralmente por el sillín, peligrosamente cercano a los ejes en movimiento de las ruedas, a los pedales, al duro asfalto, a cualquier impacto. Y eso, atención, es una reacción instintiva atribuible a la empatía del ser humano, no el producto de una educación autoritaria o de cualquier otra causa ambientalista.  Contribuye también al factor asco, sin ninguna duda, la sospecha de que el sillín estará impregnado de un sudor perineal fuertemente contaminado por los orificios cercanos.  Como contraposición, la estampa de una mujer desnuda sentada en un banco y leyendo tranquilamente el periódico puede tener valor artístico, y creo que esta opinión la suscribirían por igual hombres y mujeres.

Otro detalle nada desdeñable es que caminar desnudo por la calle es algo voluntario, mientras que los efectos que ello cause entre los demás, en forma ya sea de indignación moral, de asco o de ambas cosas (al fin y al cabo, la primera deriva muchas veces de lo segundo, por razones evolutivas) serán involuntarios. Nos encontramos por consiguiente ante un caso típico de externalización del coste de la propia conducta. Y aquí es donde parece oportuno retomar el discurso “racional”, ahora como árbitro de las subjetividades enfrentadas.

En efecto, nos encontramos por un lado con el simple capricho de alguien que exhibe ante los demás su idea de felicidad sin que nadie se lo pida, y por el otro vemos a un montón de gente obligada a asumir el coste de ese gesto ajeno experimentando una sensación de rechazo visceral.  Puede que él se sienta realizado, pero serán muchos más lo que se sientan molestos. Desde un punto de vista utilitarista, esos intentos de elevar tales caprichos a la categoría de derechos son inadmisibles, por lo que suponen de vulneración del principio de felicidad para el mayor número. 

La idea de externalización es fundamental para evitar un cul-de-sac teórico en este tipo de análisis. Repito el concepto de capricho: exigencia infantil de que te dejen hacer en determinado momento y lugar algo que podrías perfectamente no hacer o que podrías hacer de forma anónima y/o en otro momento y lugar sin externalizar los costes de tu acción, esto es, sin molestar a nadie y/o sin utilizar los recursos de otros. Y ahí entran desde las manifestaciones interminables de los indignados hasta los juegos paralímpicos, pasando por los plastas que nos amenizan la cena en cualquier terraza con su fanfarria estridente de acordeones y trompetas a dos metros de nuestros oídos.

Este tipo de problemas son especialmente desconcertantes para los intelectuales de izquierdas. No saben muy bien cómo reaccionar, desgarrados como se ven por el factor asco/molestia por un lado (razón suficiente para los intelectuales de derechas, pero fuente de culpabilidad para ellos, que no entienden que pueda embargarles un sentimiento así después de haber consumido tanta propaganda tolerantista) y, por el otro, el silogismo de que todos los caprichos son derechos, todos los derechos son respetables y, por consiguiente, todos los caprichos son respetables.

Respetables, cuando no incluso dignos de protección. Por ejemplo, ofrezcamos retretes móviles a quienes van a seguir okupando y ensuciando las plazas de las principales capitales de España por tiempo indefinido porque resulta que han redescubierto el poder de lo real después de años de empacho de redes sociales. Estos chavales confunden la libertad de expresión y la libertad  de manifestación, e intentan convencernos de que la segunda es la más genuina, si no la única, modalidad de la primera. Como su preparación intelectual solo da para fabricar eslóganes, la pancarta es su única forma de expresión. De ese invento obsoleto y reaccionario llamado libro pasaron hace tiempo a los tweets de 140 caracteres, y ahora han conseguido lanzarnos graciosísimos guiños antisistema pintarrajeando solo media decena de palabras en sus pancartas. No quieren expresarse porque no saben expresarse. Lo único que saben hacer es manifestarse, mostrarse, exhibirse. Donde ellos quieran, a la hora que quieran, molestando a quien sea, pasándose la ley por la entrepierna (http://tinyurl.com/6l82b6b).  Su deseo de anonimato y sus abucheos a los políticos y artistillas que han querido solidarizarse con ellos no son un signo de autosuficiencia, no son una táctica maquiavélica de preparación para alguna forma de guerrilla urbana, son simplemente la demostración de que no quieren que nadie destaque para poder disfrutar así todos de su alícuota de 15 segundos de fama ante las cámaras de todo el mundo. 

Habría que establecer un índice que nos permita objetivar la diferencia entre derechos y caprichos. Una posibilidad sería utilizar el cociente que resulte de dividir la necesidad real de actuar de determinado modo cuando haya otros medios para hacerlo por el coste social de esa acción. Llamémosle RNE, relación necesidad/externalización. Creo que esta idea nos permitiría adentrarnos con cierta soltura en territorios en los que hasta ahora el pensamiento filosófico se ha encontrado un poco incómodo.  Además de algunas cuestiones a las que ya he aludido, no se entiende, por ejemplo, que se haya tolerado el nudismo urbano y que ahora se le niegue el acceso a la escuela a una pobre cría por llevar velo. No se entiende tampoco que se prohíban los toros, cuando todos los que acuden a la plaza lo hacen voluntariamente, sin externalizar coste alguno como no sea el sufrimiento del animal, pero ese sufrimiento, tengámoslo en cuenta, es una gota en el océano de los millones de animales que sufren y mueren cada día de forma natural despedazados por sus depredadores, incluidos los mataderos de los que sale la carne que comemos, de modo que para ser coherentes las autoridades deberían obligarnos a seguir una dieta vegetariana. 

Resumiendo, no parece que el razonamiento moral pueda limitarse a la consideración de los perjuicios que nuestras acciones causen directamente en otros. En primer lugar porque muchas veces esos perjuicios se externalizan hábilmente y se hacen invisibles. Segundo, porque puede no haber perjuicio objetivo, pero sí puede haberlo subjetivo, y ese daño subjetivo deberá considerarse a priori tan válido como cualquier necesidad subjetiva que lo cause. Y tercero, porque ese perjuicio deberá sopesarse siempre con la necesidad real (objetiva + subjetiva) de la acción en cuestión.

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PS: abundando en la crítica al movimiento de los indignados, véanse estos dos artículos de Ruiz Soroa y Javier Marías.

Actualización, 19-03-2012: en relación con la razón subjetiva, véase esto.

 

 

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