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Semantic bluff

 

 

    Como todo el mundo sabe, atravesamos tiempos de burbujas. Burbujas de ladrillo, de crédito, de la Bolsa, del oro...  Es más, algunos empezamos a sospechar que quizá sea ése el orden natural de las cosas en una sociedad en proceso de aceleración mediático-tecnológica hacia ninguna parte, o en todo caso hacia algún tipo de singularidad que probablemente no será la singularidad utópica añorada por Ray Kurzweil, sino un punto de entrada triunfal e irreversible en la distopía.

   

    Sin embargo, hay una burbuja de dimensiones obscenas cuyo significado, como el de tantas otras burbujas, posiblemente se está malinterpretando.  Me refiero a la burbuja de creatividad que se supone que alberga la web. El Big Bang ciberespacial ha generado ya casi tantas páginas como años han transcurrido desde el Big Bang cósmico. Según Jakob Nielsen, los usuarios de la web se distribuyen grosso modo según la regla 90/10/1, porcentajes que corresponderían, respectivamente, a los usuarios pasivos, los que participan aportando feedback, y quienes realmente crean contenido.  Se supone que los aproximadamente 10 000 millones de páginas creadas por estos últimos son un maravilloso caldo de cultivo para el nacimiento de nuevas ideas. Ahora bien, si de creatividad se tratase realmente, esa profusión de ideas habría tenido ya efectos radicales en la sociedad. Parece dudoso que las dos últimas décadas pasen a la historia por haber sido el escenario de una auténtica explosión cámbrica del capital intelectual de la humanidad. No estamos ante una explosión, sino ante una burbuja de formas de creatividad cuyo valor es mucho menor del que alegremente se le atribuye.  Los avances científicos y tecnológicos importantes han tenido lugar en otros ámbitos, quizá a mayor ritmo que antes, pero no precisamente porque la web los haya catalizado. Una cosa es la potencia de cálculo de los ordenadores, y otra muy distinta la promiscuidad a la que ahora se les obliga a través de las llamadas “redes sociales” y otras mandangas por el estilo. La ciencia ha avanzado más rápidamente gracias a lo primero, y probablemente –ahora vuelvo sobre ello- pese a lo segundo.

   

    Es curioso, la rápida proliferación de páginas de todo tipo en la web ha ejercido una fascinación pueril en no pocos sociólogos, periodistas y políticos, que han visto ahí un nicho muy oportuno para cultivar su ociosidad tardía. Ahí tenemos como ejemplos –a juzgar sólo, debo reconocerlo, por los pocos artículos que he leído de ellos al respecto- a Manuel Castells, a Cebrián y al cada vez más patético –por contraste con lo que fue antes de su infarto- Rodríguez Ibarra. Estamos ante una nueva versión de la noosfera, con las mismas resonancias místicas.  El medio pasa a ser el fin; la interconexión pasa a ser una virtud en sí, con independencia del resultado, y la consecuencia no podía ser otra que esa obsesión generalizada por el próximo modelo de móvil.

 

    Nadie parece acordarse del regocijo que experimentamos los usuarios cuando nos liberamos de los mainframe y pasamos a contar con un sistema personal de computación autónomo en nuestra mesa de trabajo. Y ese olvido está permitiendo colar ahora la idea de que debemos trasladar todo nuestro material a la “nube”. O sea, veamos si lo he entendido bien, tener los programas en nuestro ordenador era un avance cuando la velocidad y memoria de las máquinas era del orden de 1000 o 10 000 veces inferior al actual, mientras que ahora lo más guay es escupir sobre la enorme capacidad de cálculo que nos proporciona Intel a precios irrisorios y volver a trasladar los bártulos a máquinas situadas, no ya a algunos metros, sino a miles de kilómetros de distancia. No entiendo mucho de telecomunicaciones, pero intuyo que esa manera de proceder tiene que contribuir a sobrecargar innecesariamente las redes de fibra óptica, así como a reducir de forma sustancial la velocidad de procesamiento de mis datos. Y ese viaje de ida y vuelta se ha producido en sólo 25 años. Qué casualidad, el lapso orteguiano que marca el ritmo del olvido intergeneracional.

 

    Noosfera, Web 2.0, Nube... El reino de lo etéreo, donde se supone que todo es posible, donde todo sigue cambiando para que nadie deje de cambiar y consumir.  Lo que ocurre con la interacción elevada a primer mandamiento tecnológico es que, más pronto que tarde, conduce al exhibicionismo. Interactuar es mostrarse, y no podemos presentarnos en pantuflas ante cualquier desconocido. Como consecuencia de ello, el esfuerzo de ese “exiguo” 1% de artífices de la web se ha centrado cada vez más en la forma y menos en el contenido. Millones de horas de programación para encontrar la manera más rápida de hacer parpadear un mensaje cuando el visitante proceda de tal o cual país o tenga determinado cookie en las entrañas de su disco duro; para rediseñar el sitio web a fin de hacerlo compatible con determina prestación del nuevo sistema operativo; para acelerar el intercambio de voluminosos ficheros entre individuos que andan ya sumergidos en más material audio/vídeo del que podrán consumir durante el resto de su vida; para ofrecer al usuario de esa red social de moda la posibilidad de conocer qué canción oyó hace tres horas en lastfm esa otra amiga de la amiga que lo es desde que se enteró de cuáles eran las películas favoritas del menda; para ilustrar con fotografías graciosísimas ese portal de acceso a menús especiales para animales domésticos con problemas gástricos...

 

    Es obvio que toda esa actividad tan frenética como frívola ha de tener un coste de oportunidad. O sea, cómo lo diría yo, creo que la mayoría de los implicados en ellas demuestran una inteligencia desgraciadamente desaprovechada. Y lo digo sin ironía. La creación y el mantenimiento de las redes sociales de la web son sólo una de las válvulas de escape de un exceso de inteligencia del cuerpo social. Inteligencia en bruto que no ha tenido la ocasión (falta de dinero, de tiempo) o la paciencia (inmediatismo de las generaciones actuales, si bien hay que decir en su descargo que ello resulta comprensible dada su falta de perspectivas) necesaria para aplicarse a actividades de verdadera utilidad social.

 

    Si, como sostiene Geoffrey Miller, la creatividad es ante todo un arma de seducción desarrollada básicamente por el hombre (varón) por su valor selectivo –y esto no es una afirmación machista, sino una afirmación falsable: hágase un análisis del porcentaje de hombres y mujeres en ese 1% de creadores de contenidos/formas-, está claro que nos hallamos ante un caso de derroche masivo de inteligencia para deslumbrar al público, masculino y femenino, en una suerte de arms race en la que por primera vez los recursos empleados son ilimitados, gracias al coste marginal cero de las comunicaciones electrónicas. ¿Cuántos jovencitos con el potencial necesario para convertirse en científicos y pensadores de primer orden dejarán de serlo porque en estos momentos están volcando toda su inventiva en diseñarse para Facebook ese perfil que habrá de deslumbrar a la compañera de instituto de suculentas tetas?

 

    Pero además del desperdicio de inteligencia inherente a la creación de contenidos banales para el Gran Escaparate, cabe hablar también de un coste de oportunidad de segundo orden, que sería el correspondiente al tiempo perdido por ese 90% de usuarios de la web que se limitan simplemente a visitar sitios repletos de basura. ¿Cuántos de esos visitantes no habrían hecho acaso algo de fuste de no verse cautivados por los cantos de sirena de la interacción social?

 

    Mucho se ha hablado del ruido informativo que preside la web como un problema cuantitativo, pero el principal problema es de orden cualitativo. Aunque dispusiéramos de un filtro mágico que nos seleccionara los sitios web realmente interesantes, seguramente echaríamos siempre de menos algún tipo de valor añadido conseguido cruzando datos de aquí y de allá.  Cuesta entender que bajo las redes sociales operen potentes algoritmos que distinguen afinidades y proponen nuevas relaciones y productos en función de nuestras andanzas, y que sin embargo los motores de búsqueda sigan dejándonos en la estacada una vez cubierto el expediente de localizarnos un montón de páginas (y fallando estrepitosamente cuando intentan dárselas de listos modificando de la forma más arbitraria los términos que les introducimos). No se entiende que se haya avanzado tanto en tecnologías de interacción social y tan poco en tecnologías de interacción de datos. Un ejemplo trágico de ello es lo que está ocurriendo con la lucha contra el terrorismo. Rastreando los errores cometidos por los servicios de inteligencia norteamericanos antes del 11-S, se observa que ya entonces hubo serios problemas de incomunicación entre unos y otros, entre la NSA, la CIA y el FBI. Transcurrida una década, el cuasiincidente del avión de Detroit ha acabado demostrándonos que en todo este tiempo apenas se ha avanzado en el desarrollo de tecnologías de explotación de la información: no se ha superado siquiera la fase de la dependencia de las similitudes morfológicas, como demuestra el hecho de que el Departamento de Estado no lograra encontrar el nombre del terrorista en su documentación por un error de deletreo.  A estas alturas puede afirmarse sin demasiado temor a equivocarse que la esperanza depositada en la rimbombante “web semántica” estaba injustificada (ahí está la lenta agonía del concepto que muestra Google Trends).

 

    Así y todo, seamos optimistas, no puede descartarse que dentro de poco empiece a producirse un goteo de los algoritmos de interacción social en los sistemas de búsqueda de la web. Del mismo modo que los potentísimos chips incorporados en las últimas versiones de esa arma de infantilización masiva que son las consolas se han convertido en un objeto muy codiciado por científicos y militares, es posible que las tecnologías de fomento de la promiscuidad ciberespacial propicien como subproducto formas insospechadas de promiscuidad de los términos empleados en los buscadores. Se daría la paradoja, sí, de que la inteligencia sería hija de la estupidez.  

 

 

24/01/10 - PS: A través de mi red de Delicious acabo de encontrar un artículo recién publicado de  Garry Kasparov en el que éste reflexiona sobre la naturaleza de los avances de la maquina respecto al hombre en el campo del ajedrez. Es curioso, porque algunos de los párrafos del artículo reproducen de forma muy parecida (las negritas son mías)  algunos de los razonamientos que hago en Semantic bluff:

 

          With the supremacy of the chess machines now apparent and the contest of "Man vs. Machine" a thing of the past, perhaps it is time to return to the goals that made computer chess so attractive to many of the finest minds of the twentieth century. Playing better chess was a problem they wanted to solve, yes, and it has been solved. But there were other goals as well: to develop a program that played chess by thinking like a human, perhaps even by learning the game as a human does. ... This is our last chess metaphor, then—a metaphor for how we have discarded innovation and creativity in exchange for a steady supply of marketable products. The dreams of creating an artificial intelligence that would engage in an ancient game symbolic of human thought have been abandoned. Instead, every year we have new chess programs, and new versions of old ones, that are all based on the same basic programming concepts for picking a move by searching through millions of possibilities that were developed in the 1960s and 1970s ... Like so much else in our technology-rich and innovation-poor modern world, chess computing has fallen prey to incrementalism and the demands of the market. Brute-force programs play the best chess, so why bother with anything else? Why waste time and money experimenting with new and innovative ideas when we already know what works? Such thinking should horrify anyone worthy of the name of scientist, but it seems, tragically, to be the norm. Our best minds have gone into financial engineering instead of real engineering, with catastrophic results for both sectors. ... These might seem to be aspects of poker based entirely on human psychology and therefore invulnerable to computer incursion. A machine can trivially calculate the odds of every hand, but what to make of an opponent with poor odds making a large bet?...  And yet the computers are advancing here as well. Jonathan Schaeffer, the inventor of the checkers-solving program, has moved on to poker and his digital players are performing better and better against strong humans—with obvious implications for online gambling sites.    Perhaps the current trend of many chess professionals taking up the more lucrative pastime of poker is not a wholly negative one. It may not be too late for humans to relearn how to take risks in order to innovate and thereby maintain the advanced lifestyles we enjoy. And if it takes a poker-playing supercomputer to remind us that we can't enjoy the rewards without taking the risks, so be it.   ...

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