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LABORATORIO PANÁRABE

 

En los análisis que leemos en la prensa acerca de los cambios que se están produciendo en los países árabes, son legión los articulistas que opinan que las manifestaciones masivas que hemos visto demuestran fehacientemente que es falso que esos países estén destinados a padecer dictaduras militares o regímenes teocráticos. La verdad, lo que me parece una obviedad es que es muy pronto para ver en lo ocurrido la prueba de nada. Ese dictamen apresurado es solo un intento de conjurar las amenazas que todos, especialmente los europeos, percibimos detrás de los millones de manifestantes encolerizados que nos muestran las imágenes. Y el hecho de llegar a esa conclusión a priori, sin esperar a ver cómo evolucionan los acontecimientos en los próximos meses, resta mucha credibilidad a cuanto puedan decirnos en el futuro esos analistas.

 

Todo lo que está sucediendo en el mundo árabe constituye sin duda un hermoso ejemplo de eso que se conoce como “efecto mariposa”. El desencadenante fue el vendedor ambulante que se quemó a lo bonzo en Túnez, y más concretamente, creo yo, la imagen espeluznante que nos lo presentaba agonizante, convertido en astronauta y recibiendo el protocolario consuelo de quien pocos días más tarde abandonaría el país entre sollozos, cruelmente menospreciado por la bruja de su mujer en la escalerilla del avión que lo conduciría al accidente cerebrovascular.

 

Los nostálgicos de las explicaciones materialistas pueden resaltar si quieren el contexto de deterioro económico en que Mohamed Buzazizi tomo la decisión de rociarse con gasolina y prenderse fuego. Pero luego les resultará más difícil explicar por qué las revueltas se han producido en países no especialmente afectados por la crisis financiera y que presentan en su mayoría tasas de desempleo claramente inferiores a la española (como puede verse aquí, del orden del 20% entre los menores de 25 años, frente al 42% que ostenta España). Además, es significativo que incluso desde una perspectiva eurocentrista, tan sesgada últimamente por la economía, se haya optado enseguida por privilegiar la tesis de la rebelión política.

 

Es innegable que este efecto mariposa encontró como terreno abonado unas sociedades especialmente cargadas de testosterona, donde la población menor de 25 años se sitúa en torno al 50% (27% en España, según los datos del enlace supra) .Pero eso no invalida la hipótesis del efecto mariposa. Por el contrario, inscribe dicho efecto en una realidad que se presta difícilmente a ser manipulada y rentabilizada por los poderes políticos y los medios de comunicación. Una realidad, en definitiva, prosaica y tozuda, con ese sabor amargo a determinismo que la gente prefiere ocultar o ignorar. El ser humano tiene una gran habilidad para apartar de su conciencia todo aquello que escapa a su control, a despecho del poder explicativo que tenga.

 

Hay algo más que sospechoso en la rapidez con que se han contagiado los movimientos de rebelión en el norte de África. Una unanimidad tal solo puede ser el producto de un proceso de infección masiva de un meme muy simple, que podría resumirse en el grito de “Fuera cleptócratas”. Hace 40 años, en Europa, el pico de testosterona social encontró el meme que necesitaba en la idea de libertad personal/sexual. Más allá de esas reivindicaciones, el resto son fabulaciones con gancho narrativo urdidas por los medios de comunicación, interesados siempre en encontrar héroes colectivos de primera plana a los que colocar en el siguiente peldaño de esa escalera imaginaria que conduce tarde o temprano a la democracia a todos los pueblos de la Tierra.

 

Memes simples, sin propuestas concretas, puro desahogo de jóvenes en busca de oponentes. Es tentador relacionar lo que está ocurriendo en los países árabes con los estallidos gratuitos de violencia que periódicamente sacuden a las principales ciudades francesas. La última vez sus protagonistas, casualmente los mismos, no se contentaron con quemar coches en las banlieues y decidieron bajar al centro de Lyon a destrozar escaparates. La amenaza se ha aburrido de la periferia y apunta al centro mismo del consumismo de la burguesía autóctona. Y extrapolando podemos decir que esa misma amenaza se ha cansado de sus dictadores y empieza a llegar en masa a las costas europeas, ante el desconcierto de una Europa maniatada por su inveterado buenismo.

 

En cualquier caso, se está esbozando un escenario muy interesante por lo que tiene de experimento natural para zanjar la polémica a que me refería al comienzo de estas líneas, es decir, la que enfrenta a los fatalistas que consideran necesario e inevitable un gobierno férreo y/o islamista en las sociedades del mundo árabe, y quienes creen que la falta de democracia que han padecido hasta ahora es simplemente el producto de una mala suerte que, misteriosa ella, se habría cebado casualmente en una franja geográfica tan extensa como bien delimitada. Y es que, si damos por buena esta última interpretación, que, aunque parece salida de la mente de historiadores aficionados al esoterismo, es la que se desprende de las declaraciones de la inmensa mayoría de los intelectuales europeos (Goytisolo a la cabeza, por supuesto) que estos días nos transmiten la emoción que les embarga al contemplar las multitudinarias manifestaciones callejeras, parece lógico pensar que a partir de ahora, al poner la historia el contador a cero en toda esa franja de países súbitamente liberados, pues bien, podría ocurrir que alguno reaccionara torpemente y desaprovechara la ocasión para instaurar un régimen democrático decente, pero si resulta que, por el contrario, con la opinión internacional a favor y con la sinergia que supone la simultaneidad de derrocamientos, la gran mayoría de esos países no consiguen implantar una democracia estable en el término de un par de años, los fatalistas veremos fuertemente respaldada nuestra opinión.

 

He subrayado lo de estable porque es muy probable que en muchos casos se logre poner en marcha un sucedáneo de democracia que permita a los dirigentes occidentales salvar la cara, o sea, seguir alimentando la idea de que ese régimen político es la gran panacea universal, pero lo que realmente está en juego es la gobernabilidad de esos países. En Europa, por ejemplo, todo son democracias, pero se observa un gradiente muy nítido en lo que se refiere a la gobernabilidad. Está claro que las democracias más estables son las nórdicas, mientras que los países mediterráneos sobreviven como pueden rayando la ingobernabilidad, que tiene nombres como gandulería en Grecia, Berlusconi en Italia, y autonomías en España. Esa misma disparidad de manifestaciones de la ingobernabilidad es un indicio de que probablemente no se trata de un problema surgido fortuitamente en esos países, sino de algo consustancial a sus pueblos, de una fuerza que pasa por encima de sus accidentes históricos. Que ese problema político se solape además con la acumulación de méritos para formar parte de los PIGS es otra coincidencia que cuesta atribuir al azar.

 

Un mínimo conocimiento de las leyes de la termodinámica convierte en sospechoso cualquier gradiente nítido que se observe de forma persistente en la naturaleza. La entropía debería eliminarlo tarde o temprano. De manera que, ante el gradiente contumaz de gobernabilidad observado en Europa, estamos obligados a encontrarle una explicación. La influencia de la religión ha quedado descartada tras un estudio en el que que, analizando la evolución económica de 272 ciudades durante el periodo 1300-1900, se llega a la conclusión de que el capitalismo germánico evolucionó de forma parecida en las zonas católicas y las zonas protestantes (nunca acabé de entender el razonamiento seguido por Weber para relacionar capitalismo y protestantismo). Más plausible resulta una explicación basada en la convergencia de dos fuerzas fundamentales como son los genes de los pueblos y el clima al que están sometidos, factores ambos no del todo independientes, pues los primeros han evolucionado en parte en respuesta al segundo. Como todos sabemos, la confianza interpersonal es fundamental para engrasar las relaciones de intercambio de bienes en una sociedad capitalista, pero también como catalizadora del entendimiento entre las distintas fuerzas políticas, y la neuropsicología nos ha demostrado que esa confianza depende estrechamente de los niveles de oxitocina que circulen por nuestra sangre. Pues bien, se ha comprobado que esos niveles dependen de la raza. Según este estudio, en las mujeres de origen africano los niveles de esa hormona son un 40% inferiores a los hallados en las mujeres blancas. Se sabe también que, entre los hombres menores de 40 años, los niveles de testosterona son mayores en los negros que en los blancos. Estos y otros detalles llevan a sospechar que entre el norte y el sur de Europa existe probablemente un “gradiente hormonal”, y que el perfil de hormonas de los septentrionales es más favorable a la confianza mutua y la cooperación (quizá haya ya datos que confirmen o desmientan esta suposición, lo ignoro, pero al menos me mojo con una hipótesis falsable). Y un accidente geográfico inmenso como es el Mediterráneo tiene por fuerza que haber hecho que se seleccionaran genes distintos en sus dos márgenes, pero, por un proceso de evolución convergente, el clima habría propiciado entre los pobladores del Magreb y de Oriente Próximo una selección de rasgos (físicos y psicológicos) más parecidos a los de los habitantes de la Europa meridional que a los europeos del norte. (A propósito de gradientes biológicos, véase esto).

Si abandonamos Europa y cruzamos el Mediterráneo, parece legítimo extrapolar esas consideraciones y pensar que también el gradiente político se habrá acentuado y que, si en la ribera Norte arrastramos como podemos democracias difícilmente gobernables, en la ribera Sur solo se lograrán en el mejor de los casos democracias clamorosamente ingobernables. Y téngase en cuenta que hasta aquí he obviado el problema añadido que suponen los Hermanos Musulmanes y organizaciones similares, porque esto es un análisis “macro”, termodinámico, de la situación, en el que ese tipo de detalles son secundarios.

 

No seamos hipócritas, ¿de verdad cree alguien que el futuro que se extiende ahora ante los países árabes está realmente abierto, de modo que todo es posible, sin descartar, por ejemplo, la aparición de sociedades armoniosas indistinguibles de las nórdicas? Pues si se descarta espontáneamente esa posibilidad será por algo. Y ese algo, si queremos ser rigurosos, obliga a descartar también otras opciones o a considerarlas inevitablemente inestables. En definitiva, la alternativa no es, como intentan hacernos creer, dictadura o democracia, sino dictadura (militar o islamista) o ingobernabilidad (en forma de Estado fallido o de simulacro de democracia).

 

Me molesta la coincidencia, pero debo admitir que estos planteamientos no están lejos de los atribuidos al hijo predilecto de Gadafi, Saif al-Islam, quien basándose nada menos que en John Rawls, habló en su tesis doctoral de la distinción que hace este entre sociedades “ordenadas”, en las que falta democracia pero la población está contenta con el dictador de turno, y los regímenes que violan sistemáticamente los derechos humanos (véase esto). A la espera, en el momento de escribir estas líneas, del desenlace de la batalla de Trípoli, algo en mí se compadece de este hombre que, tal vez, desbordado ahora por los acontecimientos y arrastrado por la lealtad incondicional que exigen los lazos de sangre, ve como estalla en pedazos su sueño de una dictadura benévola y lamenta sinceramente la suerte de su pueblo. En El País de hoy (26 de febrero), Andrew Solomon señala que “Durante mucho tiempo, los libios no sentían gran amor por Gadafi, pero tampoco un odio especial; en muchos sentidos, era irrelevante para su vida cotidiana, que se desarrollaba con arreglo a una lógica tribal muy anterior a que el régimen se hiciera con el poder. Los libios recelan de la democracia; les gusta tener un gobernante fuerte que sea capaz de impedir que estallen las rivalidades entre tribus. Respecto a Saif, el autor dice más adelante en ese mismo artículo que “Gadafi no le habría escogido como portavoz si no fuera consciente de la sed de reformas, si no supiera que la decisión de aplastar las ambiciones de Saif para el país contribuyó a avivar el fuego que ahora consume Trípoli”.

 

En escritos anteriores he manifestado mi escepticismo respecto al poder atribuido a Wikileaks y a la tecnología de redes sociales como armas para activistas de todo tipo. Por lo que se refiere a Facebook, Twitter y demás, su contribución a las revueltas no parece que haya sido mayor que la de la televisión de toda la vida, cuya cobertura permanente de los sucesos, unida a la trascendencia que de inmediato se les atribuyó, ha retroalimentado la indignación y amplificado el efecto mariposa. Respecto a Wikileaks, el director de The New York Times, uno de los cinco diarios elegidos por Assange, considera dudoso el impacto de las filtraciones en los países árabes en general, pero sí considera real su repercusión en Túnez, donde al parecer enfurecieron mucho a la población (declaraciones aparecidas en El País el 24 de febrero). Todo hace pensar, por tanto, que en ese país se produjo la tormenta perfecta que acabaría electrizando a todo el mundo árabe. Lo que ha seguido luego es la furia de la historia desatada.

 

Algo tienen en común Wikileaks y las redes sociales. Estas últimas son una formidable plataforma para el cotilleo, y las filtraciones de Assange han inundado los medios de algo no muy distinto de esa misma materia prima como es el chismorreo político. Las cifras sobre lo que puedan haber robado los dirigentes árabes y sus camarillas, así como los pormenores de los tejemanejes de las redes de corrupción en esos países, son equiparables a los datos escandalosos que maneja la prensa amarilla, y ese tipo de información contibuyó probablemente al efecto mariposa. De modo que, si los ciberactivistas han tenido alguna influencia importante en lo ocurrido, esa influencia se ha manifestado no exactamente donde pretendían, el malvado y explotador mundo occidental, y no precisamente a través de un proceso de concienciación política, sino de resultas del contagio masivo de lo político por el virus del chismorreo. Reconozco que es fácil decirlo a posteriori, pero entre los 250 000 documentos filtrados, alguno tenía que haber, el más insospechado, que hiciese realmente pupa por mecanismos que nadie podía haber anticipado.

 

Si admitimos esa sucesión de acontecimientos, los titubeos políticos de los dirigentes europeos y su cada vez más patente temor a una escalada de los precios del petróleo, a un resurgir del islamismo frente a sus costas y a una avalancha de centenares de miles de refugiados constituyen una de esas ironías de la historia que hará sonreír a más de uno. Practicando un estúpido eurocentrismo, nos hemos regodeado en nuestra imagen de paladines mundiales indiscutibles de la transparencia y la democracia, dos inventos maravillosos que consideramos a priori deseables para todo el mundo y en todo momento. Y en este escenario suponíamos que íbamos a jugar solo el papel de telespectadores entusiastas de la Historia en acción, con un puntito de demiurgos, pero resulta que la realidad se tuerce y nos escupe a la cara. Ahora ya es demasiado tarde para cerrar la caja de Pandora. Las consecuencias de una avalancha inmigratoria hacia Europa, en el contexto de una situación económica todavía anémica y de un malestar creciente por el exceso de inmigrantes, son incalculables. El efecto mariposa ha llegado literalmente a nuestro continente. Cadáver Europa, querías transparencia universal, querías democracia universal, toma dos tazas.

 

26-02-2011

 

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