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Aburrimiento, crueldad, desprecio: una tríada femenina

  (Reflexiones inspiradas por la película Winter Sleep)

 

 

Es sabido que muchos animales se comportan agresivamente cuando carecen de estímulos en su entorno. El animal humano no es una excepción, pero estaríamos muy equivocados si pensáramos que el fenómeno se limita a los presidiarios, las personas inmovilizadas por alguna enfermedad o los habitantes de pueblos remotos. El aburrimiento es una amenaza permanente en el seno de muchas parejas que no parecen tener bastante con sus amplias redes sociales, físicas o virtuales, su sonora jungla urbana y sus continuas compras de novedades tecnológicas.

Según se ha observado, “las personas que se aburren con facilidad obtienen altas puntuaciones en los llamados ‘indicadores de predisposición a la búsqueda de sensaciones nuevas’. Ello podría explicar al menos parcialmente la relación positiva existente entre la tendencia a aburrirse y la agresión, la ira y la hostilidad”. 

Ahora bien, la respuesta al aburrimiento depende marcadamente del sexo.  El hombre jubilado o asqueado con su trabajo recurre a la bebida, se embrutece con el fútbol o idea cualquier pretexto para coger el coche. Ese puñado de recursos, ciertamente poco imaginativos, suele bastarle; quiero decir, no culpa a su cónyuge de ese hastío vital. La mujer sin niños de los que cuidar o con los hijos ya emancipados, en cambio, sabe diversificar algo más su respuesta: en un extremo hallamos a las que deciden matar el tiempo practicando eso que se llama altruismo, contribuyendo en la medida de sus posibilidades a las más variopintas iniciativas filantrópicas; en medio nos encontramos a las asistentes a todo tipo de cursillos o sesiones de yoga, tai chi, pilates, jardinería, fisioterapia hedonista... qué sé yo, lo que las descalifica como altruistas pero tiene al menos el mérito de neutralizar en parte su hostilidad potencial hacia su pareja; y por último, pero sin embargo compatible con todo lo anterior, encontramos a la mujer que se aburre de forma pertinaz porque espera que sea su macho quien la divierta o le muestre al menos nuevas fuentes de entretenimiento sin interrupción.

Es algo por todos constatado que la capacidad de sorprender y hacer reír a la mujer es una poderosa arma de seducción masculina forjada a lo largo de la evolución, algo así como el equivalente al efecto de las curvas femeninas en un cerebro moldeado por la testosterona. Del grado de neofilia natural de ella, y de la capacidad que tenga él para renovar continuamente su arsenal de ocurrencias,  dependerá que esa fascinación perdure y contribuya a consolidar la relación. Es lógico que el aburrimiento sea un factor citado con frecuencia entre las causas de separación.

El problema se plantea cuando, habiéndose emparejado con una mujer proclive a la pasividad, ya sea por taciturna, introvertida o francamente deprimida, el hombre no puede o no quiere hacer numeritos circenses a todas horas. En ese caso el entorno doméstico se convierte en el escenario de extraños episodios en los que a raíz de cualquier banalidad ella se enoja súbitamente, o bien practica ese tipo de obstruccionismo gratuito que tanto recuerda al provocado por la caída de la progesterona durante la menstruación, o bien se empeña en prolongar discusiones centradas aparentemente en un tema pero motivadas de hecho por otras causas que no quiere confesar o que ni siquiera recuerda, y eso cuando es posible intuir algún tipo de causa o agravio en el pasado, lo que no siempre ocurre.  Superado el primer instante de perplejidad, el varón no curtido aún por décadas de cohabitación conyugal hace un esfuerzo para seguir el hilo ilógico de los reproches recibidos, pero sus intentos de poner orden en las ideas se ven desbaratados una y otra vez por la habilidad de su oponente para contraatacar sin pestañear con imputaciones de dudosa pertinencia que enhebran el diálogo de forma zigzagueante. Y ello es así porque la mujer sabe explotar al máximo esa facultad del cerebro izquierdo consistente en improvisar rápidamente explicaciones ante cualquier hecho novedoso, pero sobre todo ante cualquier cuestionamiento de su conducta. Cuando a pesar de ello los argumentos del hombre acorralan a la mujer, ese retorno obligatorio al terreno de la lógica es interpretado por esta como una auténtica agresión. A partir de ese momento el discurso femenino deja de ser imprevisible y errático –para frustración de cualquier psicoanalista que presenciara el enfrentamiento- y se refugia en los consabidos “¿por qué me atacas?”, “te gusta humillarme”, “no es lo que dices, es el tono con que lo dices”, etcétera. Y acto seguido lloverán los golpes bajos consistentes en comentarios crueles o palabras y gestos de desprecio. 

Comenzará luego un periodo de duración indeterminada (pero siempre directamente proporcional al número de años de vida en pareja) a lo largo del cual el hombre sufrirá el habitual “silencio castigador”, que hará de la relación algo aún más aburrido para la mujer. Esta verá así reforzada su fuente de desasosiego, y ello vendrá a corroborar en su imaginación todas las acusaciones vertidas contra el monstruo. Lo curioso es que haya tantos hombres que logren soportar durante décadas, con los más estúpidos matices, esas sartas de reproches absurdos. ¿Tendrá el miedo a la soledad algo que ver con todo ello?

 

Octubre de 2014

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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