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Tiempos absurdos

 

 

    A punto de largarme de minivacaciones, y pese a la tradicional falta de tiempo durante los últimos días de trabajo, no puedo resistir la tentación de comentar el contenido del capítulo 3 del libro The Age of Absurdity, de Michael Foley (Simon & Schuster, 2010). En solo una veintena de páginas este hombre ha logrado sintetizar como nadie (que yo conozca) las principales patologías de la sociedad en que vivimos. Es curioso, tiene uno la sensación de que, aunque se trata de males generalizados, en el caso de España revisten especial gravedad, habría que ver por qué. Quizá porque empezaron antes en nuestro país, pero eso significaría que exportamos estupidez. Creo que hubo un tiempo en que Italia exportaba eso mismo hacia nosotros, pero de un tiempo a esta parte nos hemos convertido en los principales suministradores de costumbres irracionales. Solo hace falta ver, por ejemplo, cómo están proliferando en todo el mundo las inhumaciones y exhumaciones de restos humanos con todo tipo de pretextos (Bolívar, Ceausescu, etc.).

 

    En uno de los primeros párrafos del capítulo 3, Foley nos resume así la situación: “Las reivindicaciones concretas han degenerado en un sentimiento generalizado de arrogación de derechos, la demanda de reconocimiento específico ha degenerado en una exigencia generalizada de atención, y la irritación ante injusticias concretas ha dado lugar a un sentimiento generalizado de agravio y rencor...”

 

    (No andaba yo buscando metralla contra los nazionalistas pero, mira por dónde, este hombre, ajeno por lo que parece a la política española, los ha definido a la perfección sin pretenderlo. Viniendo por tanto de un outsider, sus argumentos tienen mucho más peso. Y esa coincidencia inesperada entre la quintaesencia de lo absurdo genérico y el genoma básico de los nazionalismos es sin duda una de las razones de que nuestro país haya sido absurdo avant la lettre y haya acumulado a estas alturas en ese terreno una gran ventaja sobre sus más inmediatos rivales.)

 

    Bueno, tras este breve paréntesis en que he vuelto a ensuciarme las manos pese a mi propósito de la enmienda, vayamos al grano. El factor común a las tres señas de identidad de lo absurdo antes mencionadas es el horror al anonimato. Como dice el autor, “Se me ve, luego existo’. Desde lo más profundo, surge la necesidad de ser visto físicamente.... El espacio social se organiza cada vez más para garantizar la visibilidad... Más y más espacios públicos se diseñan para facilitar el people watching. Cuando la separación es inevitable, las paredes se hacen transparentes.” En efecto, se habrán dado cuenta quizá de que en algunos hoteles la transparencia de la puerta del baño permite a la pareja contemplar nuestras operaciones de defecación, a veces simplemente desde la cama, sin necesidad de escorzo alguno. Y el deseo de ser visto culmina muchas veces, es lógico, en el afán de ser célebre: según se señala en el libro, el 31% de los adolescentes norteamericanos creen sinceramente que llegará un día en que serán famosos. 

 

    Cuando el deseo de ser visto y mimado se combina con la cultura de la queja, inevitablemente disminuye el umbral de la ofensa. Los distintos colectivos aprovechan cualquier oportunidad para sentirse ofendidos y exigir algún tipo de disculpa o compensación. Sobre esto escribió hace poco un buen artículo Javier Marías, que cita abundantes ejemplos extraídos de la miserable realidad nacional.

 

    La necesidad de protagonismo se traduce en las empresas en continuas medidas de “reestructuración”. Los ejecutivos que acceden a un nuevo cargo están deseando hacerse visibles demostrando que son la hostia, que son mejores que su predecesor, y acometen todo tipo de cambios arrasando incluso con lo que funcionaba a la perfección. Es un ejemplo más de un fenómeno generalizado en que también hace hincapié el autor: la sacralización del cambio por el cambio. Lo inteligente, ahora, será “cargarse la organización con una motosierra”.

 

    La exigencia de derechos en el plano personal genera su equivalente en el mundo de los objetos. Si lo que quiero es que se abran ante mí infinitas posibilidades en forma de nuevos derechos, es lógico que quiera que los objetos y las actividades que me ofrezca el mercado me proporcionen también infinitas posibilidades. Cunde así el “glamour del potencial”, la atracción permanente por todo lo nuevo, la neofilia. Y eso puede además utilizarse como coartada para eludir problemas. Del mismo modo que las prendas de vestir ya no se remiendan, por que nos compramos otras, en lugar de intentar solucionar los problemas reales buscamos otros que tengan fácil solución y mantenemos la ilusión de que avanzamos. ¿Hacia dónde? Cuando las cosas salen ostensiblemente mal pese a todo, la gente reacciona con desconcierto, no puede creerse que haya sido víctima simplemente de la mala suerte. “Pocos están dispuestos a aceptar que... el puto azar existe. Cualquier tragedia ha de significar algo”.  Las tonterías que llegan a decir los “expertos” para “explicar” las estadísticamente muy previsibles oscilaciones del número de víctimas de la violencia machista merecen un lugar de honor en cualquier antología del disparate.

 

    Señala el autor que la nueva mentalidad hiperreivindicativa puede considerarse el resultado sinérgico de la arrogación de derechos, que cautiva básicamente a la izquierda, y el glamour del potencial, que cautiva básicamente a la derecha. Entre unos y otros, estamos aviados. Y este mundo que venera el cambio permanente no podía por menos que hacer de las compras y los viajes fines en sí mismos, pues son “actividades de puro potencial”. No es casualidad que ambas vayan de la mano, por ejemplo en las tiendas de los aeropuertos o, sobre todo, en los cruceros “de placer”.

 

    En este análisis despiadado de la psicología del imbécil medio contemporáneo, Foley resalta la interrelación existente entre la mayoría de los rasgos enumerados, que equivalen por tanto a todo un síndrome social. Así, continúa, la tan ansiada liberación perseguida en todos los órdenes ha traído consigo una ola de infantilización. Y es que el potencial de oportunidades infinitas aboca a la maldición de tener que tomar decisiones continuamente, y eso solo es llevadero si optamos por reaccionar visceralmente ante las cosas en lugar de analizarlas de forma racional. Cedemos al ser veleidoso que llevamos dentro y creíamos domesticado, nos convertimos en críos. Y esa infantilización refuerza a su vez aquella tendencia inicial a arrogarse derechos e importancia.

 

    Y a los niños –como todo el mundo sabe en estos tiempos- no se les puede contrariar. Hay que portarse bien con ellos, no sea que se nos acuse de maltrato. Y así, paralelamente a la hipertrofia del sector servicios, del sector mimos, vuelven las carantoñas en forma de “simpatía profesional” y de opiniones políticamente correctas.  Todos somos buenos, y todos estamos deseosos de colaborar con los demás, lo que conduce a la apología del trabajo en equipo, otra de las lacras que afligen a muchas organizaciones. Y en ese marco idílico no hay lugar para el cultivo de la ironía y el escepticismo, de modo que quienes osen hacer cualquier comentario de esa índole serán tachados de derrotistas, condenados al ostracismo.

 

    Otra característica infantil es la necesidad de gratificación inmediata. Esa facultad básica del adulto de pensar con el córtex prefrontal y saber renunciar a un caramelo ahora para poder tomarse dos caramelos dentro de dos días, eso ha desaparecido. Lo queremos todo ya, incluso todo ya y gratuito, como los adolescentes y no tan adolescentes que solo saben movilizarse para reivindicar la gratuidad de los contenidos de Internet. Derecho al pirateo, sí señor. Se negarán a pagar 3 euros mensuales por tener acceso a música en streaming, pero pagarán 70 euros –de sus padres- por una entrada para ver en directo... no ya a un grupo musical, sino quizá a uno de esos DJs de moda dedicados a destripar las buenas melodías de otros tiempos entre los aplausos histéricos de sus groupies.

 

    Evidentemente, la persecución de todo tipo de derechos y alternativas de diversión no es algo que pueda hacerse indefinidamente de espaldas a la realidad económica. Para satisfacer ese ansia, esa impaciencia, una década de crédito fácil nos ha conducido a una crisis financiera que aún puede depararnos grandes sorpresas y que nadie había sabido anticipar, hasta tal punto nos arrogamos todos el derecho a obtener dinero barato. Al final, no solo barato, sino gratuito, en forma de todo tipo de prestaciones sociales concedidas con fines electorales. Pero, como siempre, lo barato al final sale caro.

 

    Como reacción a todo ello, Foley preconiza un retorno a los valores que difundieron los estoicos y los existencialistas: de los primeros habría que asimilar una actitud de desapego, para entender cabalmente las cosas más que como forma de desprecio [que también, digo yo], y de los segundos el concepto clave de responsabilidad personal: “El existencialismo rechaza la maleabilidad de los juegos de equipo y hace hincapié en la finitud más que en el potencial, aconseja aprovechar cuanto ocurra [por oposición a aquella actitud de escurrir el bulto ante el más mínimo percance] y abraza las dificultades porque confieren intensidad”. Me parece quizá una alternativa algo extrema, por puritana, pero en lo fundamental es una opinión atinada.  

 

    Más adelante, en el capítulo dedicado a profundizar en la manera de adoptar una actitud de desapego, el autor nos recuerda también la filosofía budista y hace referencia a la Santísima Trinidad que constituyen la Soledad, la Quietud y el Silencio. ¿Quién queda hoy día dispuesto a practicar esas tres cosas? Alguien dijo que “Los científicos, apegados solo a la razón, son los verdaderos anarquistas de la sociedad”. Parafraseando esas palabras, podríamos decir que “los solitarios, apegados solo a su responsabilidad personal, son los verdaderos rebeldes de hoy día”. 

 

    A propósito, les recomiendo encarecidamente que visiten el sitio de Absurdistán.

 

 

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