Hacia una TEORÍA DEL TODO
SOBRE LA CRETINEZ ESPAÑOLA
El actual
panorama político español es desasosegante, no ya por cuanto está sucediendo,
que también, sino porque al contemplarlo es difícil sustraerse a la sensación
de que estamos viviendo la misma situación que Bill Murray en El día de la marmota. Todo suena ya a la
enésima repetición de los mismos (seudo)problemas, las mismas
(seudo)soluciones, las mismas declaraciones, las mismas indignaciones, los
mismos agravios. El debate político discurre una y otra vez por los mismos
cauces, sin que nadie tenga la valentía necesaria para callarse de una vez ni
la imaginación requerida para desenredar los nudos conceptuales que entre unos
y otros han creado. Ante esa
proliferación de repeticiones varias, convendría poner un poco de orden, no sea
que en el fondo sean todas, o casi todas, la manifestación de un único rasgo
patológico que, sin ser exclusivo de los españoles, se esté manifestando en
estos con especial virulencia.
Debo reconocer asimismo que otro acicate para
abordar este tema es la consideración de que una vez introducido cierto orden
en este magma cacofónico habré logrado vacunarme contra tanta imbecilidad y me
quedaré más tranquilo ante sus asedios constantes. Mi sistema inmunocognitivo,
habiendo entrado en contacto con el meollo de tanto desatino, sabrá rechazar
más eficazmente las noticias que pugnen por acceder a mi conciencia y hacerme
perder el tiempo. Sabrá, en definitiva, clasificarme subliminalmente esas
noticias en algún módulo cerebral ya acondicionado para actuar como papelera
automática de toda la basura que nos escupen los medios de incomunicación. Sí, ya sé, wishful
thinking. Pese a todo, como se desprende claramente del título elegido para
este escrito, decido pecar de ambicioso; temerariamente ambicioso, en
definitiva, tanto por el contenido esbozado como por el poder profiláctico que
atribuyo al resultado esperado.
En diversos artículos leídos recientemente he
vuelto a ver citada la fábula –al parecer de origen sufí- sobre un hombre con
síntomas de embriaguez que está buscando afanosamente algo bajo la luz de una
farola. Un paseante decide ayudarle a
buscar el objeto perdido, unas llaves. Al cabo de un rato, sin haber encontrado
nada, el paseante le pregunta al borracho si está seguro de haber perdido las
llaves en ese preciso lugar, y se queda perplejo cuando el otro le contesta que
no, que las ha perdido varios metros más allá, pero que ese es el único punto
con luz suficiente para buscarlas. He comprobado que ese tipo de conducta o
forma de razonar se ha bautizado como “efecto
farola” (en inglés, streetlight effect), pero tengo la
sensación de que la analogía se está aplicando de forma demasiado laxa para
referirse en muchos casos a un tipo de conducta que se asemeja más a la
descrita por el proverbio “Cuando lo único que tienes es un martillo, todo te
parece un clavo”, según puede comprobarse aquí y aquí.
Sin embargo, hay una diferencia importante
entre las dos situaciones arriba expuestas. En el primer caso se niega la realidad,
por incómoda, y es probable que haya más de una farola cercana bajo la que
buscar. La segunda situación remite más bien al uso obsesivo de una muletilla
cualquiera como explicación para todo: no se niega ninguna realidad,
simplemente se le aplica siempre la misma receta interpretativa. Por otra
parte, en el primer caso no creo que deba hablarse de efecto alguno, sino de
una acción, de una operación consistente en mirar consciente o
inconscientemente hacia otro lado, pero no dejando la mirada perdida, sino
enfocándola en un objeto o dato sustitutivo más o menos arbitrario, que puede
variar de una persona u otra. He resuelto por tanto que, para referirme de
forma escueta ese fenómeno, emplearé aquí el neologismo farolización. Para la
segunda situación no hace falta neologismo alguno, pues podemos reflejarla
usando un término aceptado por la RAE incluso con la acepción metafórica que
aquí nos conviene emplear: martilleo.
Otra diferencia conceptual es que la
farolización vendría a ser una forma de racionalización,
con la particularidad de que lo que se farolizan son los problemas, mientras lo
que se racionaliza son las conductas. El
martilleo enlaza en cambio con los procesos de búsqueda de un chivo expiatorio predilecto, en el
campo de las ideas antes que en el de las personas, y se presta más fácilmente
a un uso colectivo. Y toda esa nebulosa de procesos cognitivos constituyen a su
vez distintas expresiones de lo que son de hecho procesos de negación de la realidad (a los que me
he referido ya antes en mis microensayos Miedo a señalar y Colapsos).
Es obvio que en los últimos años los medios
informativos españoles habrían perecido de inanición si no hubiesen podido
enfangarse con esa materia prima inagotable que han sido y siguen siendo la inmigración, la crisis económica y, cómo no, los disparates nacionalistas en
general y la deriva soberanista de
Cataluña en particular. De forma algo menos insistente, pero ciertamente
con regularidad, se nos martiriza además con debates de besugos sobre el origen
de los malos resultados obtenidos por nuestros escolares, estadísticas
triviales sobre la evolución de los casos de violencia de género o la enésima
manifestación callejera de familiares y amigos de víctimas de sucesos tan desafortunados como imposibles de prever.
Pues bien, los analistas de ese tipo de noticias que copan la mayor parte de la
actualidad se muestran una y otra vez incapaces de abordar los hechos sin
recurrir a alguna modalidad de farolización o martilleo. El lector/espectador
acaba así con una sensación de mareo y desorientación, que paradójicamente
desemboca en muchos casos en una adicción malsana a esas técnicas de distorsión
de la realidad, técnicas que por supuesto va asimilando como única herramienta
de análisis de los acontecimientos.
Inmigración
Vayamos por partes. En lo que respecta al
problema de la inmigración, la postura adoptada en público (que no en privado)
por la mayoría de los españoles refleja su extrema resistencia a reconocer la
existencia de dilemas absolutos. Sí,
se me objetará que eso parece una redundancia: un dilema solo puede ser
absoluto, porque por definición excluye la existencia de una solución
intermedia. Pero en este contexto la redundancia tiene sentido, porque para el
españolito medio un dilema no es más que el punto de partido para poder
entablar un diálogo y llegar a una solución en la que todos se encuentren
cómodos. El español adulto sigue siendo un crío incapaz de someterse al principio de realidad.
Ante las
imágenes de los inmigrantes cruzando a centenares la valla de Melilla, el
español –no solo la variante progre, por eso generalizo- huye del dilema de
fondo como de la peste. La aceptación del principio de realidad le conduciría a
reconocer que no hay ninguna solución intermedia entre usar la fuerza para
repeler a los inmigrantes y dejarles pasar para agasajarles y felicitarles por
su proeza antes de trasladarlos a la península, como no sea dejarlos a todos
cual enjambre colgando de la valla, pero eso es difícilmente viable (si bien
-escribo esto pasados unos días- eso
es justamente lo que han empezado a hacer).
Las concertinas
de la valla melillense podrían haber seguido actuando silenciosamente si no
hubiera habido asaltos masivos, y nadie hubiese puesto el grito en el cielo.
Las pateras podrían haber seguido hundiéndose y arrastrando consigo a
centenares de subsaharianos al fondo del estrecho… si los cadáveres hubiesen
tenido el detalle de no quedarse flotando en el mar y atraer hacia sí las
cámaras de tantos periodistas sedientos de tragedia. Quiero decir que en el fondo, exceptuando un
puñado de hiperbuenistas oenegeros, funciona un acuerdo tácito para emplear
diversas formas de disuasión pasiva, aunque ocasionalmente puedan entrañar la
muerte de quienes pese a todo lo intenten. La cuestión es que nadie se entere,
para que no se vea empañada la imagen de Europa como continente civilizado.
Observamos aquí
un caso práctico del llamado dilema del tren. Diversos
estudios demuestran que la gran mayoría de la gente está dispuesta a accionar
una palanca para desviar un tren si en la vía prevista en su recorrido hay
cinco personas que perecerán y en la vía alternativa hay solo una. Sin embargo,
la gente no está tan dispuesta a empujar a una persona hacia las vías si esa es
la única manera de evitar la muerte de los otros cinco individuos. El instinto
moral con el que nacemos, en definitiva, hace que nos repugne cualquier forma
de responsabilidad “directa” en la muerte de nuestros semejantes, pero en
cuanto nos alejamos de las consecuencias en la cadena de la relación
causa-efecto tendemos a volvernos utilitaristas. Tendemos, en resumen, a actuar
racionalmente.
Es obvio que a
cuantos más inmigrantes dejemos pasar, más se animarán a intentarlo y, por
tanto, más morirán por el camino. Para reducir al mínimo esas muertes, lo más
racional es disuadirles activamente, con pelotas de goma o con balas si es
necesario, corriendo el riesgo de matar a algunos, sí. Esas pocas muertes
evitarían muchas más, porque el riesgo de intentar llegar a Europa sería mayor.
Pero no, los dirigentes españoles y europeos prefieren preservar su imagen
humanitaria a costa de muchos muertos invisibles antes que emplear la fuerza y
cargarse solo a unos cuantos. Gran hipocresía europea.
Habrá quien
considere todo eso pura especulación. ¿Quién puede saber de verdad qué pasaría
si se repeliese a los inmigrantes con balas reales? Pues resulta que disponemos
de datos empíricos que demuestran el enorme efecto disuasivo de tales medidas.
En esta página,
en la que se hace una crónica de la historia de los asaltos a la valla de
Melilla, se ve claramente que fueron los once subsaharianos abatidos por balas
de la policía marroquí lo que en septiembre/octubre de 2005 puso fin a una
sucesión de avalanchas parecida a la vivida a principios de 2014. Entre 2006 y
2012 hay un hiato evidente.
Por otra parte,
según cálculos de la organización Fortress Europe (citados aquí), entre 500 y 1000
subsaharianos estarían muriendo cada año en el mar intentando llegar a Europa
en pateras y cayucos. Eso significa que, si se les rechazara sin
contemplaciones y el efecto disuasorio fuera parecido al logrado en 2005 por la
policía marroquí, por cada muerto “deliberado” se evitaría un centenar de
cadáveres invisibles. He aquí el tipo de estadísticas
y cálculos de contrafactuales que los medios académicos e informativos
comunicación han dejado de hacer para no herir la sensibilidad de la sociedad
occidental.
¿Qué farolas emplean los que tanto se
indignan por la actuación de la policía marroquí y la Guardia Civil? Hay
muchas, pero entre los argumentos esgrimidos destacan los de que 1) “Debemos
aumentar nuestra ayuda económica a los países africanos para que Europa pierda
atractivo”, pero ¿alguien se cree de verdad que eso puede funcionar?; 2)
“Europa debe darnos a nosotros más ayudas para reforzar la vigilancia”, cuando
en realidad la decisión de emplear pelotas de goma o balas de verdad es una
decisión política, no el resultado de una falta de medios, 3) “Los que llegan
en patera y por la valla son el chocolate del loro en comparación con los que
llegan por otros medios”, a lo que habría que responder lo que una vez dijo la
brillante (pese a su pepez) Sáenz de Santamaría: “empiezas a sumar loros y te
encuentras con una pajarería”; además, al dedicar menos efectivos a proteger el
estrecho se podrían dedicar más a controlar mejor las entradas por aeropuertos
y puertos y a las inevitables deportaciones. Por otra parte, el hecho de que
sean el chocolate del loro se puede interpretar en sentido opuesto,
argumentando que si ellos son un problema, los inmigrantes “invisibles” han de
representar, lógicamente, un problema mucho mayor, y 4) “Los inmigrantes dan
más de lo que reciben”; o sea, este argumento que ya sonaba a inverosímil antes
de la crisis, se supone que debemos seguir creyéndonoslo con unas pensiones
menguantes y con cinco millones de parados, entre los cuales los inmigrantes
registran tasas de paro del 50%.
Aconsejo la
lectura de un artículo publicado por Elena Valenciano (El
País, 2/04/2014) como ejemplo de las vaguedades de que son capaces los
sociatas a la hora de proponer “alternativas” para frenar la inmigración.
Parece que todo se solucionaría si Rajoy tuviese una “política de Estado sobre
África” y –oh, panacea universal- aumentara la cooperación al desarrollo.
Mientras tanto,
diversos países europeos empiezan a asumir y reconocer públicamente que van a
expulsar o están expulsando ya a los extranjeros que abusen de sus prestaciones
sociales. Gran Bretaña y Alemania se han blindando legislativamente para poder
expulsar sobre todo a búlgaros y rumanos, Francia ha desmantelado campamentos
de gitanos, y Bélgica ha empezado a endurecer su política de acogida de
ciudadanos comunitarios, entre ellos muchos españoles (1). Pero España se
empeña en seguir en cabeza en el pelotón de los países más buenistas del mundo.
Es la gran paradoja: un país estragado por la corrupción, plagado de chorizos,
y que sin embargo insiste en ser reconocido como baluarte moral de Europa; perdón, del mundo entero. Eso sí, que el
trabajo sucio lo hagan en la medida de lo posible los agentes marroquíes, que
ya han empezado incluso a intervenir
en territorio español para sacar a los inmigrantes que nosotros dejamos pasar
mirando hacia otro lado. ¿Cuánto dinero estarán pidiéndole las autoridades de
Rabat al Gobierno para hacer de nuevo de sicarios y cargarse a otra docena de
personas?
Crisis económica
Otro dilema que
ni los legos en la materia ni los economistas del signo que sea quieren admitir
en España es que, si quieres sanear las cuentas públicas, tienes que reducir el
gasto y aumentar los ingresos de un modo u otro. Y eso es incompatible con que
te sigan prestando dinero, porque cuanto más te presten más tendrás que
devolver, y encima con intereses. El principio de realidad dicta en este caso
que debes asumir que el BCE no se va a dedicar a imprimir dinero
desaforadamente para sacarte las castañas del fuego a costa de los
contribuyentes de la Europa central y septentrional. Además, España destaca
entre todos los países occidentales por la rapidez con que ha superado el umbral de saturación: ese “punto a
partir del cual una unidad adicional de deuda estanca aún más la economía”. (2)
Una farola recurrente en este sentido es la
suposición de que es posible lograr una combinación indolora de crecimiento y austeridad al mismo
tiempo (o sea, el equivalente a acumular a los subsaharianos encumbrados en
torres humanas sobre el filo de la valla en tierra de nadie). Con el tiempo,
muchos analistas han decidido bautizar como austericidio el fracaso de esa pretensión materialmente imposible
que ellos mismos preconizaban. Los culpables son, claro está, el FMI, la
malvada Unión Europea y nuestro Gobierno; no se les ocurre pensar que su
propuesta era un absoluto disparate.
En ese sentido,
son legión quienes, tras constatar que las recetas de estímulos fiscales y
monetarios apenas han surtido efecto, argumentan que el problema no han sido
tales recetas, sino el hecho de no haberlas aplicado con la suficiente
contundencia. Es como decir que el comunismo fracasó porque no socializó lo
bastante los medios de producción, o que el mundo sigue sufriendo desastres
naturales porque la gente no reza la suficiente. Es la falacia sí-o-sí: si las medidas que propongo funcionan, tengo
razón, y si no funciona ello demuestra que no se han aplicado con la necesaria
intensidad. Por favor, que alguien pare
de una vez el martilleo de Krugman,
que no se entera de que en los últimos cinco años los países del G7 han gastado
18 billones de dólares para generar un miserable billón de dólares
de PIB nominal (2). Y quien dice Krugman dice, a nivel nacional, Joaquín
Estefanía, Xavier Vidal-Folch, Gil Calvo y un largo etcétera. Todos ellos
deberían tomar nota del fracaso cosechado por Hollande en las recientes
elecciones municipales en Francia, atribuible sin duda a la frustración de unos
votantes que se creyeron el cuento de que había una fórmula mágica para
combinar austeridad y crecimiento. Si el cara-de-galleta tenía esa fórmula,
¿por qué no la ha empleado?
Ante el fracaso
cosechado por las políticas de estímulos, otra farola más reciente es la idea
de que el BCE debe bajar más los tipos para provocar cierta inflación (o corregir la desinflación)
en nuestro país y hacer así más llevadero el pago de la deuda. Si a los
alemanes se les dispara la inflación, que les den, claro. Y si la inflación
patria supone que el esfuerzo fiscal se diluye de forma regresiva por toda la
sociedad, tanto peor para los pringuis, cuyo sufrimiento no resultará visible a
nivel macroscópico, como invisibles son los cadáveres de inmigrantes en el fondo
del mar.
Cabe mencionar
otro dilema que también se niega de forma generalizada en España: si quieres
tener unos bancos saneados para evitar nuevos rescates, las entidades han de
dejar de prestar al ritmo al que venían haciéndolo. Bastante bien se portan si
en términos interanuales reducen solo en un 2%-5% los créditos concedidos; equiparar eso a un “cierre del grifo” revela
ignorancia o mala fe (en ambos casos, muy mal
periodismo), porque resulta que durante muchos años estuvieron prestando a
un ritmo que crecía a un ritmo del 10%-20% anual. O sea que ni de lejos se han
compensado aún los excesos cometidos. Otra cosa es que una parte del dinero
recibido y no transformado en crédito se siga dedicando a bonus y sueldos
escandalosos de los Botines y
compañía, pero probablemente ese dinero de más que se están embolsando no
debería destinarse a nuevos créditos a pymes y particulares, sino a robustecer
más rápidamente el balance de los bancos.
Otro argumento
muy utilizado es el supuesto de que todo se solucionaría intensificando la lucha contra el fraude. Eso siempre me
había sonado a farola, pero un artículo reciente
escrito por un experto en la materia ha confirmado mis sospechas:
“Si se aplicara
la estructura actual del IVA español a la base tributaria alemana, la
recaudación en términos del PIB sería básicamente como la española. Así que
menos ruido con el fraude”.
Parece increíble que el cretino de Montoro consiga
convencer a Rajoy de que no hay necesidad de subir el IVA y logre imponerse así a de Guindos, a la OCDE, a la troika, a
todo dios. En estos momentos es quizá el principal responsable del agravamiento
de la deuda española; esperemos que algún día pague por su empecinamiento, por
la soberbia con que desprecia una opinión a estas alturas prácticamente
unánime.
Odio las
conspiranoias, pero algo tienen que estar ocultando tantos y tantos economistas
para defender esas ideas. Ocurre que las dos únicas formas de reanimar una
economía (véase esto) consisten en
inyectarle dinero-helicóptero o –dada la imposibilidad de hacer eso en Europa,
por ahora al menos- transferir mediante impuestos dinero de las clases altas a
las clases medias y bajas, de modo que estas pasen a consumir más. Como los
políticos y periodistas/economistas/analistas de prestigio pertenecen a las
clases pudientes o dependen estrechamente de ellas, antes que proponer
soluciones acordes con lo segundo prefieren proponer soluciones genéricas: inundar artificialmente de dinero a la
sociedad, provocar inflación manipulando los intereses para que el pago de lo
adeudado se distribuya silenciosamente por igual entre todos, esto es,
proporcionalmente en beneficio suyo, o proponer que se dediquen más medios a
combatir el fraude fiscal. Su escándalo ante las desigualdades es puro
artificio, porque antes que proponer que se reparta mejor lo que efectivamente hay, prefieren exigir que haya más en general para que a ellos no
les toque apoquinar demasiado. Luego dirán escandalizados que el goteo (trickle-down) de riqueza no funciona, pero en realidad están tan
contentos con el trickle-up que
supone el statu quo. Así, a la lista de excesos cometidos desde hace tiempo por los españoles deberíamos
añadir los últimos datos aparecidos en la prensa: España es el país de la OCDE
donde más ha aumentado la brecha entre el 10% más rico y el 10% más pobre a lo
largo de la crisis (noticia aquí), y un país en
el que los beneficios empresariales, a diferencia de los salarios, se han
librado de la devaluación (véase esto). No debería
extrañarnos porque, según otra encuesta
reciente, los españoles son quienes más cifran su felicidad en el dinero.
Estamos
asistiendo así a una convergencia brutal entre una clase intelectual interesada
en proponer soluciones genéricas que apenas le rozan, pero le permiten situarse
aparentemente del lado de los oprimidos, y una clase política que sabe que
necesita desesperadamente provocar inflación para reducir el coste real de la deuda. Solo así se explica que ante los elogios que ha
suscitado la reducción de la prima de
riesgo en España ningún economista nacional –que yo sepa, claro- se haya
molestado en señalar que esa disminución es solo un espejismo si la comparamos
con el IPC. Cuando la prima era del orden de 400
a finales de 2012 teníamos una inflación de alrededor del 3%,
y desde entonces esas dos variables han disminuido de forma paralela, hasta
llegar en marzo de 2014, respectivamente, a 170 y -0,2. Ello significa que en términos reales la deuda se nos ha
encarecido un punto porcentual en los últimos 18 meses. No se olvide además
que los bancos están obligados a comprar deuda del Estado (suponen el 30% de
las compras de bonos), de modo que incluso el abaratamiento nominal logrado es puro
artificio.
Si no puedes
imprimir dinero, si has hecho todo lo posible para recortar sueldos, acojonar a
los ciudadanos frente al futuro y conducir así al país a la deflación, y si
lejos de subir impuestos no haces más que decir que los vas a bajar, cualquier
otra medida tendrá efectos irrisorios, como demuestra el aumento imparable de
la deuda. Es una necesidad matemática. Y encima tenéis el cinismo de inundarnos
con mensajes triunfalistas. Pero hombre, si hasta el más imbécil se da cuenta
de que las palmaditas en la espalda que os dan Lagarde y Merkel son de mentirijilla.
Se les nota que por dentro van diciéndose “Menuda hostia os vais a pegar”.
Deriva soberanista en Cataluña
Una variante
muy socorrida de la farolización es la equidistancia.
En este caso el lugar elegido para buscar las llaves se caracteriza por su
virtualidad. Normalmente se elige como farol alguna idea pura y dura que ha
resistido el contraste con la realidad en otras ocasiones, pero el equidistante
busca la solución en el vacío existente entre los términos opuestos del dilema,
sin enterarse quizá de que en ese exiguo espacio no hay cabida para nada más y
de que, le apetezca o no, está ya en uno de esos puntos extremos.
Como todo el
mundo sabe, ante la intensificación del martilleo victimista practicado por los
iluminados catalanistas en los últimos tiempos, un sector considerable de la
progresía sociata catalana cedió y se convirtió al nacionalismo, pero la
práctica totalidad del resto (esto es, exceptuando a quienes se fugaron a
Ciudadanos) se refugió en la ilusión de
que tenía que haber un punto intermedio entre el Estado de las autonomías y la
independencia, y ese punto solo podía ser un Estado federal. Así logran nadar y guardar la ropa. Esta
interpretación de la situación les permite quedar bien con sus amiguetes
nacionalistas, o por lo menos se esfuerzan para autoconvencerse de ello, para
lo cual han procedido a borrar de su memoria los empujones que recibió el
converso Montilla en su último
intento de confraternizar con los
mocosos de la estelada en aquella manifestación que presagiaba la peor deriva
posible del catalanismo; como han preferido olvidar también los agresivos
abucheos dirigidos a un patético Duran i
Lleida que creyó ingenuamente que su imagen con muletas apaciguaría a los
ultras y le redimiría ante ellos. Pero apuesto a que por las noches tienen
pesadillas en las que, llegado por fin el día de la liberación de la patria,
sufren vergonzantemente en sus carnes el desprecio que orgullosamente aceptarán
los “españolistas”. Años y años de esfuerzos inútiles para conseguir hablar
el catalán sin acento charnego, y al
final les darán una patada en el culo.
Lo peor del
caso es que muchos progres mesetarios (incluida la práctica totalidad de la
plantilla de articulistas de EL PAÍS) se han creído la historia y están
proponiendo esa misma seudosolución para superar la situación de impasse. Tal postura les permite criticar lo que
consideran inmovilismo del Gobierno,
ya que al postular la existencia real de un espacio intermedio cobra sentido la
idea de que hay margen para moverse.
Pero, como señalaba Savater aquí:
“Otra metáfora popular es la del
movimiento o, mejor, el inmovilismo achacado al gobierno. Rajoy no se ‘mueve’,
se limita a repetir la letanía de la legalidad y evidentemente las leyes son
precisamente lo inmóvil (es España a veces tiritan, eso sí) para que lo demás
pueda moverse por cauces seguros."
A algún analista se le ha visto el plumero jugando con
ese concepto. Así, Fernando Vallespín nos dice aquí
que:
“Los astros
parecen haberse colocado en la confluencia perfecta para el choque de trenes,
aunque uno vaya a toda velocidad y el otro permanezca casi parado”.
Y yo me
pregunto, si uno está parado y el otro va a toda castaña, ¿quién será el
responsable del choque de trenes? En este caso no cabe hablar de colisión, sino
de embestida.
Lo que no
quieren entender los federalistas y demás partidarios de vagas terceras vías es que la carga de la
prueba recae en ellos. Son ellos quienes deberían presentarnos en una hoja Excel las diferencias existentes en
materia de competencias entre las autonomías españolas y los
estados/cantones/regiones de los Estados federales que hay en el mundo. Mejor
aún, se podría encomendar tal proyecto a uno de esos comités de sabios independientes tan de moda ahora, cuyos miembros
deberían pertenecer preferiblemente a otros países para evitar que se les acuse
luego de parcialidad. Como es dudoso que nuestros federalistas se arriesguen a
eso, los medios de comunicación deberían asumir el reto, cuyo resultado será
siempre mucho más interesante y útil que seguir mareando la perdiz. Si
concluido ese análisis resulta que no hay diferencias significativas, habrá que
deducir que ya nos encontramos en un Estado federal de facto, y que por tanto lo mejor que pueden hacer quienes lo
propugnan es callarse y no dar la brasa con inventos como los Federalistes
d’Esquerres (3) y otras iniciativas por el estilo. Pero es más, antes
de conocer el dictamen del comité de sabios, los terceraviistas podrían
comprometerse a priori a aceptar las limitaciones que aplican los Estados
federales en los casos en que se constate que las autonomías gozan
comparativamente de demasiadas competencias. Eso sí sería fair play; todo lo demás es entreguismo. Por otra parte, los partidarios de la
seudosolución federal deberían precisarnos si el suyo es un federalismo simétrico o asimétrico. Si es esto
último, deberían admitirlo abiertamente, en lugar de seguir empleando técnicas
de publicidad engañosa, y de ese modo sabríamos que su entreguismo es absoluto.
Pero que no se preocupen, se darán cuenta de que incluso ese federalismo
asimétrico existe ya, de modo que no vale la pena que sigan estrujándose la
mollera para dar con él.
Precisamente, en
un excelente artículo
publicado al poco de escribir yo estas líneas, Juan Claudio de Ramón conminaba
a los socialistas catalanes a ser realmente federalistas, esto es, no a ir más
lejos de lo que se ha ido, sino justo al revés, a rebobinar un poco:
“En Estados
Unidos, cuna del federalismo, el derecho de familia es competencia exclusiva de
los Estados. En consecuencia, el Estado de California puede prohibir el
matrimonio homosexual. Así lo hizo (se aprobó en referéndum). Pero si un
tribunal federal dictamina que esa prohibición vulnera la Constitución
americana —que es lo que ocurrió—, no hay nada que el legislador californiano
pueda oponer. Lo acata: eso es federalismo.[…] Y es que el federalismo es un
compromiso veraz entre lo propio y lo común. El socialismo catalán es firme
valedor de lo propio y tibio, muy tibio, abogado de lo común.”
El “problema
catalán” sí tiene solución, por supuesto: la solución aplicada desde que
funciona la democracia. Lo que no tiene solución es el comportamiento de los
catalanes nacionalistas, que no aceptan el principio de realidad que impone la
Constitución. Si ya no queda espacio de maniobra, porque el Estado central ha
cedido todo lo posible y más, el martilleo de la reclamación de diálogo solo puede interpretarse como
una exigencia de claudicación total, es decir, como todo lo contrario de lo que
parece. Los catalanistas no quieren entender que todo diálogo ha de terminar en
un momento u otro. Si no termina cuando y como ellos querrían, es su problema.
Un problema que, desde su perspectiva, se quedará sin solución, sin su solución. Pero, como alguien dijo, “los problemas que
no tienen solución no son un problema, son cosas de la vida”.
Otra curiosa
característica del pueblo español es el exhibicionismo que practica en torno a la muerte. Aun en los
casos de defunción natural, cuando el fallecido es famoso, media España se
moviliza para rendirle homenaje (caso reciente del ex presidente Suárez). En los telediarios y la prensa diaria el resto del mundo
deja de existir, solo hay espacio en ellos para la repetición obsesiva de las
mismas imágenes de rostros entristecidos, los mismos abrazos, las mismas gafas
de sol, los mismos relatos hagiográficos, y todo ello con independencia de los
méritos reales del difunto. Se diría que la muerte nos iguala a todos porque no
hay mayor mérito que diñarla. Personas sin la menor relación con el difunto
aparecen sollozando ante las cámaras como si fueran sus hijos, sobreactuando
para estar a la altura de una solemnidad que casa mal con el oportunismo de las
cámaras y las preguntas de los periodistas. Miles de ciudadanos pugnarán a
codazos para hacerse fotos posando velitas y flores en el lugar elegido. Luego
vienen los minutos de silencio por doquier, que acaban casi siempre, cómo no,
con ese ritual consistente en aplaudirse unos a otros. Porque no aplauden al
difunto, no, se aplauden unos a otros como catarsis colectiva de reconocimiento
de su inconmensurable bondad, de su infinita ansia de justicia. En una
operación de inversión de uno de sus reflejos dialécticos más reptilianos, el
generalizado “y tú más” del españolito se transforma en un “y yo más (bueno) que tú” que enlaza con su tendencia irrefrenable
a la emulación. Y si con ese pretexto se puede lucir algún lazo de colorines en
la solapa, tanto mejor. España es un gigantesco velatorio lleno de plañideras.
Pero, atención,
toda esa liturgia, tan llamativa en un país que hace profesión de laicidad
continuamente, son solo ejercicios de mantenimiento con miras a lo que los
ciudadanos realmente desean: no una aburrida muerte natural, sino un accidente o atentado espectacular que les permita indignarse y exigirle algún
tipo de explicación al Gobierno. Es entonces cuando media España se frota de
verdad las manos y sale disparada a preparar las pancartas, no sin antes
contribuir a poner en ebullición las redes sociales a modo de calentamiento.
Para esas masas encolerizadas el azar no existe, y la multicausalidad menos,
porque lo que desean es fundamentalmente descargar su ira contra alguien
concreto; no se conformarán nunca con una nebulosa informe de coincidencias
desafortunadas.
Es una de las
consecuencias de la no aceptación del principio de realidad: todo accidente o
atentado ha de ser fruto de una cadena causal que podría haberse cortado en
alguno de los eslabones, y hay que dar cuanto antes con las personas implicadas
en ese eslabón. Pero sobre todo, sobre todo, hay que poder remontarse a partir
de esos desgraciados hasta los “responsables morales” y los “responsables políticos”
de lo ocurrido. La trascendencia de la muerte exige como tributo la firme
voluntad de trascender las apariencias y dar con la verdad última.
Hemos podido
ver hace poco la reacción de los familiares de las víctimas del vuelo MH370 de Malaysia Airlines. Ante una
situación de incertidumbre prolongada más allá de todo lo soportable, en lugar
de aceptar lo evidente se han lanzado a la yugular de las autoridades
malayas, acusándoles de mentirles y de
demorar las operaciones de búsqueda. Y yo me pregunto, ¿qué extraño interés
podría llevar al Gobierno de Malasia a demorar el reconocimiento oficial de lo
evidente, esto es, de que el aparato se había pegado la gran hostia y estaba a
miles de metros bajo el mar? No hacía
falta declaración oficial alguna. El suceso demuestra una vez más que, cuando
no conocen al 100% los detalles de la tragedia, los afectados se agarran como a
un clavo ardiendo a la duda infinitesimal para conservar la esperanza y buscan
como sea un chivo expiatorio. Sí, es una reacción muy humana, claro, pero no
por humana es menos estúpida. Y no por humana es universal: recuerdo la
discreción que rodeó el duelo de los familiares de los más de 800 pasajeros que
murieron en 1994 en el Báltico en un ferry que unía Tallinn y Estocolmo. Tampoco
hubo aspavientos especiales en las ceremonias que siguieron al 11-S en Estados Unidos, y en los meses
siguientes se ninguneó sin contemplaciones al puñado de conspiranoicos que
intentaron arrastrar a los demás.
Vemos por tanto
que en otras latitudes, en otras culturas, las muertes accidentales (incluyo el
terrorismo) se aceptan de forma mucho más natural… Cosas de la vida. Si algo
requiere explicación no es la entereza con que en otros países se acepta el
infortunio, sino esa combinación de morbo, sospechas infundadas, hipótesis
grotescas y críticas a jueces y políticos con que los familiares de las
víctimas y los conspiranoicos de turno se empeñan durante años en esclarecer lo
que está más que esclarecido, haciendo de la venganza su única razón para seguir
viviendo. Cuando se produjeron los
atentados del 11-M, nadie podía
llegar a imaginar la cantidad de individuos que participarían durante la década
subsiguiente en la apoteosis más espectacular jamás habida de esa forma de
proceder, de esa forma de perder totalmente la razón.
El 11-M es suficientemente ilustrativo, pero podrían
citarse multitud de ejemplos a menor escala. Un caso que llama la atención por
la tenacidad demostrada por sus protagonistas es el de los familiares del
periodista José Couso, que llevan
“luchando” desde 2003 para que se condene a los tres soldados que se lo
cargaron fortuitamente porque tuvieron la mala ocurrencia de utilizar el cañón
de su carro de combate para ayudar a repeler un ataque del enemigo. ¿Debemos
suponer que el muchacho ignoraba que cuando eres fotógrafo de guerra te
arriesgas a volar en pedazos en cualquier momento? ¿Debemos suponer que los
tres soldados estadounidenses sentían una especial animadversión hacia los
periodistas; que fueron capaces de identificarles como tales desde el
asfixiante interior del tanque; que demoraron su ayuda a la compañía de
infantería en peligro para destrozar el hotel en que se hallaba Couso, y que se
desternillaban comentando lo divertido que sería luego contabilizar los muertos
hallados en el edificio como víctimas colaterales?
Según un estudio
reciente sobre la propagación de falsedades por Facebook, las personas más aficionadas a bucear en los medios de
información minoritarios, por considerarlos más críticos e imparciales, son
paradójicamente las que con más facilidad se tragan las teorías conspirativas. De hecho no me extraña: la experiencia me
había llevado a asociar ya esas dos variables, y tiene su lógica que quien se
tira horas y horas escudriñando extraños blogs e interviniendo en foros que son
una olla de grillos prefieran rentabilizar su esfuerzo y hacer suyas
explicaciones alejadas de las comúnmente aceptadas para dejar boquiabiertos a
los amiguetes. El ocio forzoso a que se
ven condenados los jóvenes españoles porque sus padres les han robado las
oportunidades de trabajo podría estar favoreciendo ese fenómeno, que vendría a
potenciar el estado de crispación permanente de nuestra clase política.
Como es sabido,
la obsesión por los muertos recientes se extendió en su día a los muertos de la
Guerra Civil. El español necesita su dosis periódica de fiambres, y si la
actualidad no le ofrece material bien fresquito está dispuesto a buscar desesperadamente
esqueletos en el pasado. Surgió así esa aberración llamada Ley de Memoria Histórica, que dio lugar a una
epidemia de búsqueda de fosas comunes. Por fortuna, en lo que constituye uno de
los escasos aciertos de su Gobierno, Rajoy decidió suprimir la dotación
presupuestaria destinada a esa frivolidad macabra de nietos revanchistas. Quien
quiera exhumar la tibia de su abuelo, o de cualquier resto óseo anónimo que
desee creer que perteneció a su antepasado, que lo pague de su bolsillo. Pero el
dato está ahí: los españoles van en tren sentados hacia atrás, solo tienen ojos
para el pasado, no ven el futuro. Tal vez tengan algo atrofiada la corteza
prefrontal cerebral.
*
No hablaré aquí
de la farolización de otros problemas mencionados al principio como son la
violencia de género y los malos resultados del sistema educativo español,
puesto que ya he abordado esos temas en otros microensayos y no me gustan los
refritos. Baste recordar de nuevo que, como en los casos arriba comentados, el
empecinamiento en la búsqueda de seudosoluciones para esos problemas conlleva
un grave despilfarro de tiempo y dinero, un despilfarro que beneficia a muchos
parásitos, pero que la economía española no se puede permitir.
Por último,
cabe señalar que para disminuir el riesgo de farolización de los problemas lo
mejor es intentar no crear tales problemas. Si España es probablemente el
paraíso de las seudosoluciones es porque nos hemos empeñado en complicarnos la
vida multiplicando los centros de decisión y dificultando así la coordinación y
la coherencia necesarias para adoptar medidas eficaces en cualquier ámbito. El
resultado es que vivimos en un universo cada vez más alejado de la realidad,
repleto de problemas artificiales y remedios artificiosos.
(1)
Las tres casos “dramáticos”
descritos en una noticia
reciente sobre Bélgica ilustran a la perfección la caradura de que somos
capaces los españoles: una mujer indignada porque después de cotizar un año
–sí, un año- le han concedido una pensión de casi mil euros, pero se la han
retirado al poco tiempo; un individuo que al poco de llegar al país consigue
una ayuda social para aprender francés y luego un contrato en una residencia de
ancianos como parte de un plan de empleo público, pero luego se queda sin nada;
y un español de origen magrebí que recibe durante dos meses una ayuda de 600
euros, pero de repente se la quitan. ¿Qué méritos aducen en todos estos casos
los expulsados? Pues que una vez que empiezas a recibir una ayuda, eso te da
derecho a seguir recibiéndola. Clavadito a lo que piensan los inmigrantes a los
que mantenemos en España.
(2)
Extraído de Código rojo, de Jonathan
Tepper y John Mauldin, Deusto, 2014.
(3)
Ahora resulta que el filósofo Manuel Cruz es nuestro Sádaba
catalán. La Universidad catalana no
perdona, todos acaban cayendo en la trampa.
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Marzo-abril de 2014
(Este microensayo está llamado a
fundirse con “España, ¡que te den!”,
“Parasitismo, neofilia e hiperdemocracia
en Españistán”, “Nudismo,
derechos y caprichos” y “¿Son
imbéciles los catalanes?”).
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