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¿SUPERIORIDAD MORAL O MASOQUISMO ROMÁNTICO?

 

 

El éxito cosechado por Podemos en tan poco tiempo es indisociable del físico y las maneras de su líder, Pablo Iglesias. Hay que reconocer que PI y su coleta, a diferencia de Oriol Junqueras, tiene embobadas a muchas mujeres; ahora bien, como el líder de ERC, PI viste sobriamente; como el líder de ERC, PI tiene la virtud de hablar pausadamente, sin el menor signo de nerviosismo o crispación, como un cura, pero emitiendo desde sus humildes cuerdas vocales opiniones estrambóticas. Alguien dijo que el espíritu crítico, cuando se hace tolerante, siempre emociona. De ahí que esa combinación de inofensividad en las formas y agresión en el fondo haya conseguido cautivar a todo un sector del electorado que, cansado ya de tanto cleptócrata vociferante con opiniones huecas, estaba deseando dar rienda suelta a su justificada cólera. Por otra parte, esa apuesta de los dos líderes por la sobriedad vocal e indumentaria es sin duda el complemento perfecto del sentimiento de superioridad moral que quieren transmitir, sentimiento sin el cual no se entendería la convicción con que proponen saltarse la legalidad vigente y malear a su gusto el concepto de democracia.  

Ese sentimiento de superioridad moral es una dolencia grave, que lleva a quienes la padecen a perder totalmente de vista las consecuencias negativas que para ellos mismos tendría la aplicación de las propuestas que dicen defender. Tanto la independencia anhelada por los separatistas catalanes como el tipo de sociedad que persigue Podemos conllevarían graves problemas económicos en forma de inflación, corralitos, pérdida de ahorros, huida de empresas, fuga de capitales, etcétera, pero lo que prevalece es un inexplicable masoquismo romántico, un “de perdidos al río”.  Cualquier perjuicio propio, por más plausible y grave que sea, habrá pasado  a ser un precio ridículo a pagar a cambio del infinito placer de ciscarse en la casta, el infinito placer de ciscarse en España. “Quédeme yo ciego, con tal de que tú te quedes tuerto”. 

Ese revanchismo urgente a cualquier precio revela sin duda una inmensa miseria moral, pero posiblemente refleja también una incapacidad manifiesta para postergar cualquier tipo de gratificación: si hay algo que me va a reportar placer de forma inmediata, no me importa sufrir a medio o largo plazo un perjuicio que contrarrestará con creces ese placer efímero. La capacidad de retrasar las gratificaciones depende de la inteligencia y, más en general, del grado de madurez de la corteza prefrontal cerebral, que depende a su vez de la edad. En los adolescentes esa parte del cerebro aún  no ha madurado lo suficiente. Teniendo en cuenta esos datos (y si en aras de la brevedad decidimos no extraer conclusiones de la referencia a la inteligencia), la decisión de rebajar a los 16 años la edad para votar tanto en el referéndum de Escocia como en el planeado para Cataluña resulta mucho más maquiavélica de lo que parece a primera vista. Los chavales catalanes de 16 años son doblemente peligrosos para la democracia: por el lavado de cerebro sufrido en las escuelas normalizadas, como ya se ha comentado, pero también por su escasa capacidad para retrasar las recompensas, o lo que es lo mismo, para renunciar a un placer hoy y evitar así un desastre en el futuro.

 

Septiembre de 2014

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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