¿Populismo o sed de espectáculo?
Que la crisis económica
haya evolucionado de forma tan distinta en Estados Unidos, el Reino Unido y el
conjunto de la Unión Europea y a pesar de ello hayan surgido individuos e
iniciativas populistas en todos esos casos (Trump, Brexit y partidos
extremistas de diverso signo en toda Europa) debería llevarnos a recapacitar y
a poner en duda el mantra que asume una relación causal simple entre el
deterioro de la economía y las aventuras populistas. La crisis de los
refugiados puede haber tenido cierta influencia, pero el ascenso de Podemos y
similares comenzó mucho antes, y al otro lado del Atlántico el
fenómeno Trump no se ha visto precedido por avalancha alguna de inmigrantes.
Tiene que haber otro
factor común que explique esa coincidencia. Pensemos que si algo hermana a
todas esas sociedades es la infantilización generalizada de los ciudadanos y,
más específicamente, un problema colectivo de adicción a la sorpresa,
al espectáculo permanente, ya sea en forma de imágenes televisivas impactantes,
de declaraciones insensatas del payaso Trump, de tuits incendiarios, de
filtraciones políticas o de vuelcos electorales inesperados. Nos hemos
acostumbrado a una dosis diaria de circo, y si no nos lo proporciona la
realidad misma -en forma de atentados, pandemias o lo que sea- nos encargamos
nosotros mismos de producirlo, so pretexto de democracia.
Con ese objetivo último,
es tentador ceder al encanto de los contrafácticos: ¿qué pasaría si...? El
elector siente la atracción del abismo ante la posibilidad de contribuir a un
resultado que pille a todos desprevenidos. El elector no persigue -huelga
decirlo- el bien común, no persigue ya siquiera sus intereses particulares, no,
lo único que ansía es contemplar el desconcierto de sí mismo y de sus
conciudadanos ante un panorama de incertidumbre total descartado poco tiempo
antes por los expertos como algo disparatado; porque hay un componente de
rebeldía contra la élite, sí, pero también otro de rebeldía contra los expertos
y sus malditas predicciones y encuestas. Rebeldía de los necios contra todo lo
que pueda oler a la inteligencia que envidian y de la que quieren vengarse como
sea.
Se ha hablado de "voto
expresivo" para referirse al emitido ante todo como signo de protesta
y/o identidad en la confianza de que será otro el ganador. Por ejemplo, en las
últimas elecciones (26 de junio) hubo quienes movidos por su rabieta votaron
muy ufanos a Podemos... pero a la hora del recuento acabaron suspirando con alivio
cuando vieron que los sondeos a pie de urna habían fallado estrepitosamente y
España no iba a quedar en manos de los nazionalpodemitas. Probablemente ese
voto expresivo no necesite mucho para, llegado un punto de inflexión, mutar en
lo que podríamos denominar "voto recreativo", es decir, el
dirigido simplemente a propiciar un nuevo espectáculo que escandalice y
distraiga a las masas, que las polarice aún más, que las haga participar en
orgías de opiniones anodinas en las redes sociales. Cuando se da ese paso el
elector está ya embriagado y ha dejado muy atrás cualquier cálculo de los
efectos que su decisión, sumada a la de muchos otros inconscientes, pueda tener
en su propio bolsillo. ¿Qué importancia tiene esa realidad económica que a
todas horas le recuerdan unos economistas pedantes en comparación con el
alborozo que le depararán la negación rotunda de las previsiones, el
nerviosismo mediático, el notorio aturdimiento de una clase política obligada a
improvisar explicaciones risibles ante los micrófonos y, sobre todo, la
sensación de haber demostrado al mundo entero que somos distintos y los tenemos
más grandes que nadie?
La pandemia reciente de
actos terroristas o simplemente amokistas (de amok,
locura homicida) puede interpretarse de forma parecida. En este caso la
búsqueda de emociones fuertes la protagonizan individuos jóvenes hastiados de
la vida y dispuestos a matarse con tal de matar su aburrimiento existencial,
con tal de dar un sentido a su existencia perjudicando al mayor número de
personas posible y sabiendo que su nombre y sus rostros circularán por todo el
mundo con la impagable complicidad de unos medios de comunicación que nos
venden como "de interés informativo" un material que beneficia ante
todo a sus intereses económicos. El amokista suicida no llega a gozar de los
contrafácticos, que podrán o no materializarse, pero disfruta salvajemente
planificándolos durante semanas o meses con todo detalle.
Es posible que esta
coincidencia en el tiempo de los llamados populismos y los asesinatos masivos
no sea casualidad. En un contexto de nihilismo consumista, el amokista (con o
sin pretexto religioso o racial) es quizá únicamente la punta del iceberg de
una juventud (o una población adulta infantilizada, que viene a ser lo mismo)
que no sabe estarse quieta, que necesita estímulos sensoriales continuos, con
tolerancia cero al silencio, e inmersa en un paisaje mediático y político
basado cada vez más en el famoseo y los enfrentamientos personales.
La economía no lo
explica todo; la política, menos aún. ¿Volver a Marx, reinterpretar a Keynes,
recuperar a Hayek? No señor, desempolvar a Guy Debord y a Millán-Astray.
El aburrimiento mueve el mundo. Con tal de reírnos, ¡viva la muerte!
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