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LABORATORIO ASIÁTICO

 

 

La naturaleza ha vuelto a hacer de las suyas y nos ha puesto en bandeja, como complemento del laboratorio panárabe a que me refería días atrás, un apocalíptico laboratorio asiático. En este caso no habrá que esperar para ver los resultados del experimento, ya disponemos de ellos. Resulta que la población japonesa, tras sufrir el quinto mayor terremoto de que se tiene registro, se comporta con una serenidad inconcebible en los países occidentales, no digamos ya en los africanos. Ni actos de pillaje, ni agresiones en las colas de racionamiento, ni lloriqueos de niños, ni delectación morbosa en la presentación de cadáveres. Los numerosos analistas que han visto en esa respuesta civilizada todo un ejemplo para el resto del mundo la atribuyen alegremente a dos factores muy socorridos como son la religión, en este caso el confucianismo, y la educación, que fomentaría la sumisión del individuo a la colectividad.

 

Habría que aconsejarles que lean los trabajos de un psicólogo del desarrollo, Jerome Kagan, que ha estudiado con detalle las diferencias de temperamento entre niños de muy corta edad de distintas razas, sobre todo entre asiáticos y caucásicos. Kagan empezó a estudiar estos temas con la intención de demostrar la superioridad de la cultura sobre los genes como factor determinante del desarrollo cerebral, pero llegó un momento en que tuvo que admitir que el tiro le había salido por la culata, porque los resultados obtenidos demostraban más bien todo lo contrario. Un tipo honrado, no como otros. Lástima que con el paso del tiempo, por influencia sin duda del conservadurismo académico ambiental, haya pasado a practicar una especie de relativismo genético, caracterizado por la tendencia a usar automáticamente la apostilla de que “de todas formas, todo el mundo tiene genes buenos y malos”.

 

Uno de los trabajos citados por Kagan[i] es el de dos investigadores que descubrieron una diferencia llamativa en una muestra de niños de pocos días o semanas de vida, todos ellos nacidos en California. Cuando se les tapaba la cara con un trapo, los de origen asiático tardaban más que los caucásicos en ponerse a llorar, y cuando lo hacían respondían más fácilmente a las muestras de consuelo. Otra observación en este sentido es que en las exploraciones pediátricas los lactantes japoneses lloran menos que los caucásicos. ¿Habrán tenido tiempo, a esas edades, de asimilar las enseñanzas de Confucio?

 

Otro dato citado por Kagan, por ejemplo, es que los asiáticos con problemas de ansiedad y depresión necesitan menos medicación que los caucásicos. El investigador lo atribuye a una menor activación del sistema límbico entre los primeros.  Pero quizá lo más interesante y estudiado es la posible influencia de la región promotora que regula la expresión del gen del transportador de la serotonina. Entre los asiáticos es más frecuente la presencia en la zona promotora de un alelo “corto” que se traduce en una menor expresión del citado gen. Al haber menos transportador, la serotonina permanece más tiempo en la sinapsis, lo cual, por una serie de feed-backs, acabaría inhibiendo la actividad serotoninérgica. Teniendo en cuenta que la serotonina está asociada a los signos comportamentales de placer, eso explicaría ese dificultad de los orientales para sonreír y soltar carcajadas. Su hieratismo, por otra prte, tendría relación con el hecho de que la serotonina activa un receptor dopaminérgico implicado en el movimiento de las extremidades.  En lo que respecta al comportamiento social, se ha visto que en los monos el alelo corto se asocia a una mayor vigilancia de las imágenes de machos alfa, y en los humanos ese mismo alelo se asocia a una mayor respuesta cerebral a las caras con expresión de enfado. Esto último se traduciría en una mayor sumisión en el caso de los monos, y en un mayor conformismo en el hombre. 

 

Kagan ha desarrollado también una interesante hipótesis en la más pura línea de la tan denostada fisiognómica. Se ha comprobado que en solo veinte generaciones se puede domesticar a zorros salvajes, y que el resultado son animales en los que, paralelamente a esa evolución del comportamiento, se observan menos niveles de cortisol (hormona asociada al estrés), manchas blancas (sin melanina) en el pelaje y, sobre todo, hocicos más cortos. Esta peculiar combinación de rasgos se repite cuando los domesticados son caballos, ovejas, cerdos o vacas. Cabe pensar que en el ser humano ocurriría algo parecido. ¿He dicho ocurriría? No, quería decir ocurre. Ocurre en los orientales, cuya cara plana es para Kagan un posible signo de que han seguido un proceso de domesticación natural.  

 

En esta página hay un gráfico en el que se representa para diversos países la relación entre el porcentaje de población con el alelo S (corto) antes citado y su grado de individualismo/colectivismo según una determinada escala. Los resultados avalan la hipótesis aquí manejada. Pero hay también en esa misma página otro gráfico muy interesante que abunda en lo mismo. Se analiza en él la relación entre el grado de individualismo y el porcentaje de la población con una determinada variante de uno de los receptores opiáceos, asociada a un mayor estrés en caso de rechazo social. La correlación es aquí más clara que en el caso anterior. Cabe destacar que en cada uno de los dos gráficos solo aparece un país africano. En el primer caso Sudáfrica aparece en las antípodas de Japón, como caso extremo de porcentaje bajo del alelo S. Ya Kagan, en el libro a que hago referencia (p. 126), señala que la proporción de individuos con el alelo largo del promotor es máxima entre los africanos (80%) y mínima entre los japoneses (20%). Y en el caso de los receptores opiáceos vemos a Nigeria como un clamoroso valor atípico: cero por ciento de la población posee la variante en cuestión, en comparación con un margen de valores situado entre el 5% y el 35% de la población en la veintena de países analizados. ¡Qué casualidad!

 

Los autores del trabajo reseñado en la página web a que me refiero vienen a concluir que individualismo y colectivismo tienen su lugar en el mercado mundial de las contribuciones al progreso de la humanidad. El colectivismo es ideal para poner en marcha sistemas de producción eficaces, que requieren disciplina, mientras que el individualismo occidental, con su afición a cuestionarlo todo y su mayor tolerancia del rechazo social, sería un rasgo mucho más propicio para la aparición de nuevas ideas, para la innovación. Occidente proporcionaría las chispas, y los orientales encauzarían la acción para optimizar la energía llegada del oeste.

 

No he visto referencias a esa posibilidad en ninguna parte, pero no me extrañaría que la menor creatividad de los orientales se debiese en parte al hecho de que un 30%-50% de ellos tienen una variante de la aldehído-deshidrogenasa que dificulta su metabolización del alcohol. El resultado es una acumulación de acetaldehído, el principal responsable de los síntomas de las malditas resacas. En la práctica esas personas acaban renunciando a la bebida, y por tanto a sus efectos euforizantes y a la creatividad que propicia, sobre todo cuando se consume en grupo. Esta idea no parece tan descabellada si tenemos en cuenta un estudio reciente que demuestra que los investigadores más citados en las publicaciones científicas beben más y trabajan menos que el resto de sus colegas. 

 

Por todo lo aquí explicado, y por mucho más que ya he soltado y seguiré soltando en futuros escritos, me parece justificado propugnar, para intentar blindar los progresos alcanzados por la humanidad, una alianza de civilizaciones Este-Oeste, una alianza que adopte una postura inequívocamente defensiva frente al Sur por oposición a esa entelequia de fraternidad Norte-Sur que se ha inventado el Gran Pelele, y cuyos primeros éxitos estamos viendo ya en Libia. 

 

 

 [1] La información aquí utilizada procede de “The Temperamental Thread”, How genes, culture, time and luck makes us who we are (Dana Press, 2010), fundamentalmente de las páginas 133-136.

 

Otros libros recomendados sobre el tema:

 

- RACE, the reality of human differences, V. sarich & F. Miele, Westview Press, 2005.

 

- THE 10.000 YEAR EXPLOSION, How civilization accelerated human evolution. Gregory Cochran & Henry Harpending, Basic Books, 2009.

 

- THE GEOGRAPHY OF THOUGHT, Richard E. Nisbett, Free Press, 2003.

 

 

21 de marzo de 2011

criterce@hotmail.com



 

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