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Historicismo y biología

 

 

Quizá sea un subproducto inevitable del mucho tiempo dedicado a estudiar en detalle la historia de los pueblos. Si quieren rentabilizar el esfuerzo de memorización de cientos y cientos de personajes, guerras, fechas y variantes más o menos presentables de lo que no es sino puro cotilleo retrospectivo, si quieren demostrar que toda esa sabiduría sirve para algo práctico y no es solo un  abigarrado acervo para hacer ejercicios de erudición de sobremesa, la única opción que tienen los historiadores es hurgar continuamente en el presente para intentar descubrir aparentes paralelismos con el pasado y jugar a hacer predicciones.

 

El problema es que las ocasiones que depara el presente –cada vez más caótico- para demostrar esa utilidad práctica son más bien escasas, de modo que en cuanto surge la posibilidad una legión de periodistas se abalanza a formular versiones cuasi idénticas de los hechos. El valor añadido de cada una de esas versiones es ínfimo, pero el público percibe la cacofonía resultante como una prueba incontrovertible de que la interpretación realizada tiene una base real.

 

La historia reciente nos ha brindado dos ejemplos notorios de esa tendencia de a hacer pronósticos simplistas basados solo en el cotejo con antecedentes. Uno es la reacción ante la actitud de Alemania ante las penalidades sufridas en los últimos años por los PIGS (es curioso, han conseguido desterrar de los periódicos este acrónimo que siempre me ha parecido entrañablemente despectivo). El hecho de que Alemania decidiera un día dejar de subvencionar el despilfarro español nos lo han vendido y nos lo siguen vendiendo infatigablemente como la expresión de la insidiosa tendencia de ese país a dominar Europa, cuando lo único que quieren los alemanes es que los dejen tranquilos, que sus ahorros no pierdan valor como consecuencia de extrañas maniobras orientadas a que España consiga reintroducir en el mercado de trabajo a un mísero porcentaje de los inmigrantes que tan alegremente ha dejado entrar. (*) Sin embargo, ahí  tenemos  a Merkel teniendo que soportar con infinita paciencia que la representen una y otra vez con el bigotito de Hitler.  

 

El segundo ejemplo reciente de lo aquí comentado es la interpretación de la postura de Rusia ante los acontecimientos de Ucrania como la venganza largo tiempo esperada después de la desintegración de la antigua Unión Soviética. Se nos dice que Putin alberga desde hace tiempo el deseo de reconstruir la Rusia Imperial. Tenemos que suponer, parece, que Putin estaba detrás de la organización de las primeras protestas del Maidán para después utilizarlas como pretexto para anexionarse Crimea y lo que hiciese falta. De nada sirve recordar que los habitantes de Crimea se rebelaron cuando los nuevos dirigentes ucranianos proeuropeos amenazaron con anular la cooficialidad del ruso en las zonas de predominio de esa lengua. De nada sirve señalar que Putin se opuso al referéndum secesionista organizado en Donetsk y Lugansk, para desconcierto de los prorrusos de esas regiones, que acudieron de todas formas a las urnas. Vemos en acción, como en tantas otras ocasiones, la falacia cui bono: el conflicto interno en que se han embarcado los ucranianos  ellos solitos beneficia a Putin, luego Putin es la causa de todo. Luego, se añade, estamos asistiendo al resurgir de la vocación imperial de Rusia, latente por un tiempo, pero siempre ahí. 

 

El determinismo histórico que subyace en esas interpretaciones fue atacado por Karl Popper mediante un razonamiento del que no se han extraído quizá todas las consecuencias. Según el filósofo austrobritánico, la historia es impredecible dado que discurre en gran medida por los senderos abiertos por los avances de la tecnología y dichos avances, como los descubrimientos científicos en general, son impredecibles.  El hecho de señalar específicamente la tecnología como variable independiente responde sin duda a la necesidad de identificar un factor incontrovertible a los efectos de la argumentación empleada, pero ello no debe impedirnos reconocer que a lo largo de la historia de cualquier sociedad hay muchos otros factores que también evolucionan con el tiempo en un sentido u otro y que la mayoría de ellos lo hacen también de forma impredecible. ¿Qué tiene que ver el entorno tecnológico del alemán o el ruso medio de nuestros días con la tecnología que rodeaba a los alemanes de la República de Weimar, o a los habitantes de la Rusia zarista? Ahora bien, también cabe preguntarse ¿qué tienen que ver Merkel y Hitler? ¿Qué tienen que ver Putin y Pedro el Grande? ¿Qué continuum puede haber entre el mapa político europeo de principios del siglo pasado y el nuevo contexto de la Unión Europea? ¿Qué extraña conexión habría que imaginar para llegar sin sobresaltos del aburrido socialismo real de la Guerra Fría al capitalismo salvaje que  impera en la actual Federación de Rusia? La súbita caída del Muro de Berlín fue tan impredecible como la aparición de los primeros microprocesadores, de Internet y de los móviles.

 

     Ahora bien, “demostrada” teóricamente la imposibilidad de predecir el devenir histórico –miseria del historicismo-, es una constatación empírica que muchos pueblos parecen irremisiblemente lastrados por una serie de circunstancias para las que el uso del término destino no parece exagerado. Nadie hubiese podido prever la “primavera árabe” que desencadenó un vendedor ambulante que se quemó a lo bonzo en Túnez en 2010, pero las esperanzas depositadas en esos movimientos populares se han visto más que frustradas: el destino de los pueblos árabes parece consistir en pegarse de hostias entre sí. Análogamente, el destino de los pueblos de la Europa meridional parece ser la práctica de la corrupción, el nepotismo y el despilfarro. Y last but not least, ¿qué pensar del nuevo resurgir de los nacionalismos en Europa, que amenazan como virulentas metástasis los escasos avances logrados después de décadas de propaganda a favor de la integración europea?

 

     En definitiva, parece que hay que encontrar la manera de compaginar la razonable crítica de Popper a los historicismos y la no menos bien fundada aunque silenciada impresión de que algunos pueblos “no tienen arreglo”.  Cuando una tendencia histórica empieza a ser estadísticamente significativa (aun admitiendo lo escurridizo de este concepto fuera de las ciencias duras), las únicas opciones para dar cuenta de ella son bien postular hegelianamente algún tipo de “espíritu” que dirija los acontecimientos, o bien, si asumimos como personas civilizadas un punto de vista materialista, intentar descubrir algún factor físico que permanezca invariable a lo largo de la historia.  En este último caso, ello nos obliga a descartar la tecnología, las peculiaridades personales de los líderes de cada momento, el modelo económico, la organización social, su modelo productivo, sus hábitos recreativos, etcétera… Muchas cosas, sí, pero hay dos que no habrán cambiado; a saber, las condiciones geográfico-climáticas y, siento decirlo, los genes circulantes en la población. De hecho, para cualquier materialista consecuente la crítica popperiana del historicismo aboca irremediablemente a un determinismo naturalista, y es sabido que Popper demostró con el tiempo cierta indulgencia ante el historicismo positivista. ¿Qué pensaría ahora, a la luz de los enormes avances de la genética de poblaciones y de trabajos como los de Jared Diamond (Armas, gérmenes y acero) o Robert D. Kaplan (La venganza de la geografía, libro, todo hay que decirlo, que promete mucho pero resulta difícilmente digerible)?

 

     Por el contrario, todos esos periodistas que tan afanosamente buscan paralelismos históricos están practicando el peor historicismo metafísico, que solo puede explicar la continuidad observada a lo largo del tiempo postulando la existencia de algún tipo de conciencia sobrenatural que sobrevuele los humildes actos humanos.  Hablan sin saberlo del sexo de los ángeles, acusando al mismo tiempo de reduccionistas a quienes intentan subrayar la importancia de los factores físicos en la historia.  Por otra parte, no es necesario haber programado autómatas celulares para comprender que las repeticiones son mucho más probables si se las confiamos a una multitud de pequeños agentes animados por sencillos algoritmos internos (genes) que si las hacemos depender de los arrebatos epifánicos coincidentes de un puñado de líderes separados en el tiempo.

 

     Si uno de los aspectos más criticados del historicismo es su pretensión de predecir la historia, la creciente sospecha de que sí es posible anticiparla -aunque solo sea de forma general y como repetición de sí misma, pero esa fidelidad a sí misma no la invalida como historia- dentro de márgenes geográficos relativamente estrechos nos autorizaría a recuperarlo con matices en su variante naturalista.

 

     Ahora bien, ese determinismo local, microscópico, no está reñido con el indeterminismo macro. Así, en una reseña sobre el libro Sonámbulos, dedicado a la Gran Guerra, su autor, Christopher Clark, nos dice que:

 

“Responder al porqué [de la I Guerra Mundial] plantea muchos problemas ya que nos lleva a respuestas muy abstractas: imperialismo, chovinismo, nacionalismo y se van añadiendo causas hasta que se crea la ilusión óptica de que Europa era un volcán a punto de estallar, como si hubiese algo inevitable, como si las personas que tomaron las decisiones que llevaron a la guerra fuesen víctimas de otras fuerzas. Me parece una visión equivocada. Esta guerra fue elegida por los hombres de Estado que la desencadenaron. Pensar en cómo explica mucho mejor como ocurrieron las cosas. [....] La idea de que con decisiones diferentes de un puñado de actores se hubiesen evitado cuatro años de destrucción total y 20 millones de muertos, entre militares y civiles, no está claro si resulta inquietante o reconfortante. [....] 1914 también nos recuerda que las guerras pueden llegar como consecuencia de decisiones rápidas y de cambios súbitos e imprevisibles en el sistema”.

 

La negrita es mía, para resaltar la omnipresencia del virus metafísico en el cerebro de los historiadores. El pensamiento positivista en cambio se centra en el cómo, no en el porqué. Un ejemplo más reciente de efecto mariposa histórico fue la victoria por la mínima y quizá fraudulenta de Bush frente a Al Gore en las elecciones de 2000. Con Al Gore posiblemente no habría habido Guerra de Irak,  se habrían evitado cientos de miles de muertos, el dólar hubiera seguido siendo una moneda fuerte, etcétera.

 

Lo que se desprende de todo el análisis anterior es una visión de la historia que la asemeja más al mundo biológico que al mundo físico. Si en este último conviven la indeterminación cuántica micro y el determinismo newtoniano macro, en el mundo biológico observamos en cambio que los mecanismos de relojería que actúan en el interior de la célula dan paso al caos cuando nos elevamos al nivel de las especies, por cuanto estas son el resultado de mutaciones aleatorias, de tal manera que si pudiéramos rebobinar la evolución y dejarla de nuevo en funcionamiento el elenco de nuevas especies sería muy diferente.

 

Lo interesante se cuece probablemente en el interfaz entre lo determinado y lo indeterminado, entre lo micro y lo macro. Y esa escala coincidiría grosso modo con la del hombre, que se vería así condenado a interrogarse eternamente sobre su grado real de libertad como artífice de la Historia. En este sentido, es posible que el pensador marxista Ernest Mandel no anduviese muy desencaminado al proponer lo que bautizó como determinismo paramétrico: los seres humanos ven constreñida su influencia en el devenir histórico por una serie de variables (parámetros) poco o nada modificables, pero pueden jugar también con otras variables modificables. Lástima que lo que es un principio una buena idea quedara supeditado a las exigencias del guion del materialismo dialéctico y la victoria final del proletariado. Así y todo, el paralelismo con el mundo biológico salta a la vista: los ejemplares de cada especie se encuentran con un entorno que apenas experimenta cambios a lo largo de su vida, pero las mutaciones totalmente impredecibles que se producen en cada generación permiten a la especie explorar varias posibilidades para mejor adaptarse a ese entorno. Y el resultado contingente de esa interacción determina –restringe- el abanico de opciones de que dispondrán las generaciones ulteriores en lo que constituirá la historia particular de esa especie.

 

Cabe especular que los memes, todas esas ideas que pugnan para instalarse en el cerebro colectivo y que con la llegada de las redes sociales se confunden con cualquier cosa que consiga propagarse de forma viral, vendrían a ser en el plano sociohistórico el equivalente a los efectos fenotípicos de las mutaciones en el curso de la evolución. Con el telón de fondo de su particular idiosincrasia geográfico-genética, cada pueblo importaría o vería surgir e imponerse en su seno de forma impredecible determinadas ideas que, al interactuar con esa idiosincrasia, lo encaminarían en una determinada dirección. Así, por ejemplo, la historia nos muestra que hace ya varios siglos al menos que los habitantes de Europa central hicieron suyos con orgullo valores como la meticulosidad, la puntualidad, el trabajo bien hecho, etcétera; en resumen, todo lo que recoge en su acepción el término inglés conscientiousness. Gente de fiar, gente cumplidora. Ese rasgo de su personalidad (cuya relación con el protestantismo parece definitivamente descartada después de este estudio) explicaría el rigor prusiano y más tarde, a comienzos de siglo, la eficacia de la industria alemana. Ahora bien, llegó la terrible hiperinflación de los años veinte, y en ella se propagó virulentamente el meme “espacio vital” elaborado por Karl Haushofer, amigo personal de Hitler. El Holocausto no sería sino la macabra manifestación de un, si bien cruel y sistemático, “simple” exceso de celo: necesariamente, los objetivos que implicaba la creencia en el dichoso “espacio vital” solo podían acometerse con disciplina prusiana y con el máximo rigor técnico. No es de extrañar que la disciplina de la geopolítica quedara seriamente desprestigiada durante mucho tiempo.

 

De vuelta a la normalidad, casualmente, Alemania es de nuevo la gran potencia económica europea, seguida de cerca en su vigor y disciplina presupuestaria por los países que hay en su órbita; o sea, casualmente también, geográfica y genéticamente similares.  En cualquier caso, la tragedia que supuso la II Guerra Mundial, con sus 60 millones de muertos, sería el apocalíptico escenario central en ese enorme paisaje que sería la Historia representada como una miríada de islas de determinismo susceptibles de análisis del cómo, inmersas en un océano de indeterminismo despiadadamente insensible al análisis de los porqués. Sin embargo, en las antípodas de los científicos, los periodistas (españoles) son esos individuos empeñados en mostrarnos porqués micro y macro sin siquiera conocer, y mucho menos explicarnos, el cómo de lo realmente sucedido.  Las anécdotas que Mérimée buscaba como único objeto digno de interés en las narraciones históricas, los detalles que buscaba Mies van der Rohe como revelación de Dios… Se echa de menos una educación que fomente realmente el conocimiento de los engranajes íntimos de la realidad, que propicie esos pequeños instantes de gozo ante la resistencia de lo diminuto a cualquier uso interesado; y hasta puede que debamos ver ahí, en esa fascinación, un componente capital de la experiencia estética, pero eso es ya… otra historia.

 

 

 

(*) Compruébese en el gráfico presentado en esta noticia el gran negocio que ha supuesto para el país la entrada de inmigrantes: con datos de noviembre de 2013, a) en 7 años el número de inmigrantes residentes pero no afiliados a la Seguridad Social pasó de aproximadamente un millón (40% del total) a 2,3 millones (70% del total); b) pese a la crisis, siguen llegando y esa brecha seguirá aumentando.

 

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Mayo de 2014

 

 

 

 

 

 

 

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